MATRIMONIO Y SANTIDAD

LA IMPRESIONANTE REFLEXION DE UN MONJE CISTERCIENSE

MATRIMONIO Y SANTIDAD

En toda pareja cristiana, Cristo es el amante y Cristo es el amado

EUGENIO BOYLAN, O.CIST.

Lo que define realmente al matrimonio cristiano es el hecho de que un hombre y una mujer dejen la propia vida y se entreguen mutuamente, de un modo total, como Cristo lo hace con su Iglesia. Juntos forman una nueva unidad, viviendo ya otra vida. No son sólo dos en una sola carne, son dos en una sola vida.



UN GRAN IDEAL

En realidad, se necesitan tres para hacer feliz un matrimonio: un hombre, una mujer y Dios. Y hasta podría decirse que los tres son uno, porque son, realmente, uno en Cristo.

El nivel señalado por San Pablo para el amor matrimonial es muy elevado: "Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo. Las mujeres a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia.

Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla y presentársela resplandeciente... Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos se harán una sola carne" (Efes, 21-30). Esto puede parecer un ideal más allá del alcance humano. Tal vez. Pero el matrimonio no es una mera unión humana. Es una unión sobrenatural que participa de la fuerza de Cristo- y capacita a las dos partes para alcanzar este ideal.

Al ser un sacramento, el matrimonio no sólo proporciona aumento de gracia sobrenatural - que es el efecto de todos los sacramentos- sino que da una gracia y ayuda especial para todas las dificultades y circunstancias de la vida matrimonial. Es un ideal sobrehumano. Pero la fuerza que marido y mujer tienen a su disposición es también sobrehumana.



Deben, por tanto, confiar en esta fuerza, que viene de Dios y no de sí mismos, y desarrollar, a ser posible juntos, una intensa vida espiritual.



UNIDOS PARA DAR VIDA

El matrimonio cristiano es un contrato. Y este contrato es un sacramento del que el hombre y la mujer son los ministros. Pero, a diferencia de otros contratos, sus condiciones están ya fijadas por la ley de la naturaleza y la ley de Dios. Al matrimonio se puede llegar bajo la influencia de varios motivos, unos mejores que otros pero, entre cristianos, deben ser tomado como es: un medio para engendrar nuevos miembros de Cristo y formarlos en Cristo, para el Cielo.

La mutua consumación y perfección, del hombre y la mujer en Cristo, tiene al mismo tiempo una gran importancia que a menudo se pasa por alto. Existe a veces el sentimiento, vago quizá, pero no menos evidente, de que el matrimonio permita una mera concesión a la naturaleza caída y a la debilidad de la carne. Es completamente erróneo.

No sólo están libres de pecado o vergüenza las intimidades de la vida matrimonial, sino que de hecho son sagradas. Recuérdese que el Espíritu Santo, verdadero autor de las palabras de San Pablo, escogió la íntima unión de la vida matrimonial como símbolo del "sacramento" de la unión de Cristo y su Iglesia. ¿Qué puede haber que no sea totalmente santo en tal unión? Desechemos de una vez para siempre, la idea tan grave para la vida espiritual, tan herética en su origen y tan extendida, de que existe algo intrínsecamente equivocado en el placer como tal. Esto es absurdo. Dios hizo el placer; el hombre hizo el dolor.

Dios comparte los placeres de sus criaturas. Todo el placer que no es desordenado, independientemente de cuán intenso sea, puede ser ofrecido a Dios.



EL DESENCANTO INEVITABLE



Aunque el matrimonio implique una donación completa que simboliza el amor de Cristo y su Iglesia, los obstáculos de la naturaleza humana, para el cumplimiento de este ideal, pueden ser enormes. Pronto se hará evidente que ninguna de las dos partes es un ángel: los dos son humanos. Y el amor y los sacrificios exigidos a ambas partes son tan grandes y costosos que surge la pregunta: " ¿Vale la pena esto por un ser humano?" "¿Puede dar un ser humano todo esto?" La respuesta es que, no es un simple ser humano el que da, ni un simple ser humano el que recibe. Cada uno ama y se sacrifica en participación con Cristo; cada uno es amado y servido en unión con Cristo. Más allá de su marido, y en el corazón de su marido, la mujer ve, ama y sirve a Cristo. La fuerza para continuar, para darlo todo por amor y considerarlo como nada, viene de Cristo. Se emplea con Cristo. Cristo es el amante y Cristo es el amado.

Por eso la dificultad de cada situación vuelve a arrojarnos hacia Cristo; buscamos la fuerza en la unión con Él. Sólo un gran cristiano puede ser un gran amador.

El desencanto - inevitable en todo lo humano- la aparente incapacidad del otro para devolver el amor dado, nos llevan a buscar, por encima de todo, al perfecto Amante - al terrible Amante- que es Cristo. Porque al enamorarse, uno comprende que toda su felicidad está ligada a "alguien". Y, a menudo, sólo después del fracaso de ese "alguien" aprendemos a conocer el verdadero "Alguien" que es Cristo.

"¡QUÉ HERMOSO QUE EXISTAS!"



Cuando la inevitable separación de una parte, llega de un modo u otro, nos damos cuenta que las cosas han perdido sentido porque no hay con quien compartirlas. Podemos refugiarnos entonces en las distracciones o en el trabajo, pero, si avanzamos más, descubriremos esa unión con Cristo - latente en todas las almas- por la que podemos compartir todas las cosas con Aquél que nunca nos abandona.

Hasta en una asociación perfecta, las limitaciones humanas son evidentes. Hay que esforzarse para crear nuevos eslabones, nuevos lazos que desafíen la corrosión de la costumbre y del tiempo. El amor nunca puede darse por supuesto; no es siempre igual. O vive y se desarrolla... o muere. Pero, aún en el mejor de los casos, el amor debe ser sobrenaturalizado. Esa es la gran tarea.

El marido y la mujer son uno para el otro un "sacramento" de Cristo, cuando todo lo que es amable, todo lo que es hermoso en cada uno, es acogido como reflejo del encanto y la belleza de Dios. Se ama al otro, por lo que es -¡qué hermoso que existas!- y no por lo que nos da. Es la cumbre del amor. Desgraciadamente no todos los matrimonios son tan perfectos. "Hay siempre uno que ama y otro que se deja amar", se ha dicho con cierto cinismo.



QUIEN MUCHO AMA, MUCHO SUFRE.



El amor no correspondido - tan común en el matrimonio- es una de las formas más vehementes de participar en la Pasión de Cristo. El amante encuentra felicidad en entregarse, en hacer al otro feliz. Pero esta felicidad se ve destrozada si no es correspondida. Esto parece que fue lo que laceró el Corazón de Nuestro Señor en Getsemaní. Y nosotros, sus miembros, tenemos que participar de este sufrimiento en nuestros trabajos por las almas, en nuestra amistad, en la vida familiar y en muchas relaciones humanas.

En estos casos es cuando se hace tan esencial para el matrimonio una fuerte vida interior. Amar es hacerse capaz de grandes sufrimientos; las limitaciones humanas hacen ver claramente que el que mucho ama, sufrirá mucho. "No es el discípulo más que el Maestro". Cuando se sienta una dolorosa decepción respecto a otro, es bueno enfocar el reflector de la crítica sobre el propio yo y ver la actitud de nuestro corazón hacia el Señor. Algunas veces Dios permite que el amor o falta de amor de una parte por la otra haga brotar, si somos sinceros, una interrogación: " ¿Es así, tal vez, como trato yo a Dios?"

Para los que han descubierto que la única cosa que importa en esta vida - la única que puede darnos la verdadera felicidad- es amar y ser amado, la vida matrimonial puede ser una fuente de continuo e indecible sufrimiento, aún cuando por fuera parezca éxito. Lo que las mujeres pueden tener que sufrir de este modo es imposible de describir humanamente. Hay maridos que consideran a sus mujeres como amas de casa glorificadas o secretarias; como una adquisición social; un simple medio de placer y propia satisfacción; en fin, como cualquier cosa excepto lo que realmente son: una parte de su vida.



LO QUE DIOS HA UNIDO



Pocos hombres se dan cuenta de que la familia y la vida que comparten con su esposa, deberían ser el punto principal de su vida. Ellos tienen una "profesión", unas ambiciones y sienten que todo lo demás debe estarles subordinado.

Aunque la esposa de un hombre tiene un derecho primario a su atención, no tiene un derecho único. Él tiene también un deber para con sus padres y para la sociedad. Pero si está casado, no es libre. Debe dedicarse en primer lugar y generosamente, a su mujer y su familia. Es absolutamente equivocado, por ejemplo, con la excusa de un trabajo social o piadoso, salir casi todas las noches de casa. Hay buenos católicos que lo hacen. El caso es que están gastando algo que no es suyo, algo que están robando a la esposa para servir - eso creen- a Dios. Pero Dios no quiere tal servicio. Muchísimo mejor y más meritorio es para un hombre pasar la noche en casa con su mujer o llevársela a algún espectáculo cuya diversión puedan compartir. Así desarrolla y mantiene vivo el amor por su mujer, así atiende la vida en comunidad. En esas ocasiones encontrará a Cristo en su mujer y más íntimamente que en sus prójimos necesitados o incluso - nos atreveríamos a decir- que en una visita al santísimo Sacramento. Porque Cristo está presente y debe ser recibido dondequiera que se cumpla su voluntad. Y su voluntad es que aquellos a quienes Él ha unido no deben ser separados por ningún hombre.

No es siempre el marido quien fracasa al vivir ciertas normas. No toda mujer aporta al matrimonio un ideal suficientemente elevado de entrega y sacrificio. Y el fracaso por parte de la mujer tiene consecuencias más extensas para la familia.

Las dificultades de los que se aman pueden disminuir cuando conocen, más profundamente, la naturaleza de la unión matrimonial. Como un grupo de notas puede formar un acorde o una melodía mucho mayor que las notas en sí, un hombre y una mujer pueden formar una nueva y mayor unidad. Son ya una sola carne; son, en realidad, una unidad especial en el Cuerpo Místico de Cristo. Todo lo que hacen puede ser hecho, en un sentido real y verdadero, por Cristo.



E. BOYLAND. O. CIST. ("Nuevo Pentecostés", N 32)