Diez principios y una clave para educar correctamente
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Catholic.net on 6 August, 2016
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Padre y madre son, por naturaleza, los primeros e
irrenunciables educadores de su hijos. Su misión no es fácil. Está llena de
contrastes en apariencia irreconciliables: han de saber comprender, pero
también exigir; respetar la libertad de los chicos, pero a la vez guiarles y
corregirles; ayudarles en sus tareas, pero sin sustituirlos ni evitarles el
esfuerzo formativo y la satisfacción que el realizarlas lleva consigo…
De ahí que los padres tengan que aprender por sí mismos a
serlo… y desde muy pronto. En ningún oficio la capacitación profesional
comienza cuando el aspirante alcanza puestos de relieve y tiene entre sus manos
encargos de alta responsabilidad. ¿Por qué en el «oficio de padres» debería ser
de otra forma? ¿Acaso porque se trata más de un arte que de una ciencia? De
acuerdo; pero en ningún arte bastan la inspiración y la intuición; es menester
también instruirse, formarse.
En cualquier caso, aprender este «oficio» no consiste en
proveerse de un conjunto de recetas o soluciones ya dadas e inmediatamente
aplicables a los problemas que van surgiendo. Tales recetas no existen.
Existen, por el contrario, principios o fundamentos de la educación, que
iluminan las distintas situaciones: los padres deben conocerlos muy a fondo,
hasta hacerlos pensamiento de su pensamiento y vida de su vida, para con ellos
encarar la práctica diaria.
Teniendo esto claro, y sin demasiadas pretensiones, ofreceré
un memorándum, el más accesible y concreto posible, de los principales
criterios y sugerencias sobre «el arte de las artes», como ha sido llamada la
educación.
— Tres consejos de primer orden.
1) La primera cosa que los padres necesitan para educar es un
verdadero y cabal amor a sus hijos.
Según escribe G. Courtois en El arte de educar a los
muchachos de hoy, la educación requiere, además de «un poco de ciencia y de
experiencia, mucho sentido común y, sobre todo, mucho amor». Con otras
palabras, es preciso dominar algunos principios pedagógicos y obrar con sentido
común, pero sin suponer que baste aplicar una bonita teoría para obtener
seguros resultados.
¿Por qué? Entre otros motivos, porque «cada niño es un caso»
absolutamente irrepetible, distinto de todos los demás. Ningún manual es capaz
de explicarnos ese «caso» concreto. Hay que aprender a modular los principios a
tenor del temperamento, la edad y las circunstancias en que se encuentren los
hijos. Y solo el amor permite conocer a cada uno de ellos tal como es hoy y
ahora y actuar en consecuencia: aun concediendo la parte de verdad que encierra
el dicho de que «el amor es ciego», resulta mucho más profundo y real sostener
que es agudo y perspicaz, clarividente; y que, tratándose de personas, solo un
amor auténtico nos capacita para conocerlas con hondura.
De hecho, será el amor el que enseñe a los padres a
descubrir el momento más adecuado para hablar y para callar; el tiempo para
jugar con los niños e interesarse por sus problemas sin someterlos a un
interrogatorio y el de respetar su necesidad de estar a solas; las ocasiones en
que conviene «soltar un poco de cuerda» y «no darse por enterados» frente a
aquellas otras en que lo que procede es intervenir con decisión e incluso con
resuelta viveza…
Y, según decía, en todo este difícil arte los padres
resultan insustituibles. Un matrimonio muy agobiado por su trabajo profesional
buscaba en una tienda de juguetes un regalo para su niño: pedían algo que lo
divirtiera, lo mantuviese tranquilo y, sobre todo, le quitara la sensación de
estar solo. Una dependiente inteligente les explicó: «lo siento, pero no
vendemos padres».
2) La primera cosa que el hijo necesita para ser educado es
que sus padres se quieran entre sí.
