EL MAYOR MOMENTO DE SANACIÓN ES CUANDO NOS ACERCAMOS A COMULGAR.
Por el P. Robert De Grandis, s.j.
La presencia del cuerpo de Cristo en cada uno de nosotros y su sangre en nuestra sangre, es la que trae, desde dentro, la sanación.
"El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él" (Jn 6,56) ¿Cómo es que el Señor Jesús permanece en nosotros, cuando nosotros recibimos la Eucaristía? Su carne se hace una con la nuestra, su sangre corre por al sangre nuestra.
Antes de haberte formado yo en el seno materno ya te conocía" (Jr 1,5). Antes de que naciéramos Dios nos conocía y nosotros le conocíamos a El. y antes de que nosotros estuviéramos vivos, nuestras madres, en su amor, vinieron a recibir a Jesús en la Santa Eucaristía. Y, para aquellos de nosotros que hemos nacido católicos, fueron ellas las que nos trajeron a Jesús. Antes de que nosotros hubiéramos nacido ya estábamos consagrados al Señor. La Eucaristía que nuestras madres recibían, la recibíamos también nosotros. Así como ellas recibían del Señor ese alimento, nosotros, que dependíamos de nuestras madres, también recibíamos a Jesús.
Nuestros cuerpos se fueron formando - dice una madre - en el Cuerpo de Cristo y en la Sangre de Cristo. Este es realmente su cuerpo, mi sangre es la sangre de Jesús. Yo ahora lo sé, antes no lo sabía. Pero gracias a Dios y ¡alabado sea el Señor! ahora lo sé, porque lo he ido comprendiendo. Este niño que yo perdí cuando estaba encinta y pensaba ¿a dónde ha ido? ahora creo fielmente que está en los brazos del Padre, porque incluso en mi seno este niño ya estaba dedicado al Padre; ese niño ya estaba consagrado a Jesús y el Señor nunca niega aquello que le pertenece".
Nosotros tenemos que depender totalmente de la Eucaristía, mucho más que un niño en el seno de su madre.
Qué pensamiento más bonito para aquellas madres que hayan perdido alguna criatura, saber que esos niños estaban dedicados, consagrados a Jesús.
"IR AL ENCUENTRO DEL SEÑOR"
"Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: Tomad, comed, este es mi cuerpo. Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados" (Mt 26, 26-28).
Durante dos mil años, los cristianos, los católicos, han creído en la palabra de Dios. Cuando hablamos del capítulo 26 de Mateo, aceptamos esto, literalmente, como verdad. A través de estos dos mil años y a veces, incluso en nuestros días, hay también en nuestra Iglesia, personas que niegan esta verdad. A mí me ha ayudado mucho una persona que fue bruja y se convirtió a la Iglesia Católica. Decía que nunca se hubiera soltado de Satanás, si no hubiera acudido diariamente a la Eucaristía. Afirmaba que hasta los hechiceros creen en la presencia de Jesús en la Eucaristía.
Si un católico cree verdaderamente en esa presencia del Señor ¿Podrá abandonarlo? Hemos de visitarlo diariamente. No conocéis a Jesús si no vais, con la mayor frecuencia posible, a la Eucaristía; no lo conocéis porque no sabéis realmente, lo que os perdéis. No podemos, no podéis vivir vuestra vida solos, pero con la fuerza de Dios lo podemos hacer. Solamente con la presencia eucarística del Señor, dentro de cada uno, y con el poder de su Espíritu. Yo desafío a todos a que no dejen de visitar a Jesús. Hay misas casi todas las horas del día. Siempre podéis encontrar alguna en alguna parte. Que sea una prioridad en vuestras vidas el ir a comulgar diariamente; que sea Jesús el número uno en vuestra vida, porque entonces viviréis.
No tendríamos Eucaristía sin los sacerdotes. El regalo más grande que se nos ha dado un regalo excepcional -, son los sacerdotes que nos traen a Jesús.
GRATITUD A LOS SACERDOTES
Sin nuestros sacerdotes no podríamos tener la Eucaristía. No tenemos una crisis de vocaciones, tenemos una crisis de fe, tenemos una crisis de moralidad. Hay muchos jóvenes que querrían ser sacerdotes y religiosas, pero a muchos les dan miedo las reacciones de sus padres, de sus amigos, y nosotros necesitamos darles libertad para que el Señor pueda seguir viniendo a su pueblo.
