Enrique Vilar
La obediencia es un tema superdesarrollado en la ascética cristiana y a la que se le da un valor fundamental en todas las espiritualidades para el desarrollo y proceso de la santidad.
Por el contrario, hoy día, incluso en ambientes cristianos, se habla poco o nada sobre la obediencia, tal vez bajo la influencia de la cultura posmoderna. No cabe duda de que para la mayoría de la sociedad actual, es un tema completamente desfasado; para ella "no existe una fuente de autoridad exterior - sólo interior- y todo gira dentro de un relativismo ético. La verdad, como realidad objetiva, no existe".
Los cristianos, como seres humanos, que vivimos en este mundo, no podemos estar inmunes de esta influencia que nos rodea, y no faltan salpicaduras que nos llegan en forma muy sutil. Es el Espíritu, a través de la Palabra, el que viene en nuestra ayuda, siempre que estemos abiertos a su moción.
Me siento impresionado, cada vez que leo aquellas palabras de Pablo a los Filipenses (2,8) referidas a Jesús: "Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz". Bien sabemos, que toda la salvación de la humanidad estuvo asentada sobre la obediencia de Jesús al Padre. En Getsemaní, Jesús repetía: "Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya."(Lc.22, 42) Y ahora, nuestra salvación va a depender completamente de nuestra obediencia a Jesús como camino, verdad y vida, y haciéndolo Señor, único Señor de nuestras vidas.
No pretendo entrar en el tema de la obediencia, ya que hay muy amplia bibliografía sobre el mismo. Pretendo solo testimoniar mi vivencia sobre la obediencia desde el ángulo carismático. Esta es la razón del título: La obediencia carismática.
En relación a la obediencia, encontramos: La obediencia jurídica o legal: se obedece por obligación. La obediencia ministerial: se obedece a una persona por el cargo o ministerio que tiene. La obediencia moral: se obedece por respeto a la persona que dispone. La obediencia al director espiritual: se obedece porque uno mismo ha decidido obedecerle. La obediencia carismática es la base y fundamento de toda obediencia: se obedece para poder llegar a lo que dice Pablo a los Gálatas (2,20): "Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí." Si nuestro corazón no está abierto a este espíritu del que nos habla el Apóstol, toda obediencia quedaría reducida a puro formulismo y podrían aplicársenos las palabras del Señor: "Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí" (Mt. 15, 7-8). Más aún; una obediencia sin espíritu destruye psicológicamente a los individuos y entonces no son de extrañar ciertas actitudes contra todo lo que suene a "obediencia".
La primera vez que asistí a un Seminario de vida en el Espíritu, me llamó la atención la enseñanza del Señorío de Jesús. Quería captar algo que había en el fondo de esa enseñanza y no podía. Deseaba que Jesús fuese mi Señor y no sabía cómo. A través de los años he ido comprendiendo; el Espíritu me ha ido enseñando que solo muriendo al propio yo, Jesús puede tomar posesión del corazón como verdadero Señor. Y es ahí en donde se encuentra la verdadera y auténtica obediencia. Los acontecimientos de cada día aceptados con ese espíritu, nos van llevando, como de la mano, por ese camino de santidad.
No hay nada más difícil para el hombre que renunciar a su propio yo; en el paraíso terrenal, el hombre ya quiso ser dios y todavía hoy día no pierde la oportunidad de demostrar que es alguien y que está por encima de otros, como un dios. Su instinto lo lleva a realizar cualquier clase de estratagemas que demuestren que vale, que puede, que tiene poder... Ni sus propios fracasos le hacen desistir de tal empeño, siempre con la excusa de que la culpa es de otros. En último caso, cae en una triste depresión, motivada por su orgullo abatido.
Desde el punto de vista humano, ésta es la triste realidad. A pesar de todo, siempre quedará en pie la conocida frase de Jesús: "Nadie puede servir a dos señores" (Mt. 6,24). Si deseo que Jesús sea el Señor de mi vida, debo morir a mí mismo, mi orgullo debe ser vencido; no tengo alternativa. Debo ser triturado como trigo para ser hostia, debo morir como el grano en la tierra para que dé fruto: "En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn.12, 24). Es a través de la obediencia como el cristiano va muriendo a sí mismo. Así desarrolla el señorío de Jesús en su vida. Si ha sentido el amor de Jesús en su vida, debe confiar en Él y no tener miedo de morir a sí mismo; dejar que Jesús reine en su corazón es prueba de confianza.