«Hacemos que no le falte de nada, estamos pendientes hasta
de sus menores caprichos, y sin embargo…».
Expresiones como ésta las oímos a menudo, proferidas por
tantos padres que se vuelcan aparentemente sobre sus hijos —alimentos sanos,
reconstituyentes, juegos, vestidos de marca, vacaciones junto al mar,
diversiones, etc.—, pero se olvidan de la cosa más importante que precisan los
críos: que los propios padres se amen y estén unidos.
El cariño mutuo de los padres es el que ha hecho que los
hijos vengan al mundo. Y ese mismo afecto recíproco debe completar la tarea
comenzada, ayudando al niño a alcanzar la plenitud y la felicidad a que se
encuentra llamado. El complemento natural de la procreación, la educación, ha
de estar movido por las mismas causas —el amor de los padres— que engendraron
al hijo.
Desde hace ya bastantes siglos se ha dicho que, al salir del
útero materno, donde el líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño
reclama imperiosamente otro «útero» y otro «líquido», sin los que no podría
crecer y desarrollarse; a saber, los que originan el padre y la madre al
quererse de veras.
Por eso, cada uno de los esposos debe engrandecer la imagen
del otro ante los hijos y evitar cuanto pueda hacer disminuir el cariño de
éstos hacia su cónyuge. Desde que los críos son muy pequeños, además de
manifestar prudente pero claramente el afecto que los une, los padres han de
prestar atención a no hacerse reproches mutuos delante de ellos, a no permitir
uno lo que el otro prohíbe, a evitar de plano ciertas aberrantes
recomendaciones al niño: «esto no se lo digas a papá (o a mamá)», etc.
3) Enseñar a querer.
Como acabamos de ver, el principio radical de la educación
es que los padres se quieran entre sí y, como fruto de ese amor, que quieran de
veras a sus hijos; el fin de esa educación es que los hijos, a su vez, vayan
aprendiendo a querer, a amar.
Curiosamente y en compendio, educar es amar, y amar es
enseñar a amar.
Según explica Rafael Tomás Caldera, «la verdadera grandeza
del hombre, su perfección, por tanto, su misión o cometido, es el amor. Todo lo
otro —capacidad profesional, prestigio, riqueza, vida más o menos larga,
desarrollo intelectual— tiene que confluir en el amor o carece en definitiva de
sentido»… e incluso, si no se encamina al amor, pudiera resultar perjudicial.
La entera tarea educativa de los padres ha de dirigirse,
pues, en última instancia, a incrementar la capacidad de amar de cada hijo y a
evitar cuanto lo torne más egoísta, más cerrado y pendiente de sí, menos capaz
de descubrir, querer, perseguir y realizar el bien de los otros.
Sólo así contribuirán eficazmente a hacerlos felices, puesto
que la dicha —como muestran desde los filósofos más clásicos hasta los más
certeros psiquiatras contemporáneos— no es sino el efecto no buscado de
engrandecer la propia persona, de mejorar progresivamente: y esto solo se
consigue amando más y mejor, dilatando las fronteras del propio corazón.
— Siete recomendaciones más.
4) El mejor educador es el ejemplo.
Los niños tienden a imitar las actitudes de los adultos, en
especial de los que quieren o admiran. Jamás pierden de vista a los padres, los
observan de continuo, sobre todo en los primeros años. Ven también cuando no
miran y escuchan incluso cuando están super-ocupados jugando. Poseen una
especie de radar, que intercepta todos los actos y las palabras de su entorno.
Por eso los padres educan o deseducan, ante todo, con su
ejemplo.
Además, el ejemplo posee un insustituible valor pedagógico,
de confirmación y de ánimo: no hay mejor modo de enseñar a un niño a tirarse al
agua que hacerlo con él o antes que él. Las palabras vuelan, pero el ejemplo
permanece, ilumina las conductas… y arrastra.