Los niños son los que mejor conocen a Jesús. Conozco un joven en los EE. UU . Es católico y se casó con una muchacha de la iglesia ortodoxa griega. Tienen dos hijos: un niño y una niña de tres años. Un día le preguntaron: ¿dónde quieres ir? Pensaron que les diría a alguna tienda de juguetes, pero la niña dijo: "yo quiero ir a la iglesia". Sus padres que no la llevaban nunca porque no practicaban se quedaron atónitos. Decidieron al fin darle gusto y cuando llegaron al templo, la niña corrió hacia la nave central, tan rápidamente como pudo, subió hasta el tabernáculo y empezó a decir: "Jesús, aquí estoy, sal y juega conmigo, soy Ann Mary, sal". y al regresar el padre para recoger a su hija le contaron lo que había sucedido. Lleno de emoción dijo: "Ya es hora de que llevemos a nuestros hijos a conocer a Jesús .
QUIEN SANA ES EL SEÑOR
"... Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10). En los últimos veinticinco años yo he estado estudiando el Ministerio de Sanación y he aprendido una cosa: Cuanto más fuerte sea la presencia de Jesús, habrá más sanaciones. Y la presencia más grande del Señor, la tenemos en la Eucaristía. Es mucho más fuerte que imponer las manos, mucho más fuerte que ungir con aceite, mucho más fuerte que predicar la palabra. La presencia de Jesús en la Eucaristía, es la presencia absoluta. El momento más grande de sanación es cuando nosotros vamos a comulgar. Pedimos a la gente que se imagine a Jesús, dándoles la comunión, porque Jesús es el que sana, Jesús y solamente Jesús, es el que sana. Confieso que después de veinticinco años en el Ministerio de Sanación, es ahora cuando estoy empezando a ver la realidad de lo que digo. No pidáis, padre, venga para rezar por mí. Tenéis que ir al Señor. Yo no puedo hacer nada por vosotros, es el Señor quien lo hace. El es el Rey, nosotros no somos más que servidores. El Señor sana con la Eucaristía. Conocí a una mujer en Sudamérica, que estaba embarazada y el médico le dijo que tenía que abortar porque el niño estaba completamente deformado. Fue a la iglesia. Durante la misa pidió fuerza para poder aceptar a ese niño y cuando el sacerdote elevaba la Sagrada Forma sintió un poder grande dentro de ella y una gran paz.
El médico insistía en que tenía que abortar. Siguió yendo diariamente a misa. Tuvo una niña y nació perfecta. Ya ha cumplido siete años y la están preparando para su primera comunión. Tú, yo, nosotros, tenemos la responsabilidad de ir a comulgar como si fuera cada vez nuestra primera comunión. Y también como si fuera la última, porque muy bien podría serio. Me puedo morir de un accidente, de un ataque al corazón... Y esa puede ser mi última Eucaristía. Por eso hemos de ir a ella con un inmenso amor.
UNIDOS EN EL SACRIFICIO DE JESÚS
La misa es un revivir el sacrificio de Jesús. El sacrificio de haberse hecho hombre, de haber venido al mundo, de sufrir, morir y resucitar dándose, una vez más, en la Eucaristía. Nos pide siempre que unamos nuestros sacrificios a los suyos. Durante la guerra, en El Salvador, a Mons. Romero le hicieron Arzobispo y siempre le estaban amenazando. Si daba de comer a los pobres, decían: "es un santo"; si preguntaba por qué eran tan pobres, decían: es un comunista". Y cada vez le amenazaban más.
Un día entró en su iglesia y vio que había sido destruida por las ametralladoras. El sagrario estaba abierto y las Sagradas Formas esparcidas por el suelo. Los soldados que le aguardaban allí para dispararle le dijeron: "sal de aquí que te vamos a matar". Se volvió y empezó a andar tras ellos... De repente, la gracia de Dios vino sobre él, se echó al suelo, y gateando por la iglesia - mientras le apuntaban - fue consumiendo, con lágrimas, las Sagradas Formas que estaban en el suelo. Los soldados no fueron capaces de dispararle, porque Jesús le protegía. Más tarde, celebrando la Eucaristía y durante la consagración, cuando se preparaba para elevar el Santísimo, un hombre que había entrado por detrás, sacó una pistola y le disparó. Se desplomó sobre el altar y las Sagradas Formas cayeron por todas partes. Era Jesús que había muerto de nuevo.
(Nuevo Pentecostés, nº 33)
Por el P. Robert De Grandis, s.j.
La presencia del cuerpo de Cristo en cada uno de nosotros y su sangre en nuestra sangre, es la que trae, desde dentro, la sanación.
"El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él" (Jn 6,56) ¿Cómo es que el Señor Jesús permanece en nosotros, cuando nosotros recibimos la Eucaristía? Su carne se hace una con la nuestra, su sangre corre por al sangre nuestra.
Antes de haberte formado yo en el seno materno ya te conocía" (Jr 1,5). Antes de que naciéramos Dios nos conocía y nosotros le conocíamos a El. y antes de que nosotros estuviéramos vivos, nuestras madres, en su amor, vinieron a recibir a Jesús en la Santa Eucaristía. Y, para aquellos de nosotros que hemos nacido católicos, fueron ellas las que nos trajeron a Jesús. Antes de que nosotros hubiéramos nacido ya estábamos consagrados al Señor. La Eucaristía que nuestras madres recibían, la recibíamos también nosotros. Así como ellas recibían del Señor ese alimento, nosotros, que dependíamos de nuestras madres, también recibíamos a Jesús.
Nuestros cuerpos se fueron formando - dice una madre - en el Cuerpo de Cristo y en la Sangre de Cristo. Este es realmente su cuerpo, mi sangre es la sangre de Jesús. Yo ahora lo sé, antes no lo sabía. Pero gracias a Dios y ¡alabado sea el Señor! ahora lo sé, porque lo he ido comprendiendo. Este niño que yo perdí cuando estaba encinta y pensaba ¿a dónde ha ido? ahora creo fielmente que está en los brazos del Padre, porque incluso en mi seno este niño ya estaba dedicado al Padre; ese niño ya estaba consagrado a Jesús y el Señor nunca niega aquello que le pertenece".
Nosotros tenemos que depender totalmente de la Eucaristía, mucho más que un niño en el seno de su madre.
Qué pensamiento más bonito para aquellas madres que hayan perdido alguna criatura, saber que esos niños estaban dedicados, consagrados a Jesús.
"IR AL ENCUENTRO DEL SEÑOR"
"Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: Tomad, comed, este es mi cuerpo. Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados" (Mt 26, 26-28).
Durante dos mil años, los cristianos, los católicos, han creído en la palabra de Dios. Cuando hablamos del capítulo 26 de Mateo, aceptamos esto, literalmente, como verdad. A través de estos dos mil años y a veces, incluso en nuestros días, hay también en nuestra Iglesia, personas que niegan esta verdad. A mí me ha ayudado mucho una persona que fue bruja y se convirtió a la Iglesia Católica. Decía que nunca se hubiera soltado de Satanás, si no hubiera acudido diariamente a la Eucaristía. Afirmaba que hasta los hechiceros creen en la presencia de Jesús en la Eucaristía.
Si un católico cree verdaderamente en esa presencia del Señor ¿Podrá abandonarlo? Hemos de visitarlo diariamente. No conocéis a Jesús si no vais, con la mayor frecuencia posible, a la Eucaristía; no lo conocéis porque no sabéis realmente, lo que os perdéis. No podemos, no podéis vivir vuestra vida solos, pero con la fuerza de Dios lo podemos hacer. Solamente con la presencia eucarística del Señor, dentro de cada uno, y con el poder de su Espíritu. Yo desafío a todos a que no dejen de visitar a Jesús. Hay misas casi todas las horas del día. Siempre podéis encontrar alguna en alguna parte. Que sea una prioridad en vuestras vidas el ir a comulgar diariamente; que sea Jesús el número uno en vuestra vida, porque entonces viviréis.
No tendríamos Eucaristía sin los sacerdotes. El regalo más grande que se nos ha dado un regalo excepcional -, son los sacerdotes que nos traen a Jesús.
GRATITUD A LOS SACERDOTES
Sin nuestros sacerdotes no podríamos tener la Eucaristía. No tenemos una crisis de vocaciones, tenemos una crisis de fe, tenemos una crisis de moralidad. Hay muchos jóvenes que querrían ser sacerdotes y religiosas, pero a muchos les dan miedo las reacciones de sus padres, de sus amigos, y nosotros necesitamos darles libertad para que el Señor pueda seguir viniendo a su pueblo.
Los niños son los que mejor conocen a Jesús. Conozco un joven en los EE. UU . Es católico y se casó con una muchacha de la iglesia ortodoxa griega. Tienen dos hijos: un niño y una niña de tres años. Un día le preguntaron: ¿dónde quieres ir? Pensaron que les diría a alguna tienda de juguetes, pero la niña dijo: "yo quiero ir a la iglesia". Sus padres que no la llevaban nunca porque no practicaban se quedaron atónitos. Decidieron al fin darle gusto y cuando llegaron al templo, la niña corrió hacia la nave central, tan rápidamente como pudo, subió hasta el tabernáculo y empezó a decir: "Jesús, aquí estoy, sal y juega conmigo, soy Ann Mary, sal". y al regresar el padre para recoger a su hija le contaron lo que había sucedido. Lleno de emoción dijo: "Ya es hora de que llevemos a nuestros hijos a conocer a Jesús .
QUIEN SANA ES EL SEÑOR
"... Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10). En los últimos veinticinco años yo he estado estudiando el Ministerio de Sanación y he aprendido una cosa: Cuanto más fuerte sea la presencia de Jesús, habrá más sanaciones. Y la presencia más grande del Señor, la tenemos en la Eucaristía. Es mucho más fuerte que imponer las manos, mucho más fuerte que ungir con aceite, mucho más fuerte que predicar la palabra. La presencia de Jesús en la Eucaristía, es la presencia absoluta. El momento más grande de sanación es cuando nosotros vamos a comulgar. Pedimos a la gente que se imagine a Jesús, dándoles la comunión, porque Jesús es el que sana, Jesús y solamente Jesús, es el que sana. Confieso que después de veinticinco años en el Ministerio de Sanación, es ahora cuando estoy empezando a ver la realidad de lo que digo. No pidáis, padre, venga para rezar por mí. Tenéis que ir al Señor. Yo no puedo hacer nada por vosotros, es el Señor quien lo hace. El es el Rey, nosotros no somos más que servidores. El Señor sana con la Eucaristía. Conocí a una mujer en Sudamérica, que estaba embarazada y el médico le dijo que tenía que abortar porque el niño estaba completamente deformado. Fue a la iglesia. Durante la misa pidió fuerza para poder aceptar a ese niño y cuando el sacerdote elevaba la Sagrada Forma sintió un poder grande dentro de ella y una gran paz.
El médico insistía en que tenía que abortar. Siguió yendo diariamente a misa. Tuvo una niña y nació perfecta. Ya ha cumplido siete años y la están preparando para su primera comunión. Tú, yo, nosotros, tenemos la responsabilidad de ir a comulgar como si fuera cada vez nuestra primera comunión. Y también como si fuera la última, porque muy bien podría serio. Me puedo morir de un accidente, de un ataque al corazón... Y esa puede ser mi última Eucaristía. Por eso hemos de ir a ella con un inmenso amor.
UNIDOS EN EL SACRIFICIO DE JESÚS
La misa es un revivir el sacrificio de Jesús. El sacrificio de haberse hecho hombre, de haber venido al mundo, de sufrir, morir y resucitar dándose, una vez más, en la Eucaristía. Nos pide siempre que unamos nuestros sacrificios a los suyos. Durante la guerra, en El Salvador, a Mons. Romero le hicieron Arzobispo y siempre le estaban amenazando. Si daba de comer a los pobres, decían: "es un santo"; si preguntaba por qué eran tan pobres, decían: es un comunista". Y cada vez le amenazaban más.
Un día entró en su iglesia y vio que había sido destruida por las ametralladoras. El sagrario estaba abierto y las Sagradas Formas esparcidas por el suelo. Los soldados que le aguardaban allí para dispararle le dijeron: "sal de aquí que te vamos a matar". Se volvió y empezó a andar tras ellos... De repente, la gracia de Dios vino sobre él, se echó al suelo, y gateando por la iglesia - mientras le apuntaban - fue consumiendo, con lágrimas, las Sagradas Formas que estaban en el suelo. Los soldados no fueron capaces de dispararle, porque Jesús le protegía. Más tarde, celebrando la Eucaristía y durante la consagración, cuando se preparaba para elevar el Santísimo, un hombre que había entrado por detrás, sacó una pistola y le disparó. Se desplomó sobre el altar y las Sagradas Formas cayeron por todas partes. Era Jesús que había muerto de nuevo.
(Nuevo Pentecostés, nº 33)