Si recorremos la vida de los santos, en todos encontramos este proceso, independientemente del carisma de cada uno. Es que el seguimiento de Jesús nos lleva por este camino; Él nos dice: "Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón" (Mt. 11,21). Y además, nos dio ejemplo, muriendo, a pesar de ser inocente; y "no está el discípulo por encima del maestro" (Mt. 10, 24). María, la fiel discípula, dirá: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc. 1, 38). Dice sí, sin entender mucho de lo que le presentan, pero obedeciendo como esclava, anonadándose para que el Señor pueda vivir en ella, realiza el acto más trascendental de su vida.
Para que en este caminar no encontremos tropiezos, hay que tener bien claros dos conceptos, que al mismo tiempo son imprescindibles:
1) "SIN MÍ, NO PODÉIS HACER NADA " (Jn. 15,5)
Con nuestras fuerzas no podemos mover un dedo, y menos en esta área en donde las fibras más íntimas del hombre se mueven. Necesitamos de la gracia de Dios que no nos va a faltar si la pedimos con sinceridad de corazón. Tenemos tres medios principales para conseguir la fuerza de lo alto:
a) Pedir sinceramente al Espíritu Santo, fuente de toda santidad, su presencia en nosotros para que nos vaya transformando. Preparando un día unas clases de catecismo, me encontré con una definición de la gracia que me llamó poderosamente la atención: "La gracia es la presencia amorosa de Dios en el hombre, y con ello, la transformación del hombre en ella". Y el salmista exclamará: "Oh Dios, no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu Santo Espíritu" (Salmo 51 (50), 13). Quien vive diariamente la presencia de Dios tiene un buen camino recorrido.
b) La oración de alabanza. Una oración de alabanza, bien entendida, es aquella en donde el hombre mira a Dios, lo contempla en toda su grandeza, y cuanto más lo contempla más descubre su pequeñez, y la poca cosa o nada que es. No se puede entender ni compaginar la alabanza verdadera dirigida a Dios, con un espíritu orgulloso, altanero, que camina a toda costa por encima de los demás sin aceptar el sentir de la comunidad. Ante la alabanza, todo nuestro "yo" decrece, y así la alabanza es la puerta para que el Señorío de Jesús sea una realidad.
Hace unos años el Señor permitió que experimentase lo que acabo de decir. Fue una verdadera lección que siempre recordaré. Estando en oración de alabanza, contemplaba al Señor en su grandeza y amor. Y tuve un ímpetu de abrazarlo. No pude. Me vi impotente. Me sentí desilusionado, como aquel hombre que quiere abrazar a su madre y no tiene brazos. Pero de inmediato sentí que el Señor me abrazaba con gran amor. El resultado era el mismo. Y en mi corazón escuché claramente que me decía: Tú no puedes abrazarme por tu pequeñez, pero yo sí. DÉJATE ABRAZAR, DÉJATE AMAR. Solo te pido que no pongas obstáculos. Déjate amar. No pienses nada, no desees nada, no pidas nada. Déjate amar, déjate amar.
c) Los sacramentos.
· El Bautismo: fundamento de todo cristiano: sumergirse en el agua con el hombre viejo para que surja un hombre nuevo. Al morir a nuestras apetencias, nacemos a una vida de gracia.
· Sacramento de la reconciliación: Reconocemos nuestra realidad; somos pecadores. Y solamente al reconocer nuestra realidad podremos vencer, con la fuerza de la gracia del sacramento, todo orgullo, toda soberbia, podremos vencer a nuestro "yo" rebelde.
· Sacramento del Orden. Quien lo recibe, recibe el ministerio del servicio a Cristo, a través del servicio a los hombres. No existirá tal servicio a Cristo, si en él se busca el propio "yo", el dejarse ver.
· Sacramento del matrimonio. "Deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (Gen. 2,24). El hombre y la mujer deben renunciar a muchos de sus gustos particulares si desean formar un verdadero matrimonio, tener un caminar común.
· Especialmente la Eucaristía y la adoración ante Jesús Sacramentado. ¿Quién no ha sentido alguna vez el hechizo de un Dios tan grande que se deja ver, comer y beber a través de las especies del pan y del vino? Ante la majestad de un Dios que se presenta con tanta humildad y simplicidad, ¿quién no se siente pobre, nada? ¿Cómo aferrarse a pequeñeces cuando el Grande se empequeñece? No hay antídoto mejor a nuestra soberbia, a nuestras pretendidas aspiraciones a ser grandes, importantes, que recibir la eucaristía y pasarse horas ante Jesús sacramentado. ¡Cómo te enseña! ¡Cómo te ayuda! En una Semana de Oración, en el momento de la consagración, pidiendo al Señor que acrecentase mi fe en la Eucaristía, de golpe me vi en una obscuridad completa, en donde la Eucaristía era la mentira y la ridiculez más estúpida. Comulgué por puro respeto humano, debo confesarlo. Terminada la misa, me fui corriendo a una capilla y sin más le grité al Señor: Si realmente estás ahí en la Eucaristía, dame una prueba. La respuesta no se hizo esperar; en mi corazón sentí claramente estas palabras: "Si yo, siendo Dios, me desnudo externamente de mi divinidad en la Eucaristía; si yo, siendo hombre, me desnudo externamente incluso de mi humanidad; si tú, deseas entender algo sobre el misterio de la Eucaristía, lo harás en la medida en que te desnudes de tu "yo", y te hagas pequeño." La lección fue muy precisa y jamás la he olvidado. Desde entonces la Eucaristía ha sido mi apoyo en esa lucha de cada día contra el "yo".
2) MANIFESTAR Y ACTUAR LOS CARISMAS RECIBIDOS.
No hemos sido creados como individuos solitarios, sino que formamos parte de una comunidad. Y es ahí en donde hemos recibido del Espíritu los carismas para servicio de la comunidad. Estos carismas deben desarrollarse a través de su ejercicio. Todo carisma que no es ejercitado debidamente, se va deteriorando y llega a perderse; algo así como una herramienta que no es usada. Al mismo tiempo, si no usamos los carismas recibidos, es la comunidad la que pierde, ya que los carismas están dados para hacer crecer a la comunidad y para fortalecerla. En este contexto, debemos tener muy clara nuestra responsabilidad ante la comunidad a la que pertenecemos.
El Señorío de Jesús en nuestra vida, el tener que morir a nuestro "yo", el espíritu de obediencia sobre la que estamos tratando, en ninguna manera nos eximen del compromiso con nuestra comunidad, a cuyo bien y servcio debemos poner nuestras capacidades. No es acertado pensar que con nuestra obediencia perdemos nuestra personalidad; no es acertado creer que estamos ante un nihilismo y por ello que debamos eximirnos de todo servicio. No es acertado dejarnos llevar por cualquier corriente, sin juzgar cada circunstancia conforme a nuestro criterio y a los dones recibidos. No es acertado apelar a la frase: "sigo mi conciencia", para justificar una actitud que más bien es un aferrarse a la propia opinión.
Jesús, al desear ser el Señor de nuestras vidas, en ninguna manera pretende anularnos como personas; al contrario, desea que nuestras vidas tomen una nueva dimensión al encaminarse libremente hacia Él, hacia el cumplimiento de la voluntad divina. Hay que ver, pues, en el cumplimiento de la voluntad divina la clave de la verdadera obediencia. Lo crítico para el hombre es que no siempre esa voluntad de Dios coincide con nuestros criterios, con los deseos, con las apetencias de nuestro "yo". Ahí viene el momento duro y crucial en donde debemos morir: "Padre, no se haga mi voluntad sino la Tuya". "Obediente hasta la muerte".
Uno de los puntos más difíciles para el cristiano en su actuar, es cómo conocer la voluntad de Dios. Si bien no es normal que Dios nos hable al oído, sí lo hace a través de mociones que el Espíritu nos hace sentir en nuestro corazón; lo difícil en este caso es saber discernir de qué espíritu vienen, porque no faltan las que proceden también del espíritu del mal. Independientemente de ello, existen algunos criterios que nos pueden ayudar para conocer la voluntad de Dios en nuestra vida.
· La Palabra de Dios, debidamente interpretada. Sabiendo que la Iglesia es la depositaria de la Palabra de Dios y a ella le corresponde su interpretación, siempre habrá que recurrir a su criterio para no caer en errores.
· La guía de nuestros Pastores, de la Iglesia, que está dirigida por el Espíritu Santo. En temas de fe y moral básica (diez mandamientos), es infalible y única. En temas de doctrina y orientaciones cristianas, tiene una autoridad indiscutible, conferida por el sacramento del Orden.
· El discernimiento de la comunidad. Sabemos que el Espíritu se manifiesta en la comunidad y cuando ese discernimiento surge de una mayoría libremente ejercida, podemos entender que esa es la voluntad de Dios, aunque en la decisión haya error. (Dios escribe derecho con renglones torcidos). Ahora bien; el discernimiento de la comunidad nunca será válido si va contra la fe y la moral, contra lo que enseña la Iglesia.
· Hay un cuarto criterio que es básico, pero que a la vez necesita del apoyo de los anteriores. Es el criterio de la Caridad, del amor. "Lo que os mando es que os améis los unos a los otros" (Jn.15, 17). Cuando practicamos la caridad con los demás, cumplimos la voluntad de Dios.
· El discernimiento de quien ejerce la autoridad, legítimamente constituída. Este criterio es válido (no siempre se reconoce así) tanto para el que manda como para el que obedece. En muchas ocasiones no es fácil ver en ella la voluntad de Dios; pero siempre quedará aquello: "El que manda se podrá equivocar; el que obedece, nunca".
OPORTUNIDADES EN DONDE PRACTICAR LA OBEDIENCIA CARISMÁTICA.
No sería posible la obediencia si viviésemos solos. No se entendería el morir a nuestros egoísmos si no nos relacionásemos con otras personas. Es la convivencia diaria la oportunidad que Dios nos regala para trabajar el Señorío de Jesús en nuestro corazón. Como deseamos entrar en la práctica, nada mejor que ver los diversos campos en donde tendremos oportunidad de morir a nosotros mismos.
· LA RELACION CON DIOS. Hay una debilidad en el hombre, a veces muy sutil, que le lleva, casi sin darse cuenta, a crear su propio "reino", en contradicción a lo que reza cada día: "Venga a nosotros tu Reino". En las actividades apostólicas, en los sermones, en la evangelización, en los servicios en los distintos ministerios, en las obras de caridad, etc., casi siempre metemos la cuña de nuestra vanagloria. Nos gusta que se nos vea. Y a ello hay que morir. Y también hay que morir a las propias apetencias si queremos que Cristo reine en nosotros. ¡Cuántas veces nos creamos necesidades y llegamos, ampliando el término, a lo que Pablo nos dice: "Cuyo Dios es el vientre"! (Filp.3, 19). La gama de las apetencias del hombre es como un abanico, que podemos abrir o cerrar a voluntad; en la medida en que lo cerremos, ensancharemos la banda en donde Cristo podrá reinar.
· LA VIDA FAMILIAR Y DOMÉSTICA. Es el campo de batalla principal del hombre por el hecho de ser el pan de cada día. Continuamente estamos expuestos a que nuestro "yo" aflore. Será en la relación entre los esposos, entre los padres y los hijos, entre los demás familiares. Continuamente se exponen opiniones y hay que decidir aunque sea en las cosas más tontas. ¡Cuánto equilibrio hay que tener para mantener la paz! ¡Qué mejor oportunidad para ir dejando el propio "yo"! Siempre que no se toquen temas de fe y moral, siempre que la responsabilidad no tenga que actuar en cosas serias y de trascendencia, el ceder ante los gustos y opiniones de los demás, es un buen momento para morir a nosotros mismos, para perder (en la mentalidad del mundo), para vaciarnos de nuestras pequeñeces. Con esta actitud, qué bien se podrían aplicar las palabras de Jesús: "El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna" (Jn. 12, 25)
· LA COMUNIDAD, EL GRUPO, LA ASOCIACIÓN. El hombre necesita de la comunidad para crecer en la fe. Pero en esa comunidad cada uno aporta su carácter, su capacidad, su visión, su punto de mira. Si bien el espíritu les lleva a la unión, con todo, la parte humana aflora fácilmente y cada uno mete la cuchara conforme a su criterio. Es entonces, cuando se presentan las dificultades y los tropiezos. Y es justamente entonces cuando se nos ofrece la ocasión de morir a lo nuestro, de obedecer al sentir de la mayoría, de obedecer al que dirige la comunidad. No importa que tengamos razón o no; lo que importa es que con este acto de obediencia ensanchamos la banda del reinado de Jesús en nuestras vidas. No hay que interpretar esta "obediencia" como una negación de la propia personalidad; tenemos la obligación de aportar a la comunidad los dones que el Señor nos ha regalado, las ideas que creamos más convenientes para la comunidad y a defenderlas con razonamiento. Una vez hayamos cumplido con este deber para con la comunidad, es muy importante para crecer espiritualmente, aceptar la opinión de la mayoría o la decisión de los legítimos dirigentes, como un acto de fe y de sumisión, el cual redundará al mismo tiempo en bien de la armonía de la comunidad.
· LA PARTICIPACIÓN EN LOS "SERVICIOS". Si bien este campo forma parte del punto anterior, con todo tiene una característica especial. Todos los "servicios", principalmente los de coordinación, están dirigidos a presentar proyectos y tomar decisiones. Ello implica mayor ocasión de ejercer una obediencia responsable, un morir a las propias iniciativas. Hay momentos de fuerte tensión en los que solo el Espíritu puede venir en nuestra ayuda para no sucumbir ante la presión de nuestro "yo", poniendo en peligro la unidad del"servicio"; Jesús lo resalta con fuerza y claridad: "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc. 10,45). El P. René Jacob dirá: "Para nosotros es una llamada a dar nuestra vida por los hermanos, a morir para ellos... y por ellos. Si no estamos dispuestos a morir, es mejor renunciar a todo ministerio". (N. Pentecostés, n. 22-23 y 24)
· LA CORRECCIÓN FRATERNA. No se puede pasar por alto un tema muy puntual y que es un verdadero campo de batalla en donde nuestro "yo" debe ser vencido para que podamos crecer espiritualmente. La corrección fraterna surge del mandato del Señor, como una prolongación de la caridad hacia el hermano. No sabría decir para quién resulta más difícil cumplir con esta obligación: para el que corrige o para el que recibe la corrección. No cabe duda de que cuando recibimos una corrección, generalmente nuestro "yo" salta inmediatamente y buscamos mil argumentos para desviar la corrección. ¡Qué momento tan propicio nos presenta el Señor para superar nuestro egoísmo y nuestra altivez! Aceptando con humildad la corrección, aun en el caso de que no sea adecuada, manifestamos un espíritu de obediencia al hermano, dando entrada al Señorío de Jesús. Quienes hayan experimentado estos momentos con verdadero espíritu, podrán testimoniar la paz y la alegría que dejan en el corazón.
CONCLUSIÓN.
No hace mucho, buscando unos documentos, me encontré con una profecía que no sé quién la dijo ni cuándo (puede ser alrededor del año 1996). Me parece adecuado transcribirla. "El Señor nos pide que nos despojemos de todo lo nuestro, de nuestro yo, de nuestros criterios, de nuestros intelectualismos. En la medida en que nos despojemos, Él nos llenará con su Santo Espíritu: que es Espíritu de amor, Espíritu de unión."
Y en una forma muy bella, el salmista lo expresa: "Escucha, hija, mira, presta el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna, que prendado está el rey de tu belleza. Él es tu señor, ¡póstrate ante él!" (Salmo 45 (44), 11). Así podríamos decir: Olvida tu pueblo y la casa paterna, olvida lo que tienes (tu yo) y todas tus seguridades y abre tu corazón al que es el Señor, tu Señor.
Y Juan Bautista, en un acto de perfecta humildad, contesta gráficamente a los que le preguntan: "Es preciso que él (Jesús) crezca y que yo disminuya” (Juan, 3, 30). Es preciso, es necesario, es indispensable para toda renovación en el espíritu, seguir este proceso que Juan Bautista nos señala; de lo contrario, no tendremos vida cristiana, no tendremos renovación interior, no tendremos nada.
Señor Jesús, deseamos vivamente que tú seas el Señor de nuestras vidas; pero bien sabes que no nos resulta fácil obedecer muriendo a nosotros mismos. Te pedimos que derrames continuamente tu Santo Espíritu sobre nosotros para que, siguiendo tu ejemplo, podamos dar nuestra vida y así poder decir: "Es Cristo quien vive en mí". Amén.
La obediencia es un tema superdesarrollado en la ascética cristiana y a la que se le da un valor fundamental en todas las espiritualidades para el desarrollo y proceso de la santidad.
Por el contrario, hoy día, incluso en ambientes cristianos, se habla poco o nada sobre la obediencia, tal vez bajo la influencia de la cultura posmoderna. No cabe duda de que para la mayoría de la sociedad actual, es un tema completamente desfasado; para ella "no existe una fuente de autoridad exterior - sólo interior- y todo gira dentro de un relativismo ético. La verdad, como realidad objetiva, no existe".
Los cristianos, como seres humanos, que vivimos en este mundo, no podemos estar inmunes de esta influencia que nos rodea, y no faltan salpicaduras que nos llegan en forma muy sutil. Es el Espíritu, a través de la Palabra, el que viene en nuestra ayuda, siempre que estemos abiertos a su moción.
Me siento impresionado, cada vez que leo aquellas palabras de Pablo a los Filipenses (2,8) referidas a Jesús: "Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz". Bien sabemos, que toda la salvación de la humanidad estuvo asentada sobre la obediencia de Jesús al Padre. En Getsemaní, Jesús repetía: "Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya."(Lc.22, 42) Y ahora, nuestra salvación va a depender completamente de nuestra obediencia a Jesús como camino, verdad y vida, y haciéndolo Señor, único Señor de nuestras vidas.
No pretendo entrar en el tema de la obediencia, ya que hay muy amplia bibliografía sobre el mismo. Pretendo solo testimoniar mi vivencia sobre la obediencia desde el ángulo carismático. Esta es la razón del título: La obediencia carismática.
En relación a la obediencia, encontramos: La obediencia jurídica o legal: se obedece por obligación. La obediencia ministerial: se obedece a una persona por el cargo o ministerio que tiene. La obediencia moral: se obedece por respeto a la persona que dispone. La obediencia al director espiritual: se obedece porque uno mismo ha decidido obedecerle. La obediencia carismática es la base y fundamento de toda obediencia: se obedece para poder llegar a lo que dice Pablo a los Gálatas (2,20): "Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí." Si nuestro corazón no está abierto a este espíritu del que nos habla el Apóstol, toda obediencia quedaría reducida a puro formulismo y podrían aplicársenos las palabras del Señor: "Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí" (Mt. 15, 7-8). Más aún; una obediencia sin espíritu destruye psicológicamente a los individuos y entonces no son de extrañar ciertas actitudes contra todo lo que suene a "obediencia".
La primera vez que asistí a un Seminario de vida en el Espíritu, me llamó la atención la enseñanza del Señorío de Jesús. Quería captar algo que había en el fondo de esa enseñanza y no podía. Deseaba que Jesús fuese mi Señor y no sabía cómo. A través de los años he ido comprendiendo; el Espíritu me ha ido enseñando que solo muriendo al propio yo, Jesús puede tomar posesión del corazón como verdadero Señor. Y es ahí en donde se encuentra la verdadera y auténtica obediencia. Los acontecimientos de cada día aceptados con ese espíritu, nos van llevando, como de la mano, por ese camino de santidad.
No hay nada más difícil para el hombre que renunciar a su propio yo; en el paraíso terrenal, el hombre ya quiso ser dios y todavía hoy día no pierde la oportunidad de demostrar que es alguien y que está por encima de otros, como un dios. Su instinto lo lleva a realizar cualquier clase de estratagemas que demuestren que vale, que puede, que tiene poder... Ni sus propios fracasos le hacen desistir de tal empeño, siempre con la excusa de que la culpa es de otros. En último caso, cae en una triste depresión, motivada por su orgullo abatido.
Desde el punto de vista humano, ésta es la triste realidad. A pesar de todo, siempre quedará en pie la conocida frase de Jesús: "Nadie puede servir a dos señores" (Mt. 6,24). Si deseo que Jesús sea el Señor de mi vida, debo morir a mí mismo, mi orgullo debe ser vencido; no tengo alternativa. Debo ser triturado como trigo para ser hostia, debo morir como el grano en la tierra para que dé fruto: "En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn.12, 24). Es a través de la obediencia como el cristiano va muriendo a sí mismo. Así desarrolla el señorío de Jesús en su vida. Si ha sentido el amor de Jesús en su vida, debe confiar en Él y no tener miedo de morir a sí mismo; dejar que Jesús reine en su corazón es prueba de confianza.
Si recorremos la vida de los santos, en todos encontramos este proceso, independientemente del carisma de cada uno. Es que el seguimiento de Jesús nos lleva por este camino; Él nos dice: "Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón" (Mt. 11,21). Y además, nos dio ejemplo, muