EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
GAUDETE ET EXSULTATE
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
GAUDETE ET EXSULTATE
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
SOBRE EL LLAMADO A LA
SANTIDAD
EN EL MUNDO ACTUAL
EN EL MUNDO ACTUAL
ÍNDICE
«Alegraos y regocijaos» [1-2]
Los santos que nos
alientan y acompañan [3-5]
Los santos de la puerta de al lado [6-9]
El Señor llama [10-13]
También para ti [14-18]
Tu misión en Cristo [19-24]
La actividad que santifica [25-31]
Más vivos, más humanos [32-34]
Los santos de la puerta de al lado [6-9]
El Señor llama [10-13]
También para ti [14-18]
Tu misión en Cristo [19-24]
La actividad que santifica [25-31]
Más vivos, más humanos [32-34]
Una mente sin Dios y sin
carne [37-39]
Una doctrina sin misterio [40-42]
Los límites de la razón [43-46]
Una doctrina sin misterio [40-42]
Los límites de la razón [43-46]
El pelagianismo actual [47-48]
Una voluntad sin
humildad [49-51]
Una enseñanza de la Iglesia muchas veces olvidada [52-56]
Los nuevos pelagianos [57-59]
El resumen de la Ley [60-62]
Una enseñanza de la Iglesia muchas veces olvidada [52-56]
Los nuevos pelagianos [57-59]
El resumen de la Ley [60-62]
A contracorriente [65-66]
«Felices los pobres de
espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» [67-70]
«Felices los mansos, porque heredarán la tierra» [71-74]
«Felices los que lloran, porque ellos serán consolados» [75-76]
«Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados» [77-79]
«Felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» [80-82]
«Felices los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios» [83-86]
«Felices los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» [87-89]
«Felices los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos» [90-94]
«Felices los mansos, porque heredarán la tierra» [71-74]
«Felices los que lloran, porque ellos serán consolados» [75-76]
«Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados» [77-79]
«Felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» [80-82]
«Felices los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios» [83-86]
«Felices los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» [87-89]
«Felices los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos» [90-94]
El gran protocolo [95]
Por fidelidad al Maestro [96-99]
Las ideologías que mutilan el corazón del Evangelio [100-103]
El culto que más le agrada [104-109]
Las ideologías que mutilan el corazón del Evangelio [100-103]
El culto que más le agrada [104-109]
Aguante, paciencia y
mansedumbre [112-121]
Alegría y sentido del humor [122-128]
Audacia y fervor [129-139]
En comunidad [140-146]
En oración constante [147-157]
Alegría y sentido del humor [122-128]
Audacia y fervor [129-139]
En comunidad [140-146]
En oración constante [147-157]
El discernimiento [166]
Una necesidad imperiosa [167-168]
Siempre a la luz del Señor [169]
Un don sobrenatural [170-171]
Habla, Señor [172-173]
La lógica del don y de la cruz [174-177]
Siempre a la luz del Señor [169]
Un don sobrenatural [170-171]
Habla, Señor [172-173]
La lógica del don y de la cruz [174-177]
1. «Alegraos y regocijaos» (Mt 5,12),
dice Jesús a los que son perseguidos o humillados por su causa. El Señor lo
pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual
fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una
existencia mediocre, aguada, licuada. En realidad, desde las primeras páginas
de la Biblia está presente, de diversas maneras, el llamado a la santidad. Así
se lo proponía el Señor a Abraham: «Camina en mi presencia y sé perfecto» (Gn 17,1).
2. No es de esperar aquí
un tratado sobre la santidad, con tantas definiciones y distinciones que
podrían enriquecer este importante tema, o con análisis que podrían hacerse
acerca de los medios de santificación. Mi humilde objetivo es hacer resonar una
vez más el llamado a la santidad, procurando encarnarlo en el contexto actual,
con sus riesgos, desafíos y oportunidades. Porque a cada uno de nosotros el
Señor nos eligió «para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el
amor» (Ef 1,4).
EL LLAMADO A LA SANTIDAD
3. En la carta a los
Hebreos se mencionan distintos testimonios que nos animan a que «corramos, con
constancia, en la carrera que nos toca» (12,1). Allí se habla de Abraham, de
Sara, de Moisés, de Gedeón y de varios más (cf. 11,1-12,3) y sobre
todo se nos invita a reconocer que tenemos «una nube tan ingente de testigos»
(12,1) que nos alientan a no detenernos en el camino, nos estimulan a seguir
caminando hacia la meta. Y entre ellos puede estar nuestra propia madre, una
abuela u otras personas cercanas (cf. 2 Tm 1,5). Quizá
su vida no fue siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones y caídas
siguieron adelante y agradaron al Señor.
4. Los santos que ya han
llegado a la presencia de Dios mantienen con nosotros lazos de amor y comunión.
Lo atestigua el libro del Apocalipsis cuando habla de los mártires que interceden:
«Vi debajo del altar las almas de los degollados por causa de la Palabra de
Dios y del testimonio que mantenían. Y gritaban con voz potente: “¿Hasta
cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia?”» (6,9-10).
Podemos decir que «estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de
Dios […] No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar
yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me
conduce»[1].
5. En los procesos de
beatificación y canonización se tienen en cuenta los signos de heroicidad en el
ejercicio de las virtudes, la entrega de la vida en el martirio y también los
casos en que se haya verificado un ofrecimiento de la propia vida por los
demás, sostenido hasta la muerte. Esa ofrenda expresa una imitación ejemplar de
Cristo, y es digna de la admiración de los fieles[2].
Recordemos, por ejemplo, a la beata María Gabriela Sagheddu, que ofreció su
vida por la unión de los cristianos.
6. No pensemos solo en
los ya beatificados o canonizados. El Espíritu Santo derrama santidad por todas
partes, en el santo pueblo fiel de Dios, porque «fue voluntad de Dios el
santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos
con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le
sirviera santamente»[3].
El Señor, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe
identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Por eso nadie se salva solo, como
individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama
de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios
quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo.
7. Me gusta ver la
santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a
sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa,
en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta
constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia
militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de
aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios,
o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad»[4].
8. Dejémonos estimular
por los signos de santidad que el Señor nos presenta a través de los más
humildes miembros de ese pueblo que «participa también de la función profética
de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y
caridad»[5].
Pensemos, como nos sugiere santa Teresa Benedicta de la Cruz, que a través de
muchos de ellos se construye la verdadera historia: «En la noche más oscura
surgen los más grandes profetas y los santos. Sin embargo, la corriente
vivificante de la vida mística permanece invisible. Seguramente, los
acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron esencialmente
influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los libros de historia. Y
cuáles sean las almas a las que hemos de agradecer los acontecimientos
decisivos de nuestra vida personal, es algo que solo sabremos el día en que
todo lo oculto será revelado»[6].
9. La santidad es el
rostro más bello de la Iglesia. Pero aun fuera de la Iglesia Católica y en
ámbitos muy diferentes, el Espíritu suscita «signos de su presencia, que ayudan
a los mismos discípulos de Cristo»[7].
Por otra parte, san Juan Pablo II nos recordó que
«el testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha
hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes»[8].
En la hermosa conmemoración ecuménica que él quiso celebrar en el Coliseo,
durante el Jubileo del año 2000, sostuvo que los mártires son «una herencia que
habla con una voz más fuerte que la de los factores de división»[9].
10. Todo esto es
importante. Sin embargo, lo que quisiera recordar con esta Exhortación es sobre
todo el llamado a la santidad que el Señor hace a cada uno de nosotros, ese
llamado que te dirige también a ti: «Sed santos, porque yo soy santo» (Lv11,45;
cf. 1 P 1,16). El Concilio Vaticano II lo destacó con
fuerza: «Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado,
fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por
el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la
que es perfecto el mismo Padre»[10].
11. «Cada uno por su
camino», dice el Concilio. Entonces, no se trata de desalentarse cuando uno
contempla modelos de santidad que le parecen inalcanzables. Hay testimonios que
son útiles para estimularnos y motivarnos, pero no para que tratemos de
copiarlos, porque eso hasta podría alejarnos del camino único y diferente que
el Señor tiene para nosotros. Lo que interesa es que cada creyente discierna su
propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha
puesto en él (cf. 1 Co 12, 7), y no que se desgaste intentando
imitar algo que no ha sido pensado para él. Todos estamos llamados a ser
testigos, pero «existen muchas formas existenciales de testimonio»[11].
De hecho, cuando el gran místico san Juan de la Cruz escribía su Cántico
Espiritual, prefería evitar reglas fijas para todos y explicaba que sus
versos estaban escritos para que cada uno los aproveche «según su modo»[12].
Porque la vida divina se comunica «a unos en una manera y a otros en otra»[13].
12. Dentro de las formas
variadas, quiero destacar que el «genio femenino» también se manifiesta en
estilos femeninos de santidad, indispensables para reflejar la santidad de Dios
en este mundo. Precisamente, aun en épocas en que las mujeres fueron más
relegadas, el Espíritu Santo suscitó santas cuya fascinación provocó nuevos
dinamismos espirituales e importantes reformas en la Iglesia. Podemos mencionar
a santa Hildegarda de Bingen, santa Brígida, santa Catalina de Siena, santa
Teresa de Ávila o santa Teresa de Lisieux. Pero me interesa recordar a tantas
mujeres desconocidas u olvidadas quienes, cada una a su modo, han sostenido y
transformado familias y comunidades con la potencia de su testimonio.
13. Esto debería
entusiasmar y alentar a cada uno para darlo todo, para crecer hacia ese
proyecto único e irrepetible que Dios ha querido para él desde toda la
eternidad: «Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras
del seno materno, te consagré» (Jr 1,5).
14. Para ser santos no es
necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos. Muchas veces
tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a quienes
tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para
dedicar mucho tiempo a la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser
santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones
de cada día, allí donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado?
Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y
ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia.
¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo
al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando
con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo
luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales[14].
15. Deja que la gracia de
tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a
Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes,
porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad,
en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23).
Cuando sientas la tentación de enredarte en tu debilidad, levanta los ojos al
Crucificado y dile: «Señor, yo soy un pobrecillo, pero tú puedes realizar el
milagro de hacerme un poco mejor». En la Iglesia, santa y compuesta de
pecadores, encontrarás todo lo que necesitas para crecer hacia la santidad. El
Señor la ha llenado de dones con la Palabra, los sacramentos, los santuarios,
la vida de las comunidades, el testimonio de sus santos, y una múltiple belleza
que procede del amor del Señor, «como novia que se adorna con sus joyas» (Is 61,10).
16. Esta santidad a la que
el Señor te llama irá creciendo con pequeños gestos. Por ejemplo: una señora va
al mercado a hacer las compras, encuentra a una vecina y comienza a hablar, y
vienen las críticas. Pero esta mujer dice en su interior: «No, no hablaré mal
de nadie». Este es un paso en la santidad. Luego, en casa, su hijo le pide
conversar acerca de sus fantasías, y aunque esté cansada se sienta a su lado y
escucha con paciencia y afecto. Esa es otra ofrenda que santifica. Luego vive
un momento de angustia, pero recuerda el amor de la Virgen María, toma el
rosario y reza con fe. Ese es otro camino de santidad. Luego va por la calle,
encuentra a un pobre y se detiene a conversar con él con cariño. Ese es otro
paso.
17. A veces la vida
presenta desafíos mayores y a través de ellos el Señor nos invita a nuevas
conversiones que permiten que su gracia se manifieste mejor en nuestra
existencia «para que participemos de su santidad» (Hb 12,10). Otras
veces solo se trata de encontrar una forma más perfecta de vivir lo que ya
hacemos: «Hay inspiraciones que tienden solamente a una extraordinaria
perfección de los ejercicios ordinarios de la vida»[15].
Cuando el Cardenal Francisco Javier Nguyên van Thuânestaba en la cárcel,
renunció a desgastarse esperando su liberación. Su opción fue «vivir el momento
presente colmándolo de amor»; y el modo como se concretaba esto era: «Aprovecho
las ocasiones que se presentan cada día para realizar acciones ordinarias de
manera extraordinaria»[16].
18. Así, bajo el impulso
de la gracia divina, con muchos gestos vamos construyendo esa figura de
santidad que Dios quería, pero no como seres autosuficientes sino «como buenos
administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 P 4,10).
Bien nos enseñaron los Obispos de Nueva Zelanda que es posible amar con el amor
incondicional del Señor, porque el Resucitado comparte su vida poderosa con
nuestras frágiles vidas: «Su amor no tiene límites y una vez dado nunca se echó
atrás. Fue incondicional y permaneció fiel. Amar así no es fácil porque muchas
veces somos tan débiles. Pero precisamente para tratar de amar como Cristo nos
amó, Cristo comparte su propia vida resucitada con nosotros. De esta manera,
nuestras vidas demuestran su poder en acción, incluso en medio de la debilidad
humana»[17].
19. Para un cristiano no
es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un
camino de santidad, porque «esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación»
(1 Ts 4,3). Cada santo es una misión; es un proyecto
del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia,
un aspecto del Evangelio.
20. Esa misión tiene su
sentido pleno en Cristo y solo se entiende desde él. En el fondo la santidad es
vivir en unión con él los misterios de su vida. Consiste en asociarse a la
muerte y resurrección del Señor de una manera única y personal, en morir y
resucitar constantemente con él. Pero también puede implicar reproducir en la
propia existencia distintos aspectos de la vida terrena de Jesús: su vida
oculta, su vida comunitaria, su cercanía a los últimos, su pobreza y otras
manifestaciones de su entrega por amor. La contemplación de estos misterios,
como proponía san Ignacio de Loyola, nos orienta a hacerlos carne en nuestras
opciones y actitudes[18].
Porque «todo en la vida de Jesús es signo de su misterio»[19],
«toda la vida de Cristo es Revelación del Padre»[20],
«toda la vida de Cristo es misterio de Redención»[21],
«toda la vida de Cristo es misterio de Recapitulación»[22],
y «todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en él y que él lo viva en
nosotros»[23].
21. El designio del Padre
es Cristo, y nosotros en él. En último término, es Cristo amando en nosotros,
porque «la santidad no es sino la caridad plenamente vivida»[24].
Por lo tanto, «la santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en
nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda
nuestra vida según la suya»[25].
Así, cada santo es un mensaje que el Espíritu Santo toma de la riqueza de
Jesucristo y regala a su pueblo.
22. Para reconocer cuál es
esa palabra que el Señor quiere decir a través de un santo, no conviene
entretenerse en los detalles, porque allí también puede haber errores y caídas.
No todo lo que dice un santo es plenamente fiel al Evangelio, no todo lo que
hace es auténtico o perfecto. Lo que hay que contemplar es el conjunto de su
vida, su camino entero de santificación, esa figura que refleja algo de
Jesucristo y que resulta cuando uno logra componer el sentido de la totalidad
de su persona[26].
23. Esto es un fuerte
llamado de atención para todos nosotros. Tú también necesitas concebir la
totalidad de tu vida como una misión. Inténtalo escuchando a Dios en la oración
y reconociendo los signos que él te da. Pregúntale siempre al Espíritu qué
espera Jesús de ti en cada momento de tu existencia y en cada opción que debas
tomar, para discernir el lugar que eso ocupa en tu propia misión. Y permítele
que forje en ti ese misterio personal que refleje a Jesucristo en el mundo de
hoy.
24. Ojalá puedas reconocer
cuál es esa palabra, ese mensaje de Jesús que Dios quiere decir al mundo con tu
vida. Déjate transformar, déjate renovar por el Espíritu, para que eso sea
posible, y así tu preciosa misión no se malogrará. El Señor la cumplirá también
en medio de tus errores y malos momentos, con tal que no abandones el camino
del amor y estés siempre abierto a su acción sobrenatural que purifica e
ilumina.
25. Como no puedes
entender a Cristo sin el reino que él vino a traer, tu propia misión es
inseparable de la construcción de ese reino: «Buscad sobre todo el reino de
Dios y su justicia» (Mt 6,33). Tu identificación con Cristo y sus
deseos, implica el empeño por construir, con él, ese reino de amor, justicia y
paz para todos. Cristo mismo quiere vivirlo contigo, en todos los esfuerzos o
renuncias que implique, y también en las alegrías y en la fecundidad que te
ofrezca. Por lo tanto, no te santificarás sin entregarte en cuerpo y alma para
dar lo mejor de ti en ese empeño.
26. No es sano amar el
silencio y rehuir el encuentro con el otro, desear el descanso y rechazar la
actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio. Todo puede ser
aceptado e integrado como parte de la propia existencia en este mundo, y se
incorpora en el camino de santificación. Somos llamados a vivir la
contemplación también en medio de la acción, y nos santificamos en el ejercicio
responsable y generoso de la propia misión.
27. ¿Acaso el Espíritu
Santo puede lanzarnos a cumplir una misión y al mismo tiempo pedirnos que
escapemos de ella, o que evitemos entregarnos totalmente para preservar la paz
interior? Sin embargo, a veces tenemos la tentación de relegar la entrega
pastoral o el compromiso en el mundo a un lugar secundario, como si fueran
«distracciones» en el camino de la santificación y de la paz interior. Se
olvida que «no es que la vida tenga una misión, sino que es misión»[27].
28. Una tarea movida por
la ansiedad, el orgullo, la necesidad de aparecer y de dominar, ciertamente no
será santificadora. El desafío es vivir la propia entrega de tal manera que los
esfuerzos tengan un sentido evangélico y nos identifiquen más y más con
Jesucristo. De ahí que suela hablarse, por ejemplo, de una espiritualidad del
catequista, de una espiritualidad del clero diocesano, de una espiritualidad
del trabajo. Por la misma razón, en Evangelii gaudium quise concluir con
una espiritualidad de la misión, en Laudato si’ con una espiritualidad
ecológica y en Amoris laetitia con una espiritualidad
de la vida familiar.
29. Esto no implica
despreciar los momentos de quietud, soledad y silencio ante Dios. Al contrario.
Porque las constantes novedades de los recursos tecnológicos, el atractivo de
los viajes, las innumerables ofertas para el consumo, a veces no dejan espacios
vacíos donde resuene la voz de Dios. Todo se llena de palabras, de disfrutes
epidérmicos y de ruidos con una velocidad siempre mayor. Allí no reina la
alegría sino la insatisfacción de quien no sabe para qué vive. ¿Cómo no
reconocer entonces que necesitamos detener esa carrera frenética para recuperar
un espacio personal, a veces doloroso pero siempre fecundo, donde se entabla el
diálogo sincero con Dios? En algún momento tendremos que percibir de frente la
propia verdad, para dejarla invadir por el Señor, y no siempre se logra esto si
uno «no se ve al borde del abismo de la tentación más agobiante, si no siente
el vértigo del precipicio del más desesperado abandono, si no se encuentra
absolutamente solo, en la cima de la soledad más radical»[28].
Así encontramos las grandes motivaciones que nos impulsan a vivir a fondo las
propias tareas.
30. Los mismos recursos de
distracción que invaden la vida actual nos llevan también a absolutizar el
tiempo libre, en el cual podemos utilizar sin límites esos dispositivos que nos
brindan entretenimiento o placeres efímeros[29].
Como consecuencia, es la propia misión la que se resiente, es el compromiso el
que se debilita, es el servicio generoso y disponible el que comienza a
retacearse. Eso desnaturaliza la experiencia espiritual. ¿Puede ser sano un
fervor espiritual que conviva con una acedia en la acción evangelizadora o en
el servicio a los otros?
31. Nos hace falta un
espíritu de santidad que impregne tanto la soledad como el servicio, tanto la
intimidad como la tarea evangelizadora, de manera que cada instante sea
expresión de amor entregado bajo la mirada del Señor. De este modo, todos los
momentos serán escalones en nuestro camino de santificación.
32. No tengas miedo de la
santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario, porque
llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu propio
ser. Depender de él nos libera de las esclavitudes y nos lleva a reconocer nuestra
propia dignidad. Esto se refleja en santa Josefina Bakhita, quien fue
«secuestrada y vendida como esclava a la tierna edad de siete años, sufrió
mucho en manos de amos crueles. Pero llegó a comprender la profunda verdad de
que Dios, y no el hombre, es el verdadero Señor de todo ser humano, de toda
vida humana. Esta experiencia se transformó en una fuente de gran sabiduría
para esta humilde hija de África»[30].
33. En la medida en que se
santifica, cada cristiano se vuelve más fecundo para el mundo. Los Obispos de
África occidental nos enseñaron: «Estamos siendo llamados, en el espíritu de la
nueva evangelización, a ser evangelizados y a evangelizar a través del
empoderamiento de todos los bautizados para que asumáis vuestros roles como sal
de la tierra y luz del mundo donde quiera que os encontréis»[31].
34. No tengas miedo de
apuntar más alto, de dejarte amar y liberar por Dios. No tengas miedo de
dejarte guiar por el Espíritu Santo. La santidad no te hace menos humano,
porque es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la gracia. En el fondo,
como decía León Bloy, en la vida «existe una sola tristeza, la de no ser
santos»[32].
DOS SUTILES ENEMIGOS DE LA SANTIDAD
35. En este marco, quiero
llamar la atención acerca de dos falsificaciones de la santidad que podrían
desviarnos del camino: el gnosticismo y el pelagianismo. Son dos herejías que
surgieron en los primeros siglos cristianos, pero que siguen teniendo alarmante
actualidad. Aun hoy los corazones de muchos cristianos, quizá sin darse cuenta,
se dejan seducir por estas propuestas engañosas. En ellas se expresa un
inmanentismo antropocéntrico disfrazado de verdad católica.[33] Veamos
estas dos formas de seguridad doctrinal o disciplinaria que dan lugar «a un
elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace
es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la
gracia se gastan las energías en controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni
los demás interesan verdaderamente»[34].
36. El gnosticismo supone «una fe
encerrada en el subjetivismo, donde solo interesa una determinada experiencia o
una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e
iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su
propia razón o de sus sentimientos»[35].
37. Gracias a Dios, a lo
largo de la historia de la Iglesia quedó muy claro que lo que mide la
perfección de las personas es su grado de caridad, no la cantidad de datos y
conocimientos que acumulen. Los «gnósticos» tienen una confusión en este punto,
y juzgan a los demás según la capacidad que tengan de comprender la profundidad
de determinadas doctrinas. Conciben una mente sin encarnación, incapaz de tocar
la carne sufriente de Cristo en los otros, encorsetada en una enciclopedia de
abstracciones. Al descarnar el misterio finalmente prefieren «un Dios sin
Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pueblo»[36].
38. En definitiva, se
trata de una superficialidad vanidosa: mucho movimiento en la superficie de la
mente, pero no se mueve ni se conmueve la profundidad del pensamiento. Sin
embargo, logra subyugar a algunos con una fascinación engañosa, porque el
equilibrio gnóstico es formal y supuestamente aséptico, y puede asumir el
aspecto de una cierta armonía o de un orden que lo abarca todo.
39. Pero estemos atentos.
No me refiero a los racionalistas enemigos de la fe cristiana. Esto puede
ocurrir dentro de la Iglesia, tanto en los laicos de las parroquias como en
quienes enseñan filosofía o teología en centros de formación. Porque también es
propio de los gnósticos creer que con sus explicaciones ellos pueden hacer
perfectamente comprensible toda la fe y todo el Evangelio. Absolutizan sus
propias teorías y obligan a los demás a someterse a los razonamientos que ellos
usan. Una cosa es un sano y humilde uso de la razón para reflexionar sobre la
enseñanza teológica y moral del Evangelio; otra es pretender reducir la
enseñanza de Jesús a una lógica fría y dura que busca dominarlo todo[37].
40. El gnosticismo es una
de las peores ideologías, ya que, al mismo tiempo que exalta indebidamente el
conocimiento o una determinada experiencia, considera que su propia visión de
la realidad es la perfección. Así, quizá sin advertirlo, esta ideología se
alimenta a sí misma y se enceguece aún más. A veces se vuelve especialmente
engañosa cuando se disfraza de una espiritualidad desencarnada. Porque el
gnosticismo «por su propia naturaleza quiere domesticar el misterio»[38],
tanto el misterio de Dios y de su gracia, como el misterio de la vida de los
demás.
41. Cuando alguien tiene
respuestas a todas las preguntas, demuestra que no está en un sano camino y es
posible que sea un falso profeta, que usa la religión en beneficio propio, al
servicio de sus elucubraciones psicológicas y mentales. Dios nos supera
infinitamente, siempre es una sorpresa y no somos nosotros los que decidimos en
qué circunstancia histórica encontrarlo, ya que no depende de nosotros
determinar el tiempo y el lugar del encuentro. Quien lo quiere todo claro y
seguro pretende dominar la trascendencia de Dios.
42. Tampoco se puede
pretender definir dónde no está Dios, porque él está misteriosamente en la vida
de toda persona, está en la vida de cada uno como él quiere, y no podemos
negarlo con nuestras supuestas certezas. Aun cuando la existencia de alguien
haya sido un desastre, aun cuando lo veamos destruido por los vicios o las
adicciones, Dios está en su vida. Si nos dejamos guiar por el Espíritu más que
por nuestros razonamientos, podemos y debemos buscar al Señor en toda vida
humana. Esto es parte del misterio que las mentalidades gnósticas terminan
rechazando, porque no lo pueden controlar.
43. Nosotros llegamos a
comprender muy pobremente la verdad que recibimos del Señor. Con mayor
dificultad todavía logramos expresarla. Por ello no podemos pretender que
nuestro modo de entenderla nos autorice a ejercer una supervisión estricta de
la vida de los demás. Quiero recordar que en la Iglesia conviven lícitamente
distintas maneras de interpretar muchos aspectos de la doctrina y de la vida
cristiana que, en su variedad, «ayudan a explicitar mejor el riquísimo tesoro
de la Palabra». Es verdad que «a quienes sueñan con una doctrina monolítica
defendida por todos sin matices, esto puede parecerles una imperfecta
dispersión»[39].
Precisamente, algunas corrientes gnósticas despreciaron la sencillez tan
concreta del Evangelio e intentaron reemplazar al Dios trinitario y encarnado
por una Unidad superior donde desaparecía la rica multiplicidad de nuestra historia.
44. En realidad, la
doctrina, o mejor, nuestra comprensión y expresión de ella, «no es un sistema
cerrado, privado de dinámicas capaces de generar interrogantes, dudas,
cuestionamientos», y «las preguntas de nuestro pueblo, sus angustias, sus peleas,
sus sueños, sus luchas, sus preocupaciones, poseen valor hermenéutico que no
podemos ignorar si queremos tomar en serio el principio de encarnación. Sus
preguntas nos ayudan a preguntarnos, sus cuestionamientos nos cuestionan»[40].
45. Con frecuencia se
produce una peligrosa confusión: creer que porque sabemos algo o podemos
explicarlo con una determinada lógica, ya somos santos, perfectos, mejores que
la «masa ignorante». A todos los que en la Iglesia tienen la posibilidad de una
formación más alta, san Juan Pablo II les advertía de la
tentación de desarrollar «un cierto sentimiento de superioridad respecto a los
demás fieles»[41].
Pero en realidad, eso que creemos saber debería ser siempre una motivación para
responder mejor al amor de Dios, porque «se aprende para vivir: teología y
santidad son un binomio inseparable»[42].
46. Cuando san Francisco
de Asís veía que algunos de sus discípulos enseñaban la doctrina, quiso evitar
la tentación del gnosticismo. Entonces escribió esto a san Antonio de Padua:
«Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos con tal que, en el
estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción»[43].
Él reconocía la tentación de convertir la experiencia cristiana en un conjunto
de elucubraciones mentales que terminan alejándonos de la frescura del
Evangelio. San Buenaventura, por otra parte, advertía que la verdadera
sabiduría cristiana no se debe desconectar de la misericordia hacia el prójimo:
«La mayor sabiduría que puede existir consiste en difundir fructuosamente lo
que uno tiene para dar, lo que se le ha dado precisamente para que lo dispense.
[...] Por eso, así como la misericordia es amiga de la sabiduría, la avaricia
es su enemiga»[44].
«Hay una actividad que al unirse a la contemplación no la impide, sino que la
facilita, como las obras de misericordia y piedad»[45].
47. El gnosticismo dio
lugar a otra vieja herejía, que también está presente hoy. Con el paso del
tiempo, muchos comenzaron a reconocer que no es el conocimiento lo que nos hace
mejores o santos, sino la vida que llevamos. El problema es que esto se
degeneró sutilmente, de manera que el mismo error de los gnósticos simplemente
se transformó, pero no fue superado.
48. Porque el poder que
los gnósticos atribuían a la inteligencia, algunos comenzaron a atribuírselo a
la voluntad humana, al esfuerzo personal. Así surgieron los pelagianos y los
semipelagianos. Ya no era la inteligencia lo que ocupaba el lugar del misterio
y de la gracia, sino la voluntad. Se olvidaba que «todo depende no del querer o
del correr, sino de la misericordia de Dios» (Rm 9,16) y que «él
nos amó primero» (1 Jn 4,19).
49. Los que responden a
esta mentalidad pelagiana o semipelagiana, aunque hablen de la gracia de Dios
con discursos edulcorados «en el fondo solo confían en sus propias fuerzas y se
sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser
inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico»[46].
Cuando algunos de ellos se dirigen a los débiles diciéndoles que todo se puede
con la gracia de Dios, en el fondo suelen transmitir la idea de que todo se
puede con la voluntad humana, como si ella fuera algo puro, perfecto,
omnipotente, a lo que se añade la gracia. Se pretende ignorar que «no todos
pueden todo»[47],
y que en esta vida las fragilidades humanas no son sanadas completa y
definitivamente por la gracia[48].
En cualquier caso, como enseñaba san Agustín, Dios te invita a hacer lo que puedas
y a pedir lo que no puedas[49];
o bien a decirle al Señor humildemente: «Dame lo que
me pides y pídeme lo que quieras»[50].
50. En el fondo, la falta
de un reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros límites es lo que
impide a la gracia actuar mejor en nosotros, ya que no le deja espacio para
provocar ese bien posible que se integra en un camino sincero y real de
crecimiento[51].
La gracia, precisamente porque supone nuestra naturaleza, no nos hace
superhombres de golpe. Pretenderlo sería confiar demasiado en nosotros mismos.
En este caso, detrás de la ortodoxia, nuestras actitudes pueden no corresponder
a lo que afirmamos sobre la necesidad de la gracia, y en los hechos terminamos
confiando poco en ella. Porque si no advertimos nuestra realidad concreta y
limitada, tampoco podremos ver los pasos reales y posibles que el Señor nos
pide en cada momento, después de habernos capacitado y cautivado con su don. La
gracia actúa históricamente y, de ordinario, nos toma y transforma de una forma
progresiva[52].
Por ello, si rechazamos esta manera histórica y progresiva, de hecho podemos llegar
a negarla y bloquearla, aunque la exaltemos con nuestras palabras.
51. Cuando Dios se dirige
a Abraham le dice: «Yo soy Dios todopoderoso, camina en mi
presencia y sé perfecto» (Gn 17,1). Para poder ser
perfectos, como a él le agrada, necesitamos vivir humildemente en su presencia,
envueltos en su gloria; nos hace falta caminar en unión con él reconociendo su
amor constante en nuestras vidas. Hay que perderle el miedo a esa presencia que
solamente puede hacernos bien. Es el Padre que nos dio la vida y nos ama tanto.
Una vez que lo aceptamos y dejamos de pensar nuestra existencia sin él,
desaparece la angustia de la soledad (cf. Sal 139,7). Y si ya
no ponemos distancias frente a Dios y vivimos en su presencia, podremos
permitirle que examine nuestro corazón para ver si va por el camino correcto
(cf. Sal 139,23-24). Así conoceremos la voluntad agradable y
perfecta del Señor (cf. Rm 12,1-2) y dejaremos que él nos
moldee como un alfarero (cf. Is 29,16). Hemos dicho tantas
veces que Dios habita en nosotros, pero es mejor decir que nosotros habitamos
en él, que él nos permite vivir en su luz y en su amor. Él es nuestro templo:
lo que busco es habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida
(cf. Sal 27,4). «Vale más un día en tus atrios que mil en mi
casa»(Sal 84,11). En él somos santificados.
52. La Iglesia enseñó
reiteradas veces que no somos justificados por nuestras obras o por nuestros
esfuerzos, sino por la gracia del Señor que toma la iniciativa. Los Padres de
la Iglesia, aun antes de san Agustín, expresaban con claridad esta convicción
primaria. San Juan Crisóstomo decía que Dios derrama en nosotros la fuente
misma de todos los dones antes de que nosotros hayamos entrado en el combate[53].
San Basilio Magno remarcaba que el fiel se gloría solo en Dios, porque
«reconoce estar privado de la verdadera justicia y que es justificado
únicamente mediante la fe en Cristo»[54].
53. El II Sínodo de Orange
enseñó con firme autoridad que nada humano puede exigir, merecer o comprar el
don de la gracia divina, y que todo lo que pueda cooperar con ella es
previamente don de la misma gracia: «Aun el querer ser limpios se hace en nosotros
por infusión y operación sobre nosotros del Espíritu Santo»[55].
Posteriormente, aun cuando el Concilio de Trento destacó la importancia de
nuestra cooperación para el crecimiento espiritual, reafirmó aquella enseñanza
dogmática: «Se dice que somos justificados gratuitamente, porque nada de lo que
precede a la justificación, sea la fe, sean las obras, merece la gracia misma
de la justificación; “porque si es gracia, ya no es por las obras; de otro modo
la gracia ya no sería gracia” (Rm11,6)»[56].
54. El Catecismo de la Iglesia
Católica también nos recuerda que el don de la gracia «sobrepasa las capacidades
de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana»[57],
y que «frente a Dios no hay, en el sentido de un derecho estricto, mérito
alguno de parte del hombre. Entre él y nosotros la desigualdad no tiene medida»[58].
Su amistad nos supera infinitamente, no puede ser comprada por nosotros con
nuestras obras y solo puede ser un regalo de su iniciativa de amor. Esto nos
invita a vivir con una gozosa gratitud por ese regalo que nunca mereceremos,
puesto que «después que uno ya posee la gracia, no puede la gracia ya recibida
caer bajo mérito»[59].
Los santos evitan depositar la confianza en sus acciones: «En el atardecer de
esta vida me presentaré ante ti con las manos vacías, Señor, porque no te pido
que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus
ojos»[60].
55. Esta es una de las
grandes convicciones definitivamente adquiridas por la Iglesia, y está tan
claramente expresada en la Palabra de Dios que queda fuera de toda discusión.
Así como el supremo mandamiento del amor, esta verdad debería marcar nuestro
estilo de vida, porque bebe del corazón del Evangelio y nos convoca no solo a
aceptarla con la mente, sino a convertirla en un gozo contagioso. Pero no
podremos celebrar con gratitud el regalo gratuito de la amistad con el Señor si
no reconocemos que aun nuestra existencia terrena y nuestras capacidades naturales
son un regalo. Necesitamos «consentir jubilosamente que nuestra realidad sea
dádiva, y aceptar aun nuestra libertad como gracia. Esto es lo difícil hoy en
un mundo que cree tener algo por sí mismo, fruto de su propia originalidad o de
su libertad»[61].
56. Solamente a partir del
don de Dios, libremente acogido y humildemente recibido, podemos cooperar con
nuestros esfuerzos para dejarnos transformar más y más[62].
Lo primero es pertenecer a Dios. Se trata de ofrecernos a él que nos primerea,
de entregarle nuestras capacidades, nuestro empeño, nuestra lucha contra el mal
y nuestra creatividad, para que su don gratuito crezca y se desarrolle en
nosotros: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que
presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios» (Rm 12,1).
Por otra parte, la Iglesia siempre enseñó que solo la caridad hace posible el
crecimiento en la vida de la gracia, porque si no tengo caridad, no soy nada
(cf. 1 Co 13,2).
57. Todavía hay cristianos
que se empeñan en seguir otro camino: el de la justificación por las propias
fuerzas, el de la adoración de la voluntad humana y de la propia capacidad, que
se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista privada del verdadero
amor. Se manifiesta en muchas actitudes aparentemente distintas: la obsesión
por la ley, la fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, la
ostentación en el cuidado de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la
Iglesia, la vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, el embeleso
por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial. En esto
algunos cristianos gastan sus energías y su tiempo, en lugar de dejarse llevar
por el Espíritu en el camino del amor, de apasionarse por comunicar la
hermosura y la alegría del Evangelio y de buscar a los perdidos en esas
inmensas multitudes sedientas de Cristo[63].
58. Muchas veces, en
contra del impulso del Espíritu, la vida de la Iglesia se convierte en una
pieza de museo o en una posesión de pocos. Esto ocurre cuando algunos grupos
cristianos dan excesiva importancia al cumplimiento de determinadas normas
propias, costumbres o estilos. De esa manera, se suele reducir y encorsetar el
Evangelio, quitándole su sencillez cautivante y su sal. Es quizás una forma
sutil de pelagianismo, porque parece someter la vida de la gracia a unas
estructuras humanas. Esto afecta a grupos, movimientos y comunidades, y es lo
que explica por qué tantas veces comienzan con una intensa vida en el Espíritu,
pero luego terminan fosilizados... o corruptos.
59. Sin darnos cuenta, por
pensar que todo depende del esfuerzo humano encauzado por normas y estructuras
eclesiales, complicamos el Evangelio y nos volvemos esclavos de un esquema que
deja pocos resquicios para que la gracia actúe. Santo Tomás de Aquino nos
recordaba que los preceptos añadidos al Evangelio por la Iglesia deben exigirse
con moderación «para no hacer pesada la vida a los fieles», porque así «se
convertiría nuestra religión en una esclavitud»[64].
60. En orden a evitarlo,
es sano recordar frecuentemente que existe una jerarquía de virtudes, que nos
invita a buscar lo esencial. El primado lo tienen las virtudes teologales, que
tienen a Dios como objeto y motivo. Y en el centro está la caridad. San Pablo
dice que lo que cuenta de verdad es «la fe que actúa por el amor» (Ga 5,6).
Estamos llamados a cuidar atentamente la caridad: «El que ama ha cumplido el
resto de la ley […] por eso la plenitud de la ley es el amor» (Rm 13,8.10).
«Porque toda la ley se cumple en una sola frase, que es: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo» (Ga 5,14).
61. Dicho con otras
palabras: en medio de la tupida selva de preceptos y prescripciones, Jesús abre
una brecha que permite distinguir dos rostros, el del Padre y el del hermano.
No nos entrega dos fórmulas o dos preceptos más. Nos entrega dos rostros, o
mejor, uno solo, el de Dios que se refleja en muchos. Porque en cada hermano,
especialmente en el más pequeño, frágil, indefenso y necesitado, está presente
la imagen misma de Dios. En efecto, el Señor, al final de los tiempos, plasmará
su obra de arte con el desecho de esta humanidad vulnerable. Pues, «¿qué es lo
que queda?, ¿qué es lo que tiene valor en la vida?, ¿qué riquezas son las que
no desaparecen? Sin duda, dos: El Señor y el prójimo. Estas dos riquezas no
desaparecen»[65].
62. ¡Que el Señor libere a
la Iglesia de las nuevas formas de gnosticismo y de pelagianismo que la
complican y la detienen en su camino hacia la santidad! Estas desviaciones se
expresan de diversas formas, según el propio temperamento y las propias
características. Por eso exhorto a cada uno a preguntarse y a discernir frente
a Dios de qué manera pueden estar manifestándose en su vida.
A LA LUZ DEL MAESTRO
63. Puede haber muchas
teorías sobre lo que es la santidad, abundantes explicaciones y distinciones.
Esa reflexión podría ser útil, pero nada es más iluminador que volver a las palabras
de Jesús y recoger su modo de transmitir la verdad. Jesús explicó con toda
sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas
(cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). Son como el
carnet de identidad del cristiano. Así, si alguno de nosotros se plantea la
pregunta: «¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?», la respuesta es
sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el
sermón de las bienaventuranzas[66].
En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar
en lo cotidiano de nuestras vidas.
64. La palabra «feliz» o
«bienaventurado», pasa a ser sinónimo de «santo», porque expresa que la persona
que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la verdadera
dicha.
65. Aunque las palabras de Jesús puedan
parecernos poéticas, sin embargo van muy a contracorriente con respecto a lo
que es costumbre, a lo que se hace en la sociedad; y, si bien este mensaje de
Jesús nos atrae, en realidad el mundo nos lleva hacia otro estilo de vida. Las
bienaventuranzas de ninguna manera son algo liviano o superficial; al
contrario, ya que solo podemos vivirlas si el Espíritu Santo nos invade con
toda su potencia y nos libera de la debilidad del egoísmo, de la comodidad, del
orgullo.
66. Volvamos a escuchar a
Jesús, con todo el amor y el respeto que merece el Maestro. Permitámosle que
nos golpee con sus palabras, que nos desafíe, que nos interpele a un cambio
real de vida. De otro modo, la santidad será solo palabras. Recordamos ahora
las distintas bienaventuranzas en la versión del evangelio de Mateo (cf. Mt 5,3-12)[67].
67. El Evangelio nos
invita a reconocer la verdad de nuestro corazón, para ver dónde colocamos la
seguridad de nuestra vida. Normalmente el rico se siente seguro con sus
riquezas, y cree que cuando están en riesgo, todo el sentido de su vida en la
tierra se desmorona. Jesús mismo nos lo dijo en la parábola del rico insensato,
de ese hombre seguro que, como necio, no pensaba que podría morir ese mismo día
(cf. Lc 12,16-21).
68. Las riquezas no te
aseguran nada. Es más: cuando el corazón se siente rico, está tan satisfecho de
sí mismo que no tiene espacio para la Palabra de Dios, para amar a los hermanos
ni para gozar de las cosas más grandes de la vida. Así se priva de los mayores
bienes. Por eso Jesús llama felices a los pobres de espíritu, que tienen el
corazón pobre, donde puede entrar el Señor con su constante novedad.
69. Esta pobreza de
espíritu está muy relacionada con aquella «santa indiferencia» que proponía san
Ignacio de Loyola, en la cual alcanzamos una hermosa libertad interior: «Es
menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es
concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en
tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza
que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en
todo lo demás»[68].
70. Lucas no habla de una
pobreza «de espíritu» sino de ser «pobres» a secas (cf. Lc 6,20),
y así nos invita también a una existencia austera y despojada. De ese modo, nos
convoca a compartir la vida de los más necesitados, la vida que llevaron los
Apóstoles, y en definitiva a configurarnos con Jesús, que «siendo rico se hizo
pobre» (2 Co 8,9).
Ser pobre en el corazón, esto es santidad.
71. Es una expresión
fuerte, en este mundo que desde el inicio es un lugar de enemistad, donde se
riñe por doquier, donde por todos lados hay odio, donde constantemente
clasificamos a los demás por sus ideas, por sus costumbres, y hasta por su
forma de hablar o de vestir. En definitiva, es el reino del orgullo y de la
vanidad, donde cada uno se cree con el derecho de alzarse por encima de los
otros. Sin embargo, aunque parezca imposible, Jesús propone otro estilo: la
mansedumbre. Es lo que él practicaba con sus propios discípulos y lo que
contemplamos en su entrada a Jerusalén: «Mira a tu rey, que viene a ti,
humilde, montado en una borrica» (Mt 21,5; cf. Za 9,9).
72. Él dijo: «Aprended de
mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras
almas» (Mt 11,29). Si vivimos tensos, engreídos ante los demás,
terminamos cansados y agotados. Pero cuando miramos sus límites y defectos con
ternura y mansedumbre, sin sentirnos más que ellos, podemos darles una mano y
evitamos desgastar energías en lamentos inútiles. Para santa Teresa de Lisieux
«la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no
escandalizarse de sus debilidades»[69].
73. Pablo menciona la
mansedumbre como un fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,23).
Propone que, si alguna vez nos preocupan las malas acciones del hermano, nos
acerquemos a corregirle, pero «con espíritu de mansedumbre» (Ga 6,1),
y recuerda: «Piensa que también tú puedes ser tentado» (ibíd.). Aun
cuando uno defienda su fe y sus convicciones debe hacerlo con mansedumbre
(cf. 1 P 3,16), y hasta los adversarios deben ser
tratados con mansedumbre (cf. 2 Tm 2,25).
En la Iglesia muchas veces nos hemos equivocado por no haber acogido este
pedido de la Palabra divina.
74. La mansedumbre es otra
expresión de la pobreza interior, de quien deposita su confianza solo en Dios.
De hecho, en la Biblia suele usarse la misma palabra anawin para
referirse a los pobres y a los mansos. Alguien podría objetar: «Si yo soy tan
manso, pensarán que soy un necio, que soy tonto o débil». Tal vez sea así, pero
dejemos que los demás piensen esto. Es mejor ser siempre mansos, y se cumplirán
nuestros mayores anhelos: los mansos «poseerán la tierra», es decir, verán
cumplidas en sus vidas las promesas de Dios. Porque los mansos, más allá de lo
que digan las circunstancias, esperan en el Señor, y los que esperan en el
Señor poseerán la tierra y gozarán de inmensa paz (cf. Sal 37,9.11).
Al mismo tiempo, el Señor confía en ellos: «En ese pondré mis ojos, en el
humilde y el abatido, que se estremece ante mis palabras» (Is 66,2).
Reaccionar con humilde mansedumbre, esto
es santidad.
75. El mundo nos propone
lo contrario: el entretenimiento, el disfrute, la distracción, la diversión, y
nos dice que eso es lo que hace buena la vida. El mundano ignora, mira hacia
otra parte cuando hay problemas de enfermedad o de dolor en la familia o a su
alrededor. El mundo no quiere llorar: prefiere ignorar las situaciones
dolorosas, cubrirlas, esconderlas. Se gastan muchas energías por escapar de las
circunstancias donde se hace presente el sufrimiento, creyendo que es posible
disimular la realidad, donde nunca, nunca, puede faltar la cruz.
76. La persona que ve las
cosas como son realmente, se deja traspasar por el dolor y llora en su corazón,
es capaz de tocar las profundidades de la vida y de ser auténticamente feliz[70].
Esa persona es consolada, pero con el consuelo de Jesús y no con el del mundo.
Así puede atreverse a compartir el sufrimiento ajeno y deja de huir de las
situaciones dolorosas. De ese modo encuentra que la vida tiene sentido
socorriendo al otro en su dolor, comprendiendo la angustia ajena, aliviando a
los demás. Esa persona siente que el otro es carne de su carne, no teme
acercarse hasta tocar su herida, se compadece hasta experimentar que las
distancias se borran. Así es posible acoger aquella exhortación de san Pablo:
«Llorad con los que lloran» (Rm 12,15).
Saber llorar con los demás, esto es
santidad.
77. «Hambre y sed» son
experiencias muy intensas, porque responden a necesidades primarias y tienen
que ver con el instinto de sobrevivir. Hay quienes con esa intensidad desean la
justicia y la buscan con un anhelo tan fuerte. Jesús dice que serán saciados,
ya que tarde o temprano la justicia llega, y nosotros podemos colaborar para
que sea posible, aunque no siempre veamos los resultados de este empeño.
78. Pero la justicia que
propone Jesús no es como la que busca el mundo, tantas veces manchada por
intereses mezquinos, manipulada para un lado o para otro. La realidad nos
muestra qué fácil es entrar en las pandillas de la corrupción, formar parte de
esa política cotidiana del «doy para que me den», donde todo es negocio. Y
cuánta gente sufre por las injusticias, cuántos se quedan observando impotentes
cómo los demás se turnan para repartirse la torta de la vida. Algunos desisten
de luchar por la verdadera justicia, y optan por subirse al carro del vencedor.
Eso no tiene nada que ver con el hambre y la sed de justicia que Jesús elogia.
79. Tal justicia empieza
por hacerse realidad en la vida de cada uno siendo justo en las propias
decisiones, y luego se expresa buscando la justicia para los pobres y débiles.
Es cierto que la palabra «justicia» puede ser sinónimo de fidelidad a la
voluntad de Dios con toda nuestra vida, pero si le damos un sentido muy general
olvidamos que se manifiesta especialmente en la justicia con los desamparados:
«Buscad la justicia, socorred al oprimido, proteged el derecho del huérfano,
defended a la viuda» (Is 1,17).
Buscar la justicia con hambre y sed, esto
es santidad.
80. La misericordia tiene
dos aspectos: es dar, ayudar, servir a los otros, y también perdonar,
comprender. Mateo lo resume en una regla de oro: «Todo lo que queráis que haga
la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella» (7,12). El Catecismo nos
recuerda que esta ley se debe aplicar «en todos los casos»[71],
de manera especial cuando alguien «se ve a veces enfrentado con situaciones que
hacen el juicio moral menos seguro, y la decisión difícil»[72].
81. Dar y perdonar es
intentar reproducir en nuestras vidas un pequeño reflejo de la perfección de
Dios, que da y perdona sobreabundantemente. Por tal razón, en el evangelio de
Lucas ya no escuchamos el «sed perfectos» (Mt 5,48) sino «sed
misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis
juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados;
dad, y se os dará» (6,36-38). Y luego Lucas agrega algo que no deberíamos
ignorar: «Con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros» (6,38). La
medida que usemos para comprender y perdonar se aplicará a nosotros para
perdonarnos. La medida que apliquemos para dar, se nos aplicará en el cielo
para recompensarnos. No nos conviene olvidarlo.
82. Jesús no dice: «Felices
los que planean venganza», sino que llama felices a aquellos que perdonan y lo
hacen «setenta veces siete» (Mt 18,22). Es necesario pensar que
todos nosotros somos un ejército de perdonados. Todos nosotros hemos sido
mirados con compasión divina. Si nos acercamos sinceramente al Señor y afinamos
el oído, posiblemente escucharemos algunas veces este reproche: «¿No debías tú
también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?» (Mt18,33).
Mirar y actuar con misericordia, esto es
santidad.
83. Esta bienaventuranza
se refiere a quienes tienen un corazón sencillo, puro, sin suciedad, porque un
corazón que sabe amar no deja entrar en su vida algo que atente contra ese
amor, algo que lo debilite o lo ponga en riesgo. En la Biblia, el corazón son
nuestras intenciones verdaderas, lo que realmente buscamos y deseamos, más allá
de lo que aparentamos: «El hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el
corazón» (1 S 16,7). Él busca hablarnos en el corazón
(cf. Os 2,16) y allí desea escribir su Ley (cf. Jr 31,33).
En definitiva, quiere darnos un corazón nuevo (cf. Ez 36,26).
84. Lo que más hay que
cuidar es el corazón (cf. Pr 4,23). Nada manchado por la
falsedad tiene un valor real para el Señor. Él «huye de la falsedad, se aleja
de los pensamientos vacíos» (Sb 1,5). El Padre, que «ve en lo
secreto» (Mt 6,6), reconoce lo que no es limpio, es decir, lo que
no es sincero, sino solo cáscara y apariencia, así como el Hijo sabe también
«lo que hay dentro de cada hombre» (Jn 2,25).
85. Es cierto que no hay
amor sin obras de amor, pero esta bienaventuranza nos recuerda que el Señor
espera una entrega al hermano que brote del corazón, ya que «si repartiera
todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas,
pero no tengo amor, de nada me serviría» (1 Co 13,3).
En el evangelio de Mateo vemos también que lo que viene de dentro del corazón
es lo que contamina al hombre (cf. 15,18), porque de allí proceden
los asesinatos, el robo, los falsos testimonios, y demás cosas (cf. 15,19). En
las intenciones del corazón se originan los deseos y las decisiones más
profundas que realmente nos mueven.
86. Cuando el corazón ama
a Dios y al prójimo (cf. Mt 22,36-40), cuando esa es su
intención verdadera y no palabras vacías, entonces ese corazón es puro y puede
ver a Dios. San Pablo, en medio de su himno a la caridad, recuerda que «ahora
vemos como en un espejo, confusamente» (1 Co 13,12),
pero en la medida que reine de verdad el amor, nos volveremos capaces de ver
«cara a cara» (ibíd.). Jesús promete que los de corazón puro «verán a
Dios».
Mantener el corazón limpio de todo lo que
mancha el amor, esto es santidad.
87. Esta bienaventuranza
nos hace pensar en las numerosas situaciones de guerra que se repiten. Para
nosotros es muy común ser agentes de enfrentamientos o al menos de
malentendidos. Por ejemplo, cuando escucho algo de alguien y voy a otro y se lo
digo; e incluso hago una segunda versión un poco más amplia y la difundo. Y si
logro hacer más daño, parece que me provoca mayor satisfacción. El mundo de las
habladurías, hecho por gente que se dedica a criticar y a destruir, no
construye la paz. Esa gente más bien es enemiga de la paz y de ningún modo
bienaventurada[73].
88. Los pacíficos son fuente
de paz, construyen paz y amistad social. A esos que se ocupan de sembrar paz en
todas partes, Jesús les hace una promesa hermosa: «Ellos serán llamados hijos
de Dios» (Mt 5,9). Él pedía a los discípulos que cuando llegaran a
un hogar dijeran: «Paz a esta casa» (Lc 10,5). La Palabra de Dios
exhorta a cada creyente para que busque la paz junto con todos (cf. 2 Tm 2,22),
porque «el fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por
la paz» (St 3,18). Y si en alguna ocasión en nuestra comunidad
tenemos dudas acerca de lo que hay que hacer, «procuremos lo que favorece la
paz» (Rm 14,19) porque la unidad es superior al conflicto[74].
89. No es fácil construir
esta paz evangélica que no excluye a nadie sino que integra también a los que
son algo extraños, a las personas difíciles y complicadas, a los que reclaman
atención, a los que son diferentes, a quienes están muy golpeados por la vida,
a los que tienen otros intereses. Es duro y requiere una gran amplitud de mente
y de corazón, ya que no se trata de «un consenso de escritorio o una efímera
paz para una minoría feliz»[75],
ni de un proyecto «de unos pocos para unos pocos»[76].
Tampoco pretende ignorar o disimular los conflictos, sino «aceptar sufrir el
conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso»[77].
Se trata de ser artesanos de la paz, porque construir la paz es un arte que
requiere serenidad, creatividad, sensibilidad y destreza.
Sembrar paz a nuestro alrededor, esto es
santidad.
90. Jesús mismo remarca que
este camino va a contracorriente hasta el punto de convertirnos en seres que
cuestionan a la sociedad con su vida, personas que molestan. Jesús recuerda
cuánta gente es perseguida y ha sido perseguida sencillamente por haber luchado
por la justicia, por haber vivido sus compromisos con Dios y con los demás. Si
no queremos sumergirnos en una oscura mediocridad no pretendamos una vida
cómoda, porque «quien quiera salvar su vida la perderá» (Mt 16,25).
91. No se puede esperar,
para vivir el Evangelio, que todo a nuestro alrededor sea favorable, porque
muchas veces las ambiciones del poder y los intereses mundanos juegan en contra
nuestra. San Juan Pablo II decía que «está
alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción
y consumo, hace más difícil la realización de esta donación [de sí] y la
formación de esa solidaridad interhumana»[78].
En una sociedad así, alienada, atrapada en una trama política, mediática,
económica, cultural e incluso religiosa que impide un auténtico desarrollo
humano y social, se vuelve difícil vivir las bienaventuranzas, llegando incluso
a ser algo mal visto, sospechado, ridiculizado.
92. La cruz, sobre todo
los cansancios y los dolores que soportamos por vivir el mandamiento del amor y
el camino de la justicia, es fuente de maduración y de santificación.
Recordemos que cuando el Nuevo Testamento habla de los sufrimientos que hay que
soportar por el Evangelio, se refiere precisamente a las persecuciones
(cf. Hch 5,41; Flp 1,29; Col 1,24; 2 Tm1,12; 1 P 2,20;
4,14-16; Ap 2,10).
93. Pero hablamos de las
persecuciones inevitables, no de las que podamos ocasionarnos nosotros mismos
con un modo equivocado de tratar a los demás. Un santo no es alguien raro,
lejano, que se vuelve insoportable por su vanidad, su negatividad y sus resentimientos.
No eran así los Apóstoles de Cristo. El libro de los Hechos cuenta
insistentemente que ellos gozaban de la simpatía «de todo el pueblo» (2,47; cf.
4,21.33; 5,13) mientras algunas autoridades los acosaban y perseguían (cf.
4,1-3; 5,17-18).
94. Las persecuciones no
son una realidad del pasado, porque hoy también las sufrimos, sea de manera
cruenta, como tantos mártires contemporáneos, o de un modo más sutil, a través
de calumnias y falsedades. Jesús dice que habrá felicidad cuando «os calumnien
de cualquier modo por mi causa» (Mt 5,11). Otras veces se trata de
burlas que intentan desfigurar nuestra fe y hacernos pasar como seres
ridículos.
Aceptar cada día el camino del Evangelio
aunque nos traiga problemas, esto es santidad.
95. En el capítulo 25 del
evangelio de Mateo (vv. 31-46), Jesús vuelve a detenerse en una de estas
bienaventuranzas, la que declara felices a los misericordiosos. Si buscamos esa
santidad que agrada a los ojos de Dios, en este texto hallamos precisamente un
protocolo sobre el cual seremos juzgados: «Porque tuve hambre y me disteis de
comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve
desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a
verme» (25,35-36).
96. Por lo tanto, ser
santos no significa blanquear los ojos en un supuesto éxtasis. Decía san Juan Pablo II que «si
verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo
descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido
identificarse»[79].
El texto de Mateo 25,35-36 «no es una simple invitación a la
caridad: es una página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo»[80].
En este llamado a reconocerlo en los pobres y sufrientes se revela el mismo
corazón de Cristo, sus sentimientos y opciones más profundas, con las cuales
todo santo intenta configurarse.
97. Ante la contundencia
de estos pedidos de Jesús es mi deber rogar a los cristianos que los acepten y
reciban con sincera apertura, «sine glossa», es decir, sin comentario,
sin elucubraciones y excusas que les quiten fuerza. El Señor nos dejó bien
claro que la santidad no puede entenderse ni vivirse al margen de estas
exigencias suyas, porque la misericordia es «el corazón palpitante del
Evangelio»[81].
98. Cuando encuentro a una
persona durmiendo a la intemperie, en una noche fría, puedo sentir que ese
bulto es un imprevisto que me interrumpe, un delincuente ocioso, un estorbo en
mi camino, un aguijón molesto para mi conciencia, un problema que deben
resolver los políticos, y quizá hasta una basura que ensucia el espacio
público. O puedo reaccionar desde la fe y la caridad, y reconocer en él a un
ser humano con mi misma dignidad, a una creatura infinitamente amada por el
Padre, a una imagen de Dios, a un hermano redimido por Jesucristo. ¡Eso es ser
cristianos! ¿O acaso puede entenderse la santidad al margen de este
reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano?[82]
99. Esto implica para los
cristianos una sana y permanente insatisfacción. Aunque aliviar a una sola
persona ya justificaría todos nuestros esfuerzos, eso no nos basta. Los Obispos
de Canadá lo expresaron claramente mostrando que, en las enseñanzas bíblicas
sobre el Jubileo, por ejemplo, no se trata solo de realizar algunas buenas obras
sino de buscar un cambio social: «Para que las generaciones posteriores también
fueran liberadas, claramente el objetivo debía ser la restauración de sistemas
sociales y económicos justos para que ya no pudiera haber exclusión»[83].
100. Lamento que a veces
las ideologías nos lleven a dos errores nocivos. Por una parte, el de los
cristianos que separan estas exigencias del Evangelio de su relación personal
con el Señor, de la unión interior con él, de la gracia. Así se convierte al
cristianismo en una especie de ONG, quitándole esa mística luminosa que tan
bien vivieron y manifestaron san Francisco de Asís, san Vicente de Paúl, santa
Teresa de Calcuta y otros muchos. A estos grandes santos ni la oración, ni el
amor de Dios, ni la lectura del Evangelio les disminuyeron la pasión o la eficacia
de su entrega al prójimo, sino todo lo contrario.
101. También es nocivo e
ideológico el error de quienes viven sospechando del compromiso social de los
demás, considerándolo algo superficial, mundano, secularista, inmanentista,
comunista, populista. O lo relativizan como si hubiera otras cosas más
importantes o como si solo interesara una determinada ética o una razón que
ellos defienden. La defensa del inocente que no ha nacido, por ejemplo, debe
ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida
humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona más allá de su
desarrollo. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido,
que se debaten en la miseria, el abandono, la postergación, la trata de personas,
la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos privados de atención, las
nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de descarte[84].
No podemos plantearnos un ideal de santidad que ignore la injusticia de este
mundo, donde unos festejan, gastan alegremente y reducen su vida a las
novedades del consumo, al mismo tiempo que otros solo miran desde afuera
mientras su vida pasa y se acaba miserablemente.
102. Suele escucharse que,
frente al relativismo y a los límites del mundo actual, sería un asunto menor
la situación de los migrantes, por ejemplo. Algunos católicos afirman que es un
tema secundario al lado de los temas «serios» de la bioética. Que diga algo así
un político preocupado por sus éxitos se puede comprender; pero no un
cristiano, a quien solo le cabe la actitud de ponerse en los zapatos de ese
hermano que arriesga su vida para dar un futuro a sus hijos. ¿Podemos reconocer
que es precisamente eso lo que nos reclama Jesucristo cuando nos dice que a él
mismo lo recibimos en cada forastero (cf. Mt 25,35)? San
Benito lo había asumido sin vueltas y, aunque eso pudiera «complicar» la vida
de los monjes, estableció que a todos los huéspedes que se presentaran en el
monasterio se los acogiera «como a Cristo»[85],
expresándolo aun con gestos de adoración[86],
y que a los pobres y peregrinos se los tratara «con el máximo cuidado y
solicitud»[87].
103. Algo semejante plantea
el Antiguo Testamento cuando dice: «No maltratarás ni oprimirás al emigrante,
pues emigrantes fuisteis vosotros en la tierra de Egipto» (Ex 22,20).
«Si un emigrante reside con vosotros en vuestro país, no lo oprimiréis. El
emigrante que reside entre vosotros será para vosotros como el indígena: lo
amarás como a ti mismo, porque emigrantes fuisteis en Egipto» (Lv 19,33-34).
Por lo tanto, no se trata de un invento de un Papa o de un delirio pasajero.
Nosotros también, en el contexto actual, estamos llamados a vivir el camino de
iluminación espiritual que nos presentaba el profeta Isaías cuando se
preguntaba qué es lo que agrada a Dios: «Partir tu pan con el hambriento,
hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte
de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora» (58,7-8).
104. Podríamos pensar que
damos gloria a Dios solo con el culto y la oración, o únicamente cumpliendo
algunas normas éticas ―es verdad que el primado es la relación con Dios―, y
olvidamos que el criterio para evaluar nuestra vida es ante todo lo que hicimos
con los demás. La oración es preciosa si alimenta una entrega cotidiana de
amor. Nuestro culto agrada a Dios cuando allí llevamos los intentos de vivir
con generosidad y cuando dejamos que el don de Dios que recibimos en él se
manifieste en la entrega a los hermanos.
105. Por la misma razón, el
mejor modo de discernir si nuestro camino de oración es auténtico será mirar en
qué medida nuestra vida se va transformando a la luz de la misericordia. Porque
«la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en
el criterio para saber quiénes son realmente sus verdaderos hijos»[88].
Ella «es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia»[89]. Quiero
remarcar una vez más que, si bien la misericordia no excluye la justicia y la
verdad, «ante todo tenemos que decir que la misericordia es la plenitud de la
justicia y la manifestación más luminosa de la verdad de Dios»[90].
Ella «es la llave del cielo»[91].
106. No puedo dejar de
recordar aquella pregunta que se hacía santo Tomás de Aquino cuando se
planteaba cuáles son nuestras acciones más grandes, cuáles son las obras
externas que mejor manifiestan nuestro amor a Dios. Él respondió sin dudar que
son las obras de misericordia con el prójimo[92],
más que los actos de culto: «No adoramos a Dios con sacrificios y dones
exteriores por él mismo, sino por nosotros y por el prójimo. Él no necesita
nuestros sacrificios, pero quiere que se los ofrezcamos por nuestra devoción y
para la utilidad del prójimo. Por eso, la misericordia, que socorre los
defectos ajenos, es el sacrificio que más le agrada, ya que causa más de cerca
la utilidad del prójimo»[93]
107. Quien de verdad quiera
dar gloria a Dios con su vida, quien realmente anhele santificarse para que su
existencia glorifique al Santo, está llamado a obsesionarse, desgastarse y
cansarse intentando vivir las obras de misericordia. Es lo que había
comprendido muy bien santa Teresa de Calcuta: «Sí, tengo muchas debilidades
humanas, muchas miserias humanas. […] Pero él baja y nos usa, a usted y a mí,
para ser su amor y su compasión en el mundo, a pesar de nuestros pecados, a
pesar de nuestras miserias y defectos. Él depende de nosotros para amar al
mundo y demostrarle lo mucho que lo ama. Si nos ocupamos demasiado de nosotros
mismos, no nos quedará tiempo para los demás»[94].
108. El consumismo
hedonista puede jugarnos una mala pasada, porque en la obsesión por pasarla
bien terminamos excesivamente concentrados en nosotros mismos, en nuestros
derechos y en esa desesperación por tener tiempo libre para disfrutar. Será
difícil que nos ocupemos y dediquemos energías a dar una mano a los que están
mal si no cultivamos una cierta austeridad, si no luchamos contra esa fiebre
que nos impone la sociedad de consumo para vendernos cosas, y que termina
convirtiéndonos en pobres insatisfechos que quieren tenerlo todo y probarlo
todo. También el consumo de información superficial y las formas de
comunicación rápida y virtual pueden ser un factor de atontamiento que se lleva
todo nuestro tiempo y nos aleja de la carne sufriente de los hermanos. En medio
de esta vorágine actual, el Evangelio vuelve a resonar para ofrecernos una vida
diferente, más sana y más feliz.
***
109. La fuerza del
testimonio de los santos está en vivir las bienaventuranzas y el protocolo del
juicio final. Son pocas palabras, sencillas, pero prácticas y válidas para
todos, porque el cristianismo es principalmente para ser practicado, y si es
también objeto de reflexión, eso solo es válido cuando nos ayuda a vivir el Evangelio
en la vida cotidiana. Recomiendo vivamente releer con frecuencia estos grandes
textos bíblicos, recordarlos, orar con ellos, intentar hacerlos carne. Nos
harán bien, nos harán genuinamente felices.
ALGUNAS NOTAS DE LA SANTIDAD EN EL MUNDO ACTUAL
110. Dentro del gran marco
de la santidad que nos proponen las bienaventuranzas y Mateo 25,31-46,
quisiera recoger algunas notas o expresiones espirituales que, a mi juicio, no
deben faltar para entender el estilo de vida al que el Señor nos llama. No me
detendré a explicar los medios de santificación que ya conocemos: los distintos
métodos de oración, los preciosos sacramentos de la Eucaristía y la
Reconciliación, la ofrenda de sacrificios, las diversas formas de devoción, la
dirección espiritual, y tantos otros. Solo me referiré a algunos aspectos del
llamado a la santidad que espero resuenen de modo especial.
111. Estas notas que quiero
destacar no son todas las que pueden conformar un modelo de santidad, pero son
cinco grandes manifestaciones del amor a Dios y al prójimo que considero de
particular importancia, debido a algunos riesgos y límites de la cultura de
hoy. En ella se manifiestan: la ansiedad nerviosa y violenta que nos dispersa y
nos debilita; la negatividad y la tristeza; la acedia cómoda, consumista y
egoísta; el individualismo, y tantas formas de falsa espiritualidad sin
encuentro con Dios que reinan en el mercado religioso actual.
112. La primera de estas
grandes notas es estar centrado, firme en torno a Dios que ama y que sostiene.
Desde esa firmeza interior es posible aguantar, soportar las contrariedades,
los vaivenes de la vida, y también las agresiones de los demás, sus
infidelidades y defectos: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra
nosotros?» (Rm 8,31).Esto es fuente de la paz que se expresa en las
actitudes de un santo. A partir de tal solidez interior, el testimonio de
santidad, en nuestro mundo acelerado, voluble y agresivo, está hecho de
paciencia y constancia en el bien. Es la fidelidad del amor, porque quien se
apoya en Dios (pistis) también puede ser fiel frente a los hermanos (pistós),
no los abandona en los malos momentos, no se deja llevar por su ansiedad y se
mantiene al lado de los demás aun cuando eso no le brinde satisfacciones
inmediatas.
113. San Pablo invitaba a
los romanos a no devolver «a nadie mal por mal» (Rm 12,17), a no
querer hacerse justicia «por vuestra cuenta» (v.19), y a no dejarse vencer por
el mal, sino a vencer «al mal con el bien» (v.21). Esta actitud no es expresión
de debilidad sino de la verdadera fuerza, porque el mismo Dios «es lento para
la ira pero grande en poder» (Na 1,3). La Palabra de Dios nos
reclama: «Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y
toda maldad» (Ef 4,31).
114. Hace falta luchar y
estar atentos frente a nuestras propias inclinaciones agresivas y egocéntricas
para no permitir que se arraiguen: «Si os indignáis, no lleguéis a pecar; que
el sol no se ponga sobre vuestra ira» (Ef 4,26). Cuando hay
circunstancias que nos abruman, siempre podemos recurrir al ancla de la
súplica, que nos lleva a quedar de nuevo en las manos de Dios y junto a la
fuente de la paz: «Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y
en la súplica, con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a
Dios. Y la paz de Dios, que supera todo juicio, custodiará vuestros corazones»
(Flp 4,6-7).
115. También los cristianos
pueden formar parte de redes de violencia verbal a través de internet y de los
diversos foros o espacios de intercambio digital. Aun en medios católicos se
pueden perder los límites, se suelen naturalizar la difamación y la calumnia, y
parece quedar fuera toda ética y respeto por la fama ajena. Así se produce un
peligroso dualismo, porque en estas redes se dicen cosas que no serían
tolerables en la vida pública, y se busca compensar las propias
insatisfacciones descargando con furia los deseos de venganza. Es llamativo que
a veces, pretendiendo defender otros mandamientos, se pasa por alto
completamente el octavo: «No levantar falso testimonio ni mentir», y se
destroza la imagen ajena sin piedad. Allí se manifiesta con descontrol que la
lengua «es un mundo de maldad» y «encendida por el mismo infierno, hace arder
todo el ciclo de la vida» (St 3,6).
116. La firmeza interior
que es obra de la gracia, nos preserva de dejarnos arrastrar por la violencia
que invade la vida social, porque la gracia aplaca la vanidad y hace posible la
mansedumbre del corazón. El santo no gasta sus energías lamentando los errores ajenos,
es capaz de hacer silencio ante los defectos de sus hermanos y evita la
violencia verbal que arrasa y maltrata, porque no se cree digno de ser duro con
los demás, sino que los considera como superiores a uno mismo (cf. Flp 2,3)
.
117. No nos hace bien mirar
desde arriba, colocarnos en el lugar de jueces sin piedad, considerar a los
otros como indignos y pretender dar lecciones permanentemente. Esa es una sutil
forma de violencia[95].
San Juan de la Cruz proponía otra cosa: «Sea siempre más amigo de ser enseñado
por todos que de querer enseñar aun al que es menos que todos»[96].
Y agregaba un consejo para tener lejos al demonio: «Gozándote del bien de los
otros como de ti mismo, y queriendo que los pongan a ellos delante de ti en
todas las cosas, y esto con verdadero corazón. De esta manera vencerás el mal
con el bien y echarás lejos al demonio y traerás alegría de corazón. Procura
ejercitarlo más con los que menos te caen en gracia. Y sabe que si no ejercitas
esto, no llegarás a la verdadera caridad ni aprovecharás en ella»[97].
118. La humildad solamente
puede arraigarse en el corazón a través de las humillaciones. Sin ellas no hay
humildad ni santidad. Si tú no eres capaz de soportar y ofrecer algunas
humillaciones no eres humilde y no estás en el camino de la santidad. La
santidad que Dios regala a su Iglesia viene a través de la humillación de su
Hijo, ése es el camino. La humillación te lleva a asemejarte a Jesús, es parte
ineludible de la imitación de Jesucristo: «Cristo padeció por vosotros,
dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 P 2,21).
Él a su vez expresa la humildad del Padre, que se humilla para caminar con su
pueblo, que soporta sus infidelidades y murmuraciones (cf. Ex 34,6-9; Sb 11,23-12,2; Lc 6,36).
Por esta razón los Apóstoles, después de la humillación, «salieron del Sanedrín
dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).
119. No me refiero solo a
las situaciones crudas de martirio, sino a las humillaciones cotidianas de aquellos
que callan para salvar a su familia, o evitan hablar bien de sí mismos y
prefieren exaltar a otros en lugar de gloriarse, eligen las tareas menos
brillantes, e incluso a veces prefieren soportar algo injusto para ofrecerlo al
Señor: «En cambio, que aguantéis cuando sufrís por hacer el bien, eso es una
gracia de parte de Dios» (1 P 2,20). No es caminar con
la cabeza baja, hablar poco o escapar de la sociedad. A veces, precisamente
porque está liberado del egocentrismo, alguien puede atreverse a discutir
amablemente, a reclamar justicia o a defender a los débiles ante los poderosos,
aunque eso le traiga consecuencias negativas para su imagen.
120. No digo que la
humillación sea algo agradable, porque eso sería masoquismo, sino que se trata
de un camino para imitar a Jesús y crecer en la unión con él. Esto no se
entiende naturalmente y el mundo se burla de semejante propuesta. Es una gracia
que necesitamos suplicar: «Señor, cuando lleguen las humillaciones, ayúdame a
sentir que estoy detrás de ti, en tu camino».
121. Tal actitud supone un
corazón pacificado por Cristo, liberado de esa agresividad que brota de un yo
demasiado grande. La misma pacificación que obra la gracia nos permite mantener
una seguridad interior y aguantar, perseverar en el bien «aunque camine por
cañadas oscuras» (Sal 23,4) o «si un ejército acampa contra mí» (Sal 27,3).
Firmes en el Señor, la Roca, podemos cantar: «En paz me acuesto y enseguida me
duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo» (Sal 4,9).
En definitiva, Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14), vino a «guiar
nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,79). Él transmitió a
santa Faustina Kowalska que «la humanidad no encontrará paz hasta que no se
dirija con confianza a la misericordia divina»[98].
Entonces no caigamos en la tentación de buscar la seguridad interior en los
éxitos, en los placeres vacíos, en las posesiones, en el dominio sobre los
demás o en la imagen social: «Os doy mi paz; pero no como la da el mundo» (Jn 14,27).
122. Lo dicho hasta ahora
no implica un espíritu apocado, tristón, agriado, melancólico, o un bajo perfil
sin energía. El santo es capaz de vivir con alegría y sentido del humor. Sin
perder el realismo, ilumina a los demás con un espíritu positivo y esperanzado.
Ser cristianos es «gozo en el Espíritu Santo» (Rm 14,17), porque
«al amor de caridad le sigue necesariamente el gozo, pues todo amante se goza
en la unión con el amado […] De ahí que la consecuencia de la caridad sea el
gozo»[99].
Hemos recibido la hermosura de su Palabra y la abrazamos «en medio de una gran
tribulación, con la alegría del Espíritu Santo» (1Ts 1,6). Si
dejamos que el Señor nos saque de nuestro caparazón y nos cambie la vida,
entonces podremos hacer realidad lo que pedía san Pablo: «Alegraos siempre en
el Señor; os lo repito, alegraos» (Flp 4,4).
123. Los profetas
anunciaban el tiempo de Jesús, que nosotros estamos viviendo, como una
revelación de la alegría: «Gritad jubilosos» (Is 12,6). «Súbete a
un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén» (Is 40,9).
«Romped a cantar, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece
de los desamparados» (Is 49,13). «¡Salta de gozo, Sión; alégrate,
Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador» (Za 9,9). Y
no olvidemos la exhortación de Nehemías: «¡No os pongáis tristes; el gozo del
Señor es vuestra fuerza!» (8,10).
124. María, que supo
descubrir la novedad que Jesús traía, cantaba: «Se alegra mi espíritu en Dios,
mi salvador» (Lc 1,47) y el mismo Jesús «se llenó de alegría en el
Espíritu Santo» (Lc 10,21). Cuando él pasaba «toda
la gente se alegraba» (Lc 13,17). Después de su resurrección, donde
llegaban los discípulos había una gran alegría (cf. Hch 8,8).
A nosotros, Jesús nos da una seguridad: «Estaréis tristes, pero vuestra
tristeza se convertirá en alegría. […] Volveré a veros, y se alegrará vuestro
corazón, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16,20.22). «Os he
hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue
a plenitud» (Jn 15,11).
125. Hay momentos duros,
tiempos de cruz, pero nada puede destruir la alegría sobrenatural, que «se
adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que
nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo»[100]. Es
una seguridad interior, una serenidad esperanzada que brinda una satisfacción
espiritual incomprensible para los parámetros mundanos.
126. Ordinariamente la
alegría cristiana está acompañada del sentido del humor, tan destacado, por
ejemplo, en santo Tomás Moro, en san Vicente de Paúl o en san Felipe Neri. El
mal humor no es un signo de santidad: «Aparta de tu corazón la tristeza» (Qo 11,10).
Es tanto lo que recibimos del Señor, «para que lo disfrutemos» (1 Tm 6,17),
que a veces la tristeza tiene que ver con la ingratitud, con estar tan
encerrado en sí mismo que uno se vuelve incapaz de reconocer los regalos de
Dios[101].
127. Su amor paterno nos
invita: «Hijo, en cuanto te sea posible, cuida de ti mismo […]. No te
prives de pasar un día feliz» (Si14,11.14). Nos quiere positivos,
agradecidos y no demasiado complicados: «En tiempo de prosperidad disfruta […].
Dios hizo a los humanos equilibrados, pero ellos se buscaron preocupaciones sin
cuento» (Qo 7,14.29). En todo caso, hay que mantener un espíritu
flexible, y hacer como san Pablo: «Yo he aprendido a bastarme con lo que tengo» (Flp 4,11).
Es lo que vivía san Francisco de Asís, capaz de conmoverse de gratitud ante un
pedazo de pan duro, o de alabar feliz a Dios solo por la brisa que acariciaba
su rostro.
128. No estoy hablando de
la alegría consumista e individualista tan presente en algunas experiencias
culturales de hoy. Porque el consumismo solo empacha el corazón; puede brindar
placeres ocasionales y pasajeros, pero no gozo. Me refiero más bien a esa
alegría que se vive en comunión, que se comparte y se reparte, porque «hay más
dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35) y «Dios ama al que da con
alegría» (2 Co 9,7). El amor fraterno multiplica
nuestra capacidad de gozo, ya que nos vuelve capaces de gozar con el bien de
los otros: «Alegraos con los que están alegres» (Rm 12,15). «Nos
alegramos siendo débiles, con tal de que vosotros seáis fuertes» (2 Co 13,9).
En cambio, si «nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos condenamos
a vivir con poca alegría»[102].
129. Al mismo tiempo, la
santidad es parresía: es audacia, es empuje evangelizador que deja
una marca en este mundo. Para que sea posible, el mismo Jesús viene a nuestro
encuentro y nos repite con serenidad y firmeza: «No tengáis miedo» (Mc 6,50).
«Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20).
Estas palabras nos permiten caminar y servir con esa actitud llena de coraje
que suscitaba el Espíritu Santo en los Apóstoles y los llevaba a anunciar a
Jesucristo. Audacia, entusiasmo, hablar con libertad, fervor apostólico, todo
eso se incluye en el vocablo parresía, palabra con la que la Biblia
expresa también la libertad de una existencia que está abierta, porque se
encuentra disponible para Dios y para los demás (cf. Hch 4,29;
9,28; 28,31; 2Co 3,12; Ef 3,12; Hb 3,6;
10,19).
130. El beato Pablo VI mencionaba, entre los obstáculos de
la evangelización, precisamente la carencia de parresía: «La falta de fervor,
tanto más grave cuanto que viene de dentro»[103].
¡Cuántas veces nos sentimos tironeados a
quedarnos en la comodidad de la orilla! Pero el Señor nos llama para navegar
mar adentro y arrojar las redes en aguas más profundas (cf. Lc 5,4).
Nos invita a gastar nuestra vida en su servicio. Aferrados a él nos animamos a
poner todos nuestros carismas al servicio de los otros. Ojalá nos sintamos
apremiados por su amor (cf. 2 Co5,14) y podamos decir
con san Pablo: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16).
131. Miremos a Jesús: su
compasión entrañable no era algo que lo ensimismara, no era una compasión
paralizante, tímida o avergonzada como muchas veces nos sucede a nosotros, sino
todo lo contrario. Era una compasión que lo movía a salir de sí con fuerza para
anunciar, para enviar en misión, para enviar a sanar y a liberar. Reconozcamos
nuestra fragilidad pero dejemos que Jesús la tome con sus manos y nos lance a
la misión. Somos frágiles, pero portadores de un tesoro que nos hace grandes y
que puede hacer más buenos y felices a quienes lo reciban. La audacia y el
coraje apostólico son constitutivos de la misión.
132. La parresía es
sello del Espíritu, testimonio de la autenticidad del anuncio. Es feliz
seguridad que nos lleva a gloriarnos del Evangelio que anunciamos, es confianza
inquebrantable en la fidelidad del Testigo fiel, que nos da la seguridad de que
nada «podrá separarnos del amor de Dios» (Rm 8,39).
133. Necesitamos el empuje
del Espíritu para no ser paralizados por el miedo y el cálculo, para no
acostumbrarnos a caminar solo dentro de confines seguros. Recordemos que lo que
está cerrado termina oliendo a humedad y enfermándonos. Cuando los Apóstoles
sintieron la tentación de dejarse paralizar por los temores y peligros, se
pusieron a orar juntos pidiendo la parresía: «Ahora, Señor, fíjate
en sus amenazas y concede a tus siervos predicar tu palabra con toda valentía»
(Hch 4,29). Y la respuesta fue que «al terminar la oración, tembló
el lugar donde estaban reunidos; los llenó a todos el Espíritu Santo, y
predicaban con valentía la palabra de Dios» (Hch 4,31).
134. Como el profeta Jonás,
siempre llevamos latente la tentación de huir a un lugar seguro que puede tener
muchos nombres: individualismo, espiritualismo, encerramiento en pequeños
mundos, dependencia, instalación, repetición de esquemas ya prefijados,
dogmatismo, nostalgia, pesimismo, refugio en las normas. Tal vez nos resistimos
a salir de un territorio que nos era conocido y manejable. Sin embargo, las
dificultades pueden ser como la tormenta, la ballena, el gusano que secó el
ricino de Jonás, o el viento y el sol que le quemaron la cabeza; y lo mismo que
para él, pueden tener la función de hacernos volver a ese Dios que es ternura y
que quiere llevarnos a una itinerancia constante y renovadora.
135. Dios siempre es
novedad, que nos empuja a partir una y otra vez y a desplazarnos para ir más
allá de lo conocido, hacia las periferias y las fronteras. Nos lleva allí donde
está la humanidad más herida y donde los seres humanos, por debajo de la
apariencia de la superficialidad y el conformismo, siguen buscando la respuesta
a la pregunta por el sentido de la vida. ¡Dios no tiene miedo! ¡No tiene miedo!
Él va siempre más allá de nuestros esquemas y no le teme a las periferias. Él
mismo se hizo periferia (cf. Flp 2,6-8; Jn 1,14).
Por eso, si nos atrevemos a llegar a las periferias, allí lo encontraremos, él
ya estará allí. Jesús nos primerea en el corazón de aquel hermano, en su carne
herida, en su vida oprimida, en su alma oscurecida. Él ya está allí.
136. Es verdad que hay que
abrir la puerta del corazón a Jesucristo, porque él golpea y llama (cf. Ap 3,20).
Pero a veces me pregunto si, por el aire irrespirable de nuestra
autorreferencialidad, Jesús no estará ya dentro de nosotros golpeando para que
lo dejemos salir. En el Evangelio vemos cómo Jesús «iba caminando de ciudad en
ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del
reino de Dios» (Lc 8,1). También después de la resurrección, cuando
los discípulos salieron a predicar por todas partes, «el Señor cooperaba
confirmando la palabra con las señales que los acompañaban» (Mc 16,20).
Esa es la dinámica que brota del verdadero encuentro.
137. La costumbre nos
seduce y nos dice que no tiene sentido tratar de cambiar algo, que no podemos
hacer nada frente a esta situación, que siempre ha sido así y que, sin embargo,
sobrevivimos. A causa de ese acostumbrarnos ya no nos enfrentamos al mal y
permitimos que las cosas «sean lo que son», o lo que algunos han decidido que
sean. Pero dejemos que el Señor venga a despertarnos, a pegarnos un sacudón en
nuestra modorra, a liberarnos de la inercia. Desafiemos la costumbre, abramos
bien los ojos y los oídos, y sobre todo el corazón, para dejarnos descolocar
por lo que sucede a nuestro alrededor y por el grito de la Palabra viva y
eficaz del Resucitado.
138. Nos moviliza el
ejemplo de tantos sacerdotes, religiosas, religiosos y laicos que se dedican a
anunciar y a servir con gran fidelidad, muchas veces arriesgando sus vidas y
ciertamente a costa de su comodidad. Su testimonio nos recuerda que la Iglesia
no necesita tantos burócratas y funcionarios, sino misioneros apasionados,
devorados por el entusiasmo de comunicar la verdadera vida. Los santos
sorprenden, desinstalan, porque sus vidas nos invitan a salir de la mediocridad
tranquila y anestesiante.
139. Pidamos al Señor la
gracia de no vacilar cuando el Espíritu nos reclame que demos un paso adelante,
pidamos el valor apostólico de comunicar el Evangelio a los demás y de
renunciar a hacer de nuestra vida cristiana un museo de recuerdos. En todo
caso, dejemos que el Espíritu Santo nos haga contemplar la historia en la clave
de Jesús resucitado. De ese modo la Iglesia, en lugar de estancarse, podrá
seguir adelante acogiendo las sorpresas del Señor.
140. Es muy difícil luchar
contra la propia concupiscencia y contra las asechanzas y tentaciones del
demonio y del mundo egoísta si estamos aislados. Es tal el bombardeo que nos
seduce que, si estamos demasiado solos, fácilmente perdemos el sentido de la
realidad, la claridad interior, y sucumbimos.
141. La santificación es un
camino comunitario, de dos en dos. Así lo reflejan algunas comunidades santas.
En varias ocasiones la Iglesia ha canonizado a comunidades enteras que vivieron
heroicamente el Evangelio o que ofrecieron a Dios la vida de todos sus
miembros. Pensemos, por ejemplo, en los siete santos fundadores de la Orden de
los Siervos de María, en las siete beatas religiosas del primer monasterio de
la Visitación de Madrid, en san Pablo Miki y compañeros mártires en Japón, en
san Andrés Kim Taegon y compañeros mártires en Corea, en san Roque González,
san Alfonso Rodríguez y compañeros mártires en Sudamérica. También recordemos
el reciente testimonio de los monjes trapenses de Tibhirine (Argelia), que se
prepararon juntos para el martirio. Del mismo modo, hay muchos matrimonios
santos, donde cada uno fue un instrumento de Cristo para la santificación del
cónyuge. Vivir o trabajar con otros es sin duda un camino de desarrollo
espiritual. San Juan de la Cruz decía a un discípulo: estás viviendo con otros
«para que te labren y ejerciten»[104].
142. La comunidad está
llamada a crear ese «espacio teologal en el que se puede experimentar la
presencia mística del Señor resucitado»[105].
Compartir la Palabra y celebrar juntos la Eucaristía nos hace más hermanos y
nos va convirtiendo en comunidad santa y misionera. Esto da lugar también a
verdaderas experiencias místicas vividas en comunidad, como fue el caso de san
Benito y santa Escolástica, o aquel sublime encuentro espiritual que vivieron
juntos san Agustín y su madre santa Mónica: «Cuando ya se acercaba el día de su
muerte ―día por ti conocido, y que nosotros ignorábamos―, sucedió, por tus
ocultos designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo
solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos
hospedábamos […]. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las
corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti […]. Y mientras
estamos hablando y suspirando por ella [la sabiduría], llegamos a tocarla un
poco con todo el ímpetu de nuestro corazón […] de modo que fuese la vida
sempiterna cual fue este momento de intuición por el cual suspiramos»[106].
143. Pero estas
experiencias no son lo más frecuente, ni lo más importante. La vida
comunitaria, sea en la familia, en la parroquia, en la comunidad religiosa o en
cualquier otra, está hecha de muchos pequeños detalles cotidianos. Esto ocurría
en la comunidad santa que formaron Jesús, María y José, donde se reflejó de
manera paradigmática la belleza de la comunión trinitaria. También es lo que
sucedía en la vida comunitaria que Jesús llevó con sus discípulos y con el
pueblo sencillo.
144. Recordemos cómo Jesús
invitaba a sus discípulos a prestar atención a los detalles.
El pequeño detalle de que se estaba
acabando el vino en una fiesta.
El pequeño detalle de que faltaba una oveja.
El pequeño detalle de la viuda que ofreció sus dos moneditas.
El pequeño detalle de tener aceite de repuesto para las lámparas por si el novio se demora.
El pequeño detalle de pedir a sus discípulos que vieran cuántos panes tenían.
El pequeño detalle de tener un fueguito preparado y un pescado en la parrilla mientras esperaba a los discípulos de madrugada.
El pequeño detalle de que faltaba una oveja.
El pequeño detalle de la viuda que ofreció sus dos moneditas.
El pequeño detalle de tener aceite de repuesto para las lámparas por si el novio se demora.
El pequeño detalle de pedir a sus discípulos que vieran cuántos panes tenían.
El pequeño detalle de tener un fueguito preparado y un pescado en la parrilla mientras esperaba a los discípulos de madrugada.
145. La comunidad que
preserva los pequeños detalles del amor[107],
donde los miembros se cuidan unos a otros y constituyen un espacio abierto y
evangelizador, es lugar de la presencia del Resucitado que la va santificando
según el proyecto del Padre. A veces, por un don del amor del Señor, en medio
de esos pequeños detalles se nos regalan consoladoras experiencias de Dios:
«Una tarde de invierno estaba yo cumpliendo, como de costumbre, mi dulce tarea
[…]. De pronto, oí a lo lejos el sonido armonioso de un instrumento musical.
Entonces me imaginé un salón muy bien iluminado, todo resplandeciente de ricos
dorados; y en él, señoritas elegantemente vestidas, prodigándose mutuamente
cumplidos y cortesías mundanas. Luego posé la mirada en la pobre enferma, a
quien sostenía. En lugar de una melodía, escuchaba de vez en cuando sus gemidos
lastimeros […]. No puedo expresar lo que pasó por mi alma. Lo único que sé es
que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales sobrepasaban de
tal modo el brillo tenebroso de las fiestas de la tierra, que no podía creer en
mi felicidad»[108].
146. En contra de la
tendencia al individualismo consumista que termina aislándonos en la búsqueda
del bienestar al margen de los demás, nuestro camino de santificación no puede
dejar de identificarnos con aquel deseo de Jesús: «Que todos sean uno, como tú
Padre en mí y yo en ti» (Jn 17,21).
147. Finalmente, aunque
parezca obvio, recordemos que la santidad está hecha de una apertura habitual a
la trascendencia, que se expresa en la oración y en la adoración. El santo es
una persona con espíritu orante, que necesita comunicarse con Dios. Es alguien
que no soporta asfixiarse en la inmanencia cerrada de este mundo, y en medio de
sus esfuerzos y entregas suspira por Dios, sale de sí en la alabanza y amplía
sus límites en la contemplación del Señor. No creo en la santidad sin oración,
aunque no se trate necesariamente de largos momentos o de sentimientos
intensos.
148. San Juan de la Cruz
recomendaba «procurar andar siempre en la presencia de Dios, sea real,
imaginaria o unitiva, de acuerdo con lo que le permitan las obras que esté
haciendo»[109].
En el fondo, es el deseo de Dios que no puede dejar de manifestarse de alguna
manera en medio de nuestra vida cotidiana: «Procure ser continuo en la oración,
y en medio de los ejercicios corporales no la deje. Sea que coma, beba, hable
con otros, o haga cualquier cosa, siempre ande deseando a Dios y apegando a él
su corazón»[110].
149. No obstante, para que
esto sea posible, también son necesarios algunos momentos solo para Dios, en
soledad con él. Para santa Teresa de Ávila la oración es «tratar de amistad
estando muchas veces a solas con quien sabemos nos ama»[111]. Quisiera
insistir que esto no es solo para pocos privilegiados, sino para todos, porque
«todos tenemos necesidad de este silencio penetrado de presencia adorada»[112].
La oración confiada es una reacción del corazón que se abre a Dios frente a
frente, donde se hacen callar todos los rumores para escuchar la suave voz del
Señor que resuena en el silencio.
150. En ese silencio es
posible discernir, a la luz del Espíritu, los caminos de santidad que el Señor nos
propone. De otro modo, todas nuestras decisiones podrán ser solamente
«decoraciones» que, en lugar de exaltar el Evangelio en nuestras vidas, lo
recubrirán o lo ahogarán. Para todo discípulo es indispensable estar con el
Maestro, escucharle, aprender de él, siempre aprender. Si no escuchamos, todas
nuestras palabras serán únicamente ruidos que no sirven para nada.
151. Recordemos que «es la
contemplación del rostro de Jesús muerto y resucitado la que recompone nuestra
humanidad, también la que está fragmentada por las fatigas de la vida, o
marcada por el pecado. No hay que domesticar el poder del rostro de Cristo»[113]. Entonces,
me atrevo a preguntarte: ¿Hay momentos en los que te pones en su presencia en
silencio, permaneces con él sin prisas, y te dejas mirar por él? ¿Dejas que su
fuego inflame tu corazón? Si no le permites que él alimente el calor de su amor
y de su ternura, no tendrás fuego, y así ¿cómo podrás inflamar el corazón de
los demás con tu testimonio y tus palabras? Y si ante el rostro de Cristo
todavía no logras dejarte sanar y transformar, entonces penetra en las entrañas
del Señor, entra en sus llagas, porque allí tiene su sede la misericordia
divina[114].
152. Pero ruego que no
entendamos el silencio orante como una evasión que niega el mundo que nos
rodea. El «peregrino ruso», que caminaba en oración continua, cuenta que esa
oración no lo separaba de la realidad externa: «Cuando me encontraba con la gente,
me parecía que eran todos tan amables como si fueran mi propia familia. [...] Y
la felicidad no solamente iluminaba el interior de mi alma, sino que el mundo
exterior me aparecía bajo un aspecto maravilloso»[115].
153. Tampoco la historia
desaparece. La oración, precisamente porque se alimenta del don de Dios que se
derrama en nuestra vida, debería ser siempre memoriosa. La memoria de las
acciones de Dios está en la base de la experiencia de la alianza entre Dios y
su pueblo. Si Dios ha querido entrar en la historia, la oración está tejida de
recuerdos. No solo del recuerdo de la Palabra revelada, sino también de la
propia vida, de la vida de los demás, de lo que el Señor ha hecho en su
Iglesia. Es la memoria agradecida de la que también habla san Ignacio de Loyola
en su «Contemplación para alcanzar amor»[116],
cuando nos pide que traigamos a la memoria todos los beneficios que hemos
recibido del Señor. Mira tu historia cuando ores y en ella encontrarás tanta
misericordia. Al mismo tiempo esto alimentará tu consciencia de que el Señor te
tiene en su memoria y nunca te olvida. Por consiguiente, tiene sentido pedirle
que ilumine aun los pequeños detalles de tu existencia, que a él no se le
escapan.
154. La súplica es
expresión del corazón que confía en Dios, que sabe que solo no puede. En la
vida del pueblo fiel de Dios encontramos mucha súplica llena de ternura
creyente y de profunda confianza. No quitemos valor a la oración de petición,
que tantas veces nos serena el corazón y nos ayuda a seguir luchando con
esperanza. La súplica de intercesión tiene un valor particular, porque es un
acto de confianza en Dios y al mismo tiempo una expresión de amor al prójimo.
Algunos, por prejuicios espiritualistas, creen que la oración debería ser una
pura contemplación de Dios, sin distracciones, como si los nombres y los
rostros de los hermanos fueran una perturbación a evitar. Al contrario, la
realidad es que la oración será más agradable a Dios y más santificadora si en
ella, por la intercesión, intentamos vivir el doble mandamiento que nos dejó
Jesús. La intercesión expresa el compromiso fraterno con los otros cuando en
ella somos capaces de incorporar la vida de los demás, sus angustias más
perturbadoras y sus mejores sueños. De quien se entrega generosamente a
interceder puede decirse con las palabras bíblicas: «Este es el que ama a sus
hermanos, el que ora mucho por el pueblo» (2 M 15,14).
155. Si de verdad
reconocemos que Dios existe no podemos dejar de adorarlo, a veces en un
silencio lleno de admiración, o de cantarle en festiva alabanza. Así expresamos
lo que vivía el beato Carlos de Foucauld cuando dijo: «Apenas creí que Dios
existía, comprendí que solo podía vivir para él»[117].
También en la vida del pueblo peregrino hay muchos gestos simples de pura
adoración, como por ejemplo cuando «la mirada del peregrino se deposita sobre
una imagen que simboliza la ternura y la cercanía de Dios. El amor se detiene,
contempla el misterio, lo disfruta en silencio»[118].
156. La lectura orante de
la Palabra de Dios, más dulce que la miel (cf. Sal 119,103)
y «espada de doble filo» (Hb 4,12), nos permite detenernos a
escuchar al Maestro para que sea lámpara para nuestros pasos, luz en nuestro
camino (cf. Sal 119,105). Como bien nos recordaron los Obispos
de India: «La devoción a la Palabra de Dios no es solo una de muchas
devociones, hermosa pero algo opcional. Pertenece al corazón y a la identidad
misma de la vida cristiana. La Palabra tiene en sí el poder para transformar
las vidas»[119].
157. El encuentro con Jesús
en las Escrituras nos lleva a la Eucaristía, donde esa misma Palabra alcanza su
máxima eficacia, porque es presencia real del que es la Palabra viva. Allí, el
único Absoluto recibe la mayor adoración que puede darle esta tierra, porque es
el mismo Cristo quien se ofrece. Y cuando lo recibimos en la comunión,
renovamos nuestra alianza con él y le permitimos que realice más y más su obra
transformadora.
COMBATE, VIGILANCIA Y DISCERNIMIENTO
158. La vida cristiana es
un combate permanente. Se requieren fuerza y valentía para resistir las
tentaciones del diablo y anunciar el Evangelio. Esta lucha es muy bella, porque
nos permite celebrar cada vez que el Señor vence en nuestra vida.
159. No se trata solo de un
combate contra el mundo y la mentalidad mundana, que nos engaña, nos atonta y
nos vuelve mediocres sin compromiso y sin gozo. Tampoco se reduce a una lucha
contra la propia fragilidad y las propias inclinaciones (cada uno tiene la
suya: la pereza, la lujuria, la envidia, los celos, y demás). Es también una
lucha constante contra el diablo, que es el príncipe del mal. Jesús mismo
festeja nuestras victorias. Se alegraba cuando sus discípulos lograban avanzar
en el anuncio del Evangelio, superando la oposición del Maligno, y celebraba:
«Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc 10,18).
160. No aceptaremos la
existencia del diablo si nos empeñamos en mirar la vida solo con criterios
empíricos y sin sentido sobrenatural. Precisamente, la convicción de que este
poder maligno está entre nosotros, es lo que nos permite entender por qué a
veces el mal tiene tanta fuerza destructiva. Es verdad que los autores bíblicos
tenían un bagaje conceptual limitado para expresar algunas realidades y que en
tiempos de Jesús se podía confundir, por ejemplo, una epilepsia con la posesión
del demonio. Sin embargo, eso no debe llevarnos a simplificar tanto la realidad
diciendo que todos los casos narrados en los evangelios eran enfermedades
psíquicas y que en definitiva el demonio no existe o no actúa. Su presencia
está en la primera página de las Escrituras, que acaban con la victoria de Dios
sobre el demonio[120].
De hecho, cuando Jesús nos dejó el Padrenuestro quiso que termináramos pidiendo
al Padre que nos libere del Malo. La expresión utilizada allí no se refiere al
mal en abstracto y su traducción más precisa es «el Malo». Indica un ser
personal que nos acosa. Jesús nos enseñó a pedir cotidianamente esa
liberación para que su poder no nos domine.
161. Entonces, no pensemos
que es un mito, una representación, un símbolo, una figura o una idea[121].
Ese engaño nos lleva a bajar los brazos, a descuidarnos y a quedar más
expuestos. Él no necesita poseernos. Nos envenena con el odio, con la tristeza,
con la envidia, con los vicios. Y así, mientras nosotros bajamos la guardia, él
aprovecha para destruir nuestra vida, nuestras familias y nuestras comunidades,
porque «como león rugiente, ronda buscando a quien devorar» (1 P 5,8).
162. La Palabra de Dios nos
invita claramente a «afrontar las asechanzas del diablo» (Ef 6,11)
y a detener «las flechas incendiarias del maligno» (Ef 6,16). No
son palabras románticas, porque nuestro camino hacia la santidad es también una
lucha constante. Quien no quiera reconocerlo se verá expuesto al fracaso o a la
mediocridad. Para el combate tenemos las armas poderosas que el Señor nos da:
la fe que se expresa en la oración, la meditación de la Palabra de Dios, la
celebración de la Misa, la adoración eucarística, la reconciliación
sacramental, las obras de caridad, la vida comunitaria, el empeño misionero. Si
nos descuidamos nos seducirán fácilmente las falsas promesas del mal, porque,
como decía el santo cura Brochero, «¿qué importa que Lucifer os prometa liberar
y aun os arroje al seno de todos sus bienes, si son bienes engañosos, si son
bienes envenenados?»[122].
163. En este camino, el
desarrollo de lo bueno, la maduración espiritual y el crecimiento del amor son
el mejor contrapeso ante el mal. Nadie resiste si opta por quedarse en un punto
muerto, si se conforma con poco, si deja de soñar con ofrecerle al Señor una
entrega más bella. Menos aún si cae en un espíritu de derrota, porque «el que
comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus
talentos. […] El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al
mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa
ante los embates del mal»[123].
164. El camino de la
santidad es una fuente de paz y de gozo que nos regala el Espíritu, pero al
mismo tiempo requiere que estemos «con las lámparas encendidas» (Lc 12,35)
y permanezcamos atentos: «Guardaos de toda clase de mal» (1 Ts 5,22).
«Estad en vela» (Mt 24,42; cf. Mc 13,35). «No nos
entreguemos al sueño» (1 Ts 5,6). Porque quienes
sienten que no cometen faltas graves contra la Ley de Dios, pueden descuidarse
en una especie de atontamiento o adormecimiento. Como no encuentran algo grave
que reprocharse, no advierten esa tibieza que poco a poco se va apoderando de
su vida espiritual y terminan desgastándose y corrompiéndose.
165. La corrupción
espiritual es peor que la caída de un pecador, porque se trata de una ceguera
cómoda y autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la
calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad, ya que
«el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14).
Así acabó sus días Salomón, mientras el gran pecador David supo remontar su
miseria. En un relato, Jesús nos advirtió acerca de esta tentación engañosa que
nos va deslizando hacia la corrupción: menciona una persona liberada del
demonio que, pensando que su vida ya estaba limpia, terminó poseída por otros
siete espíritus malignos (cf. Lc 11,24-26). Otro texto bíblico
utiliza una imagen fuerte: «El perro vuelve a su propio vómito» (2 P2,22;
cf. Pr 26,11).
166. ¿Cómo saber si algo
viene del Espíritu Santo o si su origen está en el espíritu del mundo o en el
espíritu del diablo? La única forma es el discernimiento, que no supone
solamente una buena capacidad de razonar o un sentido común, es también un don
que hay que pedir. Si lo pedimos confiadamente al Espíritu Santo, y al mismo
tiempo nos esforzamos por desarrollarlo con la oración, la reflexión, la
lectura y el buen consejo, seguramente podremos crecer en esta capacidad
espiritual.
167. Hoy día, el hábito del
discernimiento se ha vuelto particularmente necesario. Porque la vida actual
ofrece enormes posibilidades de acción y de distracción, y el mundo las
presenta como si fueran todas válidas y buenas. Todos, pero especialmente los
jóvenes, están expuestos a un zapping constante. Es posible
navegar en dos o tres pantallas simultáneamente e interactuar al mismo tiempo
en diferentes escenarios virtuales. Sin la sabiduría del discernimiento podemos
convertirnos fácilmente en marionetas a merced de las tendencias del momento.
168. Esto resulta
especialmente importante cuando aparece una novedad en la propia vida, y
entonces hay que discernir si es el vino nuevo que viene de Dios o es una
novedad engañosa del espíritu del mundo o del espíritu del diablo. En otras
ocasiones sucede lo contrario, porque las fuerzas del mal nos inducen a no
cambiar, a dejar las cosas como están, a optar por el inmovilismo o la rigidez.
Entonces impedimos que actúe el soplo del Espíritu. Somos libres, con la
libertad de Jesucristo, pero él nos llama a examinar lo que hay dentro de
nosotros ―deseos, angustias, temores, búsquedas― y lo que sucede fuera de nosotros
—los «signos de los tiempos»— para reconocer los caminos de la libertad plena:
«Examinadlo todo; quedaos con lo bueno» (1 Ts 5,21).
169. El discernimiento no
solo es necesario en momentos extraordinarios, o cuando hay que resolver
problemas graves, o cuando hay que tomar una decisión crucial. Es un
instrumento de lucha para seguir mejor al Señor. Nos hace falta siempre, para
estar dispuestos a reconocer los tiempos de Dios y de su gracia, para no
desperdiciar las inspiraciones del Señor, para no dejar pasar su invitación a
crecer. Muchas veces esto se juega en lo pequeño, en lo que parece irrelevante,
porque la magnanimidad se muestra en lo simple y en lo cotidiano[124].
Se trata de no tener límites para lo grande, para lo mejor y más bello, pero al
mismo tiempo concentrados en lo pequeño, en la entrega de hoy. Por tanto, pido
a todos los cristianos que no dejen de hacer cada día, en diálogo con el Señor
que nos ama, un sincero «examen de conciencia». Al mismo tiempo, el
discernimiento nos lleva a reconocer los medios concretos que el Señor
predispone en su misterioso plan de amor, para que no nos quedemos solo en las
buenas intenciones.
170. Es verdad que el
discernimiento espiritual no excluye los aportes de sabidurías humanas,
existenciales, psicológicas, sociológicas o morales. Pero las trasciende. Ni
siquiera le bastan las sabias normas de la Iglesia. Recordemos siempre que el
discernimiento es una gracia. Aunque incluya la razón y la prudencia, las
supera, porque se trata de entrever el misterio del proyecto único e
irrepetible que Dios tiene para cada uno y que se realiza en medio de los más
variados contextos y límites. No está en juego solo un bienestar temporal, ni
la satisfacción de hacer algo útil, ni siquiera el deseo de tener la conciencia
tranquila. Está en juego el sentido de mi vida ante el Padre que me conoce y me
ama, el verdadero para qué de mi existencia que nadie conoce mejor que él. El
discernimiento, en definitiva, conduce a la fuente misma de la vida que no
muere, es decir, conocer al Padre, el único Dios verdadero, y al que ha
enviado: Jesucristo (cf. Jn 17,3). No requiere de capacidades
especiales ni está reservado a los más inteligentes o instruidos, y el Padre se
manifiesta con gusto a los humildes (cf. Mt 11,25).
171. Si bien el Señor nos
habla de modos muy variados en medio de nuestro trabajo, a través de los demás,
y en todo momento, no es posible prescindir del silencio de la oración detenida
para percibir mejor ese lenguaje, para interpretar el significado real de las
inspiraciones que creímos recibir, para calmar las ansiedades y recomponer el
conjunto de la propia existencia a la luz de Dios. Así podemos dejar nacer esa
nueva síntesis que brota de la vida iluminada por el Espíritu.
172. Sin embargo, podría
ocurrir que en la misma oración evitemos dejarnos confrontar por la libertad
del Espíritu, que actúa como quiere. Hay que recordar que el discernimiento
orante requiere partir de una disposición a escuchar: al Señor, a los demás, a
la realidad misma que siempre nos desafía de maneras nuevas. Solo quien está
dispuesto a escuchar tiene la libertad para renunciar a su propio punto de
vista parcial o insuficiente, a sus costumbres, a sus esquemas. Así está
realmente disponible para acoger un llamado que rompe sus seguridades pero que
lo lleva a una vida mejor, porque no basta que todo vaya bien, que todo esté
tranquilo. Dios puede estar ofreciendo algo más, y en nuestra distracción
cómoda no lo reconocemos.
173. Tal actitud de escucha
implica, por cierto, obediencia al Evangelio como último criterio, pero también
al Magisterio que lo custodia, intentando encontrar en el tesoro de la Iglesia
lo que sea más fecundo para el hoy de la salvación. No se trata de aplicar
recetas o de repetir el pasado, ya que las mismas soluciones no son válidas en
toda circunstancia y lo que era útil en un contexto puede no serlo en otro. El
discernimiento de espíritus nos libera de la rigidez, que no tiene lugar ante
el perenne hoy del Resucitado. Únicamente el Espíritu sabe penetrar en los
pliegues más oscuros de la realidad y tener en cuenta todos sus matices, para
que emerja con otra luz la novedad del Evangelio.
174. Una condición esencial
para el progreso en el discernimiento es educarse en la paciencia de Dios y en
sus tiempos, que nunca son los nuestros. Él no hace caer fuego sobre los
infieles (cf. Lc 9,54), ni permite a los celosos «arrancar la
cizaña» que crece junto al trigo (cf. Mt 13,29). También se
requiere generosidad, porque «hay más dicha en dar que en recibir» (Hch20,35).
No se discierne para descubrir qué más le podemos sacar a esta vida, sino para
reconocer cómo podemos cumplir mejor esa misión que se nos ha confiado en el
Bautismo, y eso implica estar dispuestos a renuncias hasta darlo todo. Porque
la felicidad es paradójica y nos regala las mejores experiencias cuando
aceptamos esa lógica misteriosa que no es de este mundo, como decía san
Buenaventura refiriéndose a la cruz: «Esta es nuestra lógica»[125].
Si uno asume esta dinámica, entonces no deja anestesiar su conciencia y se abre
generosamente al discernimiento.
175. Cuando escrutamos ante
Dios los caminos de la vida, no hay espacios que queden excluidos. En todos los
aspectos de la existencia podemos seguir creciendo y entregarle algo más a
Dios, aun en aquellos donde experimentamos las dificultades más fuertes. Pero
hace falta pedirle al Espíritu Santo que nos libere y que expulse ese miedo que
nos lleva a vedarle su entrada en algunos aspectos de la propia vida. El que lo
pide todo también lo da todo, y no quiere entrar en nosotros para mutilar o
debilitar sino para plenificar. Esto nos hace ver que el discernimiento no es
un autoanálisis ensimismado, una introspección egoísta, sino una verdadera
salida de nosotros mismos hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la
misión a la cual nos ha llamado para el bien de los hermanos.
***
176. Quiero que María
corone estas reflexiones, porque ella vivió como nadie las bienaventuranzas de
Jesús. Ella es la que se estremecía de gozo en la presencia de Dios, la que
conservaba todo en su corazón y se dejó atravesar por la espada. Es la santa
entre los santos, la más bendita, la que nos enseña el camino de la santidad y
nos acompaña. Ella no acepta que nos quedemos caídos y a veces nos lleva en sus
brazos sin juzgarnos. Conversar con ella nos consuela, nos libera y nos
santifica. La Madre no necesita de muchas palabras, no le hace falta que nos
esforcemos demasiado para explicarle lo que nos pasa. Basta musitar una y otra
vez: «Dios te salve, María…».
177. Espero que estas
páginas sean útiles para que toda la Iglesia se dedique a promover el deseo de
la santidad. Pidamos que el Espíritu Santo infunda en nosotros un intenso
anhelo de ser santos para la mayor gloria de Dios y alentémonos unos a otros en
este intento. Así compartiremos una felicidad que el mundo no nos podrá quitar.
Dado en Roma, junto a
San Pedro, el 19 de marzo, Solemnidad de San José, del año 2018, sexto de mi
Pontificado.
Francisco
[1] Benedicto
XVI, Homilía en el solemne
inicio del ministerio petrino (24 abril 2005): AAS 97
(2005), 708.
[2] Supone de todos
modos que haya fama de santidad y un ejercicio, al menos en grado ordinario, de
las virtudes cristianas: cf. Motu proprio Maiorem hac dilectionem (11 julio 2017),
art. 2c: L’Osservatore Romano (12 julio 2017), p. 8.
[9] Homilía en la
Conmemoración ecuménica de los testigos de la fe del siglo XX (7 mayo 2000),
5: AAS 92 (2000), 680-681.
[14] Cf. Catequesis (19 noviembre
2014): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española
(21 noviembre 2014), p. 16.
[16] Cinco panes y dos
peces: un gozoso testimonio de fe desde el sufrimiento en la cárcel, México 19999,
21.
[24] Benedicto
XVI, Catequesis (13 abril
2011): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española
(17 abril 2011), p. 11.
[29] Es necesario
distinguir esta distracción superficial, de una sana cultura del ocio, que nos
abre al otro y a la realidad con un espíritu disponible y contemplativo.
[31] Conferencia
Episcopal Regional de África Occidental, Mensaje pastoral a la
conclusión de la II Asamblea Plenaria (29 febrero 2016), 2.
[33] Cf. Congregación
para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo, sobre algunos aspectos de la
salvación cristiana (22 febrero 2018), 4: L’Osservatore Romano (2
marzo 2018), pp. 4-5: «Tanto el individualismo neo-pelagiano como el desprecio
neo-gnóstico del cuerpo deforman la confesión de fe en Cristo, el Salvador
único y universal». En este documento se encuentran las bases doctrinales para
la comprensión de la salvación cristiana en relación con las derivas
neo-gnósticas y neo-pelagianas actuales.
[36] Homilía en la
Misa de la Casa Santa Marta (11 noviembre 2016): L’Osservatore
Romano (12 noviembre 2016), p. 8.
[37] Como enseña S.
Buenaventura: «Es necesario que se dejen todas las operaciones intelectuales, y
que el ápice del afecto se traslade todo a Dios y todo se transforme en Dios.
[…] Y así, no pudiendo nada la naturaleza y poco la industria, ha de darse poco
a la inquisición y mucho a la unción; poco a la lengua y muchísimo a la alegría
interior; poco a la palabra y a los escritos, y todo al don de Dios, que es el
Espíritu Santo; poco o nada a la criatura, todo a la esencia creadora, esto es,
al Padre, y al Hijo, y a Espíritu Santo» (Itinerario de la mente a Dios,
VII, 4-5).
[38] Carta al Gran Canciller
de la Pontificia Universidad Católica Argentina en el centenario de la Facultad
de Teología (3 marzo 2015): L’Osservatore Romano (10 marzo
2015), p. 6.
[40] Videomensaje al Congreso internacional de Teología de la
Pontificia Universidad Católica Argentina (1-3 septiembre
2015): AAS 107 (2015), 980.
[42] Carta al Gran Canciller
de la Pontificia Universidad Católica Argentina en el centenario de la Facultad
de Teología (3 marzo 2015): L’Osservatore Romano (10 marzo
2015), p. 6.
[47] Cf. S.
Buenaventura, Las seis alas del Serafín 3, 8: «Non omnes omnia
possunt». Cabe entenderlo en la línea del Catecismo de la Iglesia
Católica, 1735.
[48] Sto. Tomás de
Aquino, Summa Theologiae I-II, q.109, a.9, ad 1: «La gracia
entraña cierta imperfección, en cuanto no sana perfectamente al hombre».
[52] La fe cristiana
entiende la gracia como preveniente, concomitante y subsecuente a nuestras
acciones (cf. Conc. Ecum. de Trento, Ses. VI, Decr. de iustificatione,
sobre la justificación, cap. 5: DH, 1525).
[61] Lucio Gera, “Sobre
el misterio del pobre”, en P. Grelot-L. Gera-A. Dumas, El Pobre, Buenos
Aires 1962, 103.
[62] Esta es, en
definitiva, la doctrina católica acerca del «mérito» posterior a la
justificación: se trata de la cooperación del justificado para el crecimiento
de la vida de la gracia (cf. Catecismo de la Iglesia
Católica, 2010). Pero esta cooperación de ninguna manera hace que la justificación
misma y la amistad con Dios se vuelvan objeto de un mérito humano.
[65] Homilía durante el
Jubileo de las personas socialmente excluidas (13 noviembre
2016): L’Osservatore Romano (14-15 noviembre 2016), p. 8.
[66] Cf. Homilía en la Misa de la
Casa Santa Marta (9 junio 2014): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (13 junio 2014), p. 11.
[67] El orden entre la
segunda y la tercera bienaventuranza cambia según las diversas tradiciones
textuales.
[70] Desde los tiempos
patrísticos, la Iglesia valora el don de lágrimas, como se puede ver también en
la hermosa oración Ad petendam compunctionem cordis: «Oh Dios
omnipotente y mansísimo, que para el pueblo sediento hiciste surgir de la roca
una fuente de agua viva, haz brotar de la dureza de nuestros corazones lágrimas
de compunción, para que llorando nuestros pecados, obtengamos por tu
misericordia el perdón» (Missale Romanum, ed. typ. 1962, p. [110]).
[73] La difamación y la
calumnia son como un acto terrorista: se arroja la bomba, se destruye, y el
atacante se queda feliz y tranquilo. Esto es muy diferente de la nobleza de
quien se acerca a conversar cara a cara, con serena sinceridad, pensando en el
bien del otro.
[74] En algunas
ocasiones puede ser necesario conversar acerca de las dificultades de algún
hermano. En estos casos puede ocurrir que se transmita un relato en lugar de un
hecho objetivo. La pasión deforma la realidad concreta del hecho, lo transforma
en relato y termina transmitiendo ese relato cargado de subjetividad. Así se
destruye la realidad y no se respeta la verdad del otro.
[82] Recordemos la
reacción del buen samaritano ante el hombre que unos bandidos dejaron medio
muerto al borde del camino (cf. Lc 10,30-37).
[83] Conferencia
Canadiense de Obispos Católicos. Comisión de Asuntos Sociales, Carta abierta a
los miembros del Parlamento, The Common Good or Exclusion: A Choice for
Canadians (1 febrero 2001), 9.
[84] Cf. La V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, según el
magisterio constante de la Iglesia, ha enseñado que el ser humano «es siempre
sagrado, desde su concepción, en todas las etapas de su existencia, hasta su
muerte natural y después de la muerte», y que su vida debe ser cuidada
«desde la concepción, en todas sus etapas, y hasta la muerte natural» (Documento
de Aparecida, 29 junio 2007, 388,464).
[95] Hay muchas formas
de bullying que, aunque parezcan elegantes o respetuosas e
incluso muy espirituales, provocan mucho sufrimiento en la autoestima de los
demás.
[101] Recomiendo rezar
la oración atribuida a santo Tomás Moro: «Concédeme, Señor, una buena
digestión, y también algo que digerir. Concédeme la salud del cuerpo, con el
buen humor necesario para mantenerla. Dame, Señor, un alma santa que sepa
aprovechar lo que es bueno y puro, para que no se asuste ante el pecado, sino
que encuentre el modo de poner las cosas de nuevo en orden. Concédeme un alma
que no conozca el aburrimiento, las murmuraciones, los suspiros y los lamentos
y no permitas que sufra excesivamente por esa cosa tan dominante que se llama
yo. Dame, Señor, el sentido del humor. Concédeme la gracia de comprender las
bromas, para que conozca en la vida un poco de alegría y pueda comunicársela a
los demás. Así sea».
[103] Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975),
80: AAS 68 (1976), 73. Es interesante advertir que en este
texto el beato Pablo VI une íntimamente la alegría a
la parresía. Así como lamenta «la falta de alegría y de esperanza»,
exalta la «dulce y confortadora alegría de evangelizar» que está unida a «un
ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir», para que el mundo no
reciba el Evangelio «a través de evangelizadores tristes y desalentados».
Durante el Año Santo de 1975, el mismo Pablo VI dedicó a la alegría la
Exhortación Apostólica, Gaudete in Domino (9 mayo 1975): AAS 67
(1975), 289-322.
[105] S. Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsin. Vita consecrata (25 marzo 1996),
42: AAS 88 (1996), 416.
[107] Especialmente
recuerdo las tres palabras clave «permiso, gracias, perdón», porque «las
palabras adecuadas, dichas en el momento justo, protegen y alimentan el amor
día tras día»: Exhort. ap. postsin. Amoris laetitia (19 marzo 2016),
133: AAS108 (2016), 363.
[113] Discurso en el V
Congreso de la Iglesia italiana, Florencia (10 noviembre 2015): AAS 107
(2015), 1284.
[118] V Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de
Aparecida (29 junio 2007), 259.
[119] Conferencia de
Obispos Católicos de India, Declaración final de la XXI Asamblea
plenaria (18 febrero 2009), 3.2.
[120] Cf. Homilía en la Misa de la
Casa Santa Marta (11 octubre 2013): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española (18 octubre 2013), p. 12.
[121] Cf. B. Pablo
VI, Catequesis (15 noviembre
1972): Ecclesia (1972/II), 1605: «Una de las necesidades
mayores es la defensa de aquel mal que llamamos Demonio. […] El mal no es
solamente una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual,
pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del
cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer su
existencia; o bien quien hace de ella un principio que existe por sí y que no
tiene, como cualquier otra criatura, su origen en Dios; o bien la explica como
una pseudorrealidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas
desconocidas de nuestras desgracias».
[122] S. José Gabriel
del Rosario Brochero, Plática de las banderas, en Conferencia
Episcopal Argentina, El Cura Brochero. Cartas y sermones, Buenos
Aires 1999, 71.
[124] En la tumba de san
Ignacio de Loyola se encuentra este sabio epitafio: «Non
coerceri a maximo, contineri tamen a minimo divinum est» (Es divino no asustarse
por las cosas grandes y a la vez estar atento a lo más pequeño).