En el extremo opuesto la incongruencia entre lo que se
aconseja y lo que se vive es el mayor mal que un padre o una madre puede
infligir a sus hijos: sobre todo a determinadas edades, cuando el sentido de la
«justicia» se encuentra en los chicos rígidamente asentado, sobre-desarrollado…
y dispuesto a enjuiciar con excesiva dureza a los demás.
5) Animar y recompensar.
El niño es muy receptivo. Si se le repite con frecuencia que
es un maleducado, un egoísta, que no sirve para nada, se creerá y será verdaderamente
maleducado, egoísta, e incapaz de realizar tarea alguna…«aunque no fuera sino
para no defraudar a sus padres».
Es mejor que tenga un poco de excesiva confianza en sí
mismo, que demasiado poca. Y si lo vemos recaer en algún defecto, resultará más
eficaz una palabra de ánimo que echárselo en cara y humillarlo. Mostrar al hijo
que confiamos en sus posibilidades es para él un gran incentivo; en efecto, el
pequeño —como, con matices, cualquier ser humano— se encuentra impulsado a
llevar a la práctica la opinión positiva o negativa que de él se tiene y a no
defraudar nuestras expectativas al respecto.
Cuando hace una observación correcta, incluso opuesta a la
que nosotros acabamos de comentar o sugerir, no hay que tener miedo a darle la
razón. No se pierde autoridad; más bien al contrario, la ganamos, puesto que no
la hacemos residir en nuestros puntos de vista, sino en la misma verdad
objetiva de lo que se propone.
Al animar y elogiar es preferible estar más atentos al
esfuerzo hecho que al resultado obtenido. En principio, no se debe recompensar
al niño por haber cumplido un deber o por haber tenido éxito en algo, si el
conseguirlo no le ha supuesto un empeño muy especial. Un regalo por unas buenas
calificaciones es deformante. Las buenas calificaciones, junto con la
demostración de nuestra alegría por ese resultado, deberían ser ya un premio
que diera suficiente satisfacción al niño.
Tampoco es bueno multiplicar desmesuradamente las
gratificaciones. Por un lado, porque se le enseña a actuar no por lo que en sí
mismo es bueno, sino por la recompensa que él recibe (o, lo que es idéntico, a
pensar más en sí mismo que en los otros). Y además, porque cuando éstas
vinieran a faltar, el pequeño se sentirá decepcionado: premiar reiteradamente
lo que no lo merece equivale a transformar en un castigo todas las situaciones
en que esa compensación esté ausente.
Conviene no olvidar una ley básica: educar a alguien no es
hacer que siempre se encuentre contento y satisfecho, por tener cubiertos todos
sus caprichos o deseos, sino ayudarle a sacar de sí (e-ducir), con el esfuerzo
imprescindible por nuestra parte y la suya, toda esa maravilla que encierra en
su interior y que lo encumbrará hasta la plenitud de su condición personal…
haciéndolo, como consecuencia, muy dichoso.
6) Ejercer la autoridad, sin forzarla ni malograrla.
Por lo mismo, para educar no son suficientes el cariño, el
buen ejemplo y los ánimos; es preciso también ejercer la autoridad, explicando
siempre, en la medida de lo posible, las razones que nos llevan a aconsejar,
imponer, reprobar o prohibir una conducta determinada.
La educación al margen de la autoridad, en otro tiempo tan
pregonada, se presenta hoy como una breve moda fracasada y obsoleta,
contradicha por aquellos mismos que la han sufrido. El niño tiene necesidad de
autoridad y la busca. Si no encuentra a su alrededor una señalización y una
demarcación, se torna inseguro o nervioso.
Incluso cuando juegan entre ellos, los niños inventan
siempre reglas que no deben ser transgredidas. Por lo demás, todos sabemos lo
antipáticos, molestos y tiránicos que son los hijos de los otros, cuando están
malcriados, habituados a llamar siempre la atención y a no obedecer cuando no
tienen ganas.
Pero tratándose de los propios, es más difícil un juicio
lúcido. No se sabe bien si imponerse o abajarse a pactar y dejar hacer, para no
correr el riesgo de tener una escena en público…, o acabar la cuestión con una
explosión de ira y una regañina (que después deja más incómodos a los padres
que al niño).
Por detrás de esta inseguridad, hay siempre una extraña
mezcla de miedos y prevenciones. El horror a perder el cariño del chiquillo, el
temor a que corra algún riesgo su incolumidad física, el pavor a que nos haga
quedar mal o nos provoque daños materiales.
En definitiva, aunque no lo advirtamos ni deseemos, nos
queremos más a nosotros mismos que al chico o la chica, anteponemos nuestro
bien al suyo. De ahí que, si por encima de tantos temores prevaleciera el deseo
sincero y eficaz de ayudar al crío a reconocer los propios impulsos egoístas,
la codicia, la pereza, la envidia, la crueldad, etc., no existiría esa
sensación de culpa cuando se lo corrigiera utilizando el propio ascendiente.
· Con base en lo expuesto hasta aquí, y aun cuando no esté
de moda, es menester reiterar de modo claro y neto la imposibilidad de educar
sin ejercer la autoridad (que no es autoritarismo) y exigir la obediencia desde
el mismo momento en que los niños empiezan a entender lo que se les pide. Por
eso, es importante que los padres, explicando siempre los motivos de sus
decisiones, indiquen a los niños lo que deben hacer o evitar, no dejando por
comodidad caer en el olvido sus órdenes, ni permitiendo que los niños se les
opongan abiertamente.
Como consecuencia, un criterio básico en la educación del
hogar es que deben existir muy pocas normas y muy fundamentales y nunca
arbitrarias, lograr que siempre se cumplan… y dejar una enorme libertad en todo
lo opinable, aun cuando las preferencias de los hijos no coincidan con las
nuestras: ¡ellos gozan de todo el «derecho» a llegar a ser aquello a lo que
están llamados… y nosotros no tenemos ninguno a convertirlos en una réplica de
nuestro propio yo!
A veces, sin embargo, se prohíbe algo sin saber bien por
qué, qué es lo que encierra de malo, sólo por impulso, por las ganas de estar
tranquilos o porque uno se siente nervioso y todo le molesta. Se compromete así
la propia autoridad sin que sea necesario, abusando de ella… y se desconcierta
a los muchachos, que no saben por qué hoy está vedado lo que ayer se veía con
buenos ojos.
Cualquier niño sano tiene necesidad de movimiento, de juego
inventivo y de libertad. Interviniendo de manera continua e irrazonable se
acaba por hacer de la autoridad algo insufrible. Como aquella madre de la que
se cuenta que decía a la niñera: «Ve al cuarto de los niños a ver que están
haciendo… y prohíbeselo».
Por otro lado, la convicción del niño de que nunca hará
desistir a los padres de las órdenes impartidas posee una extraordinaria
eficacia, y ayuda enormemente a calmar las rabietas o a que no lleguen a
producirse.
(Lo más opuesto a esto, como ya he insinuado, es repetir
veinte veces la misma orden —lávate los dientes, dúchate, vete ya a dormir…—
sin exigir que se cumpla de inmediato: provoca un enorme desgaste psíquico, tal
vez sobre todo a las madres, que suelen pasar mayor parte del día bregando con
los críos, al tiempo que disminuye o elimina la propia autoridad).
· Vale asimismo la pena estar atentos al modo como se da una
indicación. Quien ordena secamente o alzando sin motivo el volumen de la voz
deja siempre traslucir nerviosismo y poca seguridad. Un tono amenazador suscita
con razón reacciones negativas y oposiciones. Demos las órdenes o, mejor,
pidamos por favor, con actitud serena y confiando claramente en que vamos a ser
obedecidos.
Reservemos los mandatos estrictos para las cosas muy
importantes. Para las demás peticiones resultará preferible utilizar una forma
más blanda: «¿serías tan amable de…?», «¿podrías, por favor…?», «¿hay alguno
que sepa hacer esto?». De este modo, se estimulará a los críos para que
realicen elecciones libres y responsables, y se les dará la ocasión de actuar
con autonomía e inventiva, de sentirse útiles… y experimentar la satisfacción
de tener contentos a sus padres.
A veces es necesario pedir al hijo un esfuerzo mayor del
acostumbrado; convendrá entonces crear un clima favorable. Si, por ejemplo,
sabéis que vuestro cónyuge está particularmente cansado o lo atenaza una
jaqueca insufrible, hablaréis a solas con el niño y le diréis: «Mamá (o papá)
tiene un fuerte dolor de cabeza; por eso, esta tarde te pido un empeño especial
para hacer el menos ruido posible…».
Quizá sea oportuno darle una ocupación, y dirigirle una
mirada cariñosa o una caricia, de vez en cuando, para recompensar sus desvelos…
sin olvidar que en este, como en los restantes casos, hay que arreglárselas
para que el niño cumpla su obligación.
Firmeza, por tanto, para exigir la conducta adecuada, pero
dulzura extrema en el modo de sugerirla o reclamarla.
7) Saber regañar y castigar.
Los ánimos y las recompensas no son normalmente suficientes
para una sana educación. Un reproche o una punición, dados de la manera
oportuna, proporcionada y sin arrepentimientos injustificados, contribuirá a
formar el criterio moral del muchacho.
Sensata e inteligente debe ser la dosificación de las
reprimendas y de los castigos. La política del «dejar hacer» es típica de los
padres o débiles o cómplices.
También en la educación, la «manga ancha» viene dictada a
menudo por el temor de no ser obedecido o por la comodidad («haz lo que
quieras, con tal de dejarme en paz»)… que no son sino otros tantos modos de
amor propio: de preferir el propio bien (no esforzarse, no sufrir al demandar
la conducta correcta) al de los hijos.
Pero resultaría pedante, o incluso neurótico, un continuo y
sofocante control de los chicos, regañados y castigados por la más mínima
desviación de unos cánones despóticos establecidos por los padres.
Para que una reprensión sea educativa ha de resultar clara,
sucinta y no humillante. Hay por tanto que aprender a regañar de manera
correcta, explícita, breve, y después cambiar el tema de la conversación. En
efecto, no se debe exigir que el hijo reconozca de inmediato el propio mal y
pronuncie un mea culpa, sobre todo si están presentes otras personas (¿lo
hacemos nosotros, los adultos?).
Convendrá también elegir el lugar y el momento pertinente
para reprenderle; a veces será necesario esperar a que haya pasado el propio
enfado, para poder hablar con la debida serenidad y con mayor eficacia.
Por otro lado, antes de decidirse a dar un castigo, conviene
estar bien seguros de que el niño era consciente de la prohibición o del
mandato.
Naturalmente, hay que evitar no solo que la sanción sea el
desahogo de la propia rabia o malhumor, sino también que tenga esa apariencia.
Tratándose de fracasos escolares, conviene saber juzgar si se deben a
irresponsabilidad o a limitaciones difícilmente superables del chico o de la
chica.
Cuando se reprenda es menester además huir de las comparaciones:
«Mira cómo obedece y estudia tu hermana…». Las confrontaciones sólo engendran
celos y antipatías.
Tener que castigar puede y debe disgustarnos, pero a veces
es el mejor testimonio de amor que cabe ofrecer a un hijo: el amor «todo lo
sufre», cabría recordar con san Pablo,… incluso el dolor de los seres queridos,
siempre que tal sufrimiento sea necesario.
Ningún temor, por tanto, a que una corrección justa y bien
dada disminuya el amor del hijo respecto a vosotros. A veces se oye responder
al muchacho castigado: «¡No me importa en absoluto!». Podéis entonces decirle,
con toda la serenidad de que seáis capaces: «No es mi propósito molestarte ni
hacerte padecer».
8) Formar la conciencia.
En nuestra sociedad, los niños resultan bombardeados por un conjunto
de eslóganes y de frases que transmiten «ideales» no siempre acordes con una
visión adecuada del ser humano, e incapaces por tanto de hacerlos dichosos.
La solución no es un régimen policial, compuesto de
controles y de castigos. Es menester que los hijos interioricen y hagan propios
los criterios correctos, que formen su conciencia, aprendiendo a distinguir
claramente lo bueno de lo malo.
Y para ello no basta con decirles: «¡Esto no está bien!» o,
menos todavía, «¡Esto no me gusta!».
Se corre el riesgo de transformar la moral en un conjunto de
prohibiciones arbitrarias, carentes de fundamento. Por el contrario, es muy
importante «educar en positivo», como se suele afirmar; lo cual equivale, en mi
opinión, a mostrar la belleza y la humanidad de la virtud alegre y serena,
desenvuelta y sin inhibiciones. Para lograrlo, hay que esforzarse por vivir la
propia vida, con todas sus contrariedades, como una gozosa aventura que vale la
pena componer cada día.
En tales circunstancias, al descubrir la hermosura y la
maravilla de hacer el bien, el niño se sentirá atraído y estimulado para obrar
correctamente.
Además, interesa hacer comprender lo decisiva que es la
intención para determinar la moralidad de un acto, y ayudar a los hijos a
preguntarse el porqué de un determinado comportamiento. A tenor de sus
respuestas, se les hará ver la posible injusticia, envidia, soberbia, etc., que
los ha motivado. El denominado complejo de culpa, es decir, la obscura y
angustiosa sensación de haberse equivocado, acompañada de miedo o de vergüenza,
nace justo de la falta de un valiente y sereno examen de la calidad moral de nuestros
actos. Por el contrario, como muestran también los psiquiatras más avezados, es
necesario y sano el sentido del pecado. La clara percepción de las propias
concesiones y faltas, con las que hemos vuelto las espaldas a Dios, provoca un
remordimiento que activa y multiplica las fuerzas para buscar de nuevo el amor
que perdona.
Para formar la conciencia puede también ser útil comentar
con el niño la bondad o maldad de las situaciones y hechos de los que tenemos
noticia, así como sugerirle la práctica del examen de conciencia personal al
término del día, acaso ayudándole en los primeros pasos a hacerse las preguntas
adecuadas. A medida que crece, hay que dejarle tomar con mayor libertad y
responsabilidad sus propias decisiones, diciéndole como mucho: «Yo, de ti, lo
haría de este o aquel modo» y, en su caso, explicándole brevemente el porqué.
9) No malcriar a los niños.
Se malcría a un niño con desproporcionadas o muy frecuentes
alabanzas, con indulgencia y condescendencia respecto a sus antojos. Se lo maleduca
también convirtiéndolo a menudo en el centro del interés de todos, y dejando
que sea él quien determine las decisiones familiares. Un pequeño rodeado de
excesiva atención y de concesiones inoportunas, una vez fuera del ámbito de la
familia se convertirá, si posee un temperamento débil, en una persona tímida e
incapaz de desenvolverse por sí misma. Si, por el contrario, tiene un fuerte
temperamento, se transformará en un egoísta, capaz de servirse de los otros o
de llevárselos por delante.
Por eso, frente a los caprichos de los niños no se debe
ceder: habrá simplemente que esperar a que pase la pataleta, sin nerviosismos,
manteniendo una actitud serena, casi de desatención, y, al mismo tiempo, firme.
Y esto, incluso —o sobre todo— cuando «nos pongan en evidencia» delante de
otras personas: su bien (¡el de los hijos!) debe ir siempre por delante del
nuestro.
10) Educar la libertad.
En este ámbito, la tarea del educador es doble: hacer que el
educando tome conciencia del valor de la propia libertad, y enseñarle a
ejercerla correctamente.
Pero no resulta fácil entender a fondo lo que es la libertad
y su estrecha relación con el bien y con el amor. ¿Quién es auténticamente
libre?: el que, una vez conocido, hace el bien porque quiere hacerlo, por amor
a lo bueno. Al contrario, va «perdiendo» su libertad quien obra de manera
incorrecta. Un hombre puede quitarse la vida porque es «libre», pero nadie
diría que el suicidio lo mejora en cuanto persona o incrementa su libertad.
Educar en la libertad significa por tanto ayudar a
distinguir lo que es bueno (para los demás y, como consecuencia, para la propia
felicidad), y animar a realizar las elecciones consiguientes, siempre por amor.
Conceder con prudencia una creciente libertad a los hijos
contribuye a tornarlos responsables. Una larga experiencia de educador permitía
afirmar a San Josemaría Escrivá: «Es preferible que [los padres] se dejen
engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos
mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen
libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar
siempre».
En definitiva, igual que antes afirmaba que el objetivo de
toda educación es enseñar a amar, puede también decirse —pues en el fondo es lo
mismo— que equivale a ir haciendo progresivamente más libre e independiente a
quienes tenemos a nuestro cargo: que sepan valerse por sí mismos, ser dueños de
sus decisiones, con plena libertad y total responsabilidad.
— …Y la clave de las claves.
11) Recurrir a la ayuda de Dios.
El conjunto de sugerencias ofrecidas hasta el momento
estarían incompletas si no dejáramos constancia de este «último» y
fundamentalísimo precepto, que debe acompañar a todos y cada uno de los
precedentes.
Educar procede de e-ducere, ex-traer, hacer surgir. El
agente principal e insustituible es siempre el propio niño. De una manera
todavía más profunda, Dios, en el ámbito natural o por medio de su gracia,
interviene en lo más íntimo de la persona de nuestros hijos, haciendo posible
su perfeccionamiento.
Ningún hijo es «propiedad» de los padres; se pertenece a sí
mismo y, en última instancia, a Dios. Por tanto, y como apuntaba, no tenemos
ningún derecho a hacerlos a «nuestra imagen y semejanza». Nuestra tarea
consiste en «desaparecer» en beneficio del ser querido, poniéndonos plenamente
a su servicio para que puedan alcanzar la plenitud que a cada uno le
corresponde: ¡la suya!, única e irrepetible.
Por consiguiente, el padre o la madre, los demás parientes,
los maestros y profesores… pueden considerarse colaboradores de Dios en el
crecimiento humano y espiritual del chico; pero es este el auténtico
protagonista de tal mejora.
A los padres en concreto, en virtud del sacramento del
matrimonio, se les ofrece una gracia particular para asumir tan importante
tarea. Por todo ello es muy conveniente que, sobre todo pero no sólo en
momentos de especial dificultad, invoquen la ayuda y el consejo de Dios… y que
sepan abandonarse en Él cuando parece que sus esfuerzos no dan los resultados deseados
o que el chico —en la adolescencia, pongo por caso— enrumba caminos que nos
hacen sufrir.
Además, no debe olvidarse del gran servicio gratuito del
Ángel Custodio, a quien el propio Dios ha querido encargar el cuidado de
nuestros hijos. Y recordar también que la Virgen continúa desde el cielo
desplegando su acción materna, de guía y de intercesión.
Enseñarles a tener todo esto en cuenta puede constituir la
herencia más valiosa que, en el conjunto íntegro de la educación, leguen los
padres a sus hijos.
Tomás Melendo Granados
Catedrático de Filosofía (Metafísica)
Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la
Familia
Universidad de Málaga (UMA), España
tmelendo@masterenfamilias.com
www.masterenfamilias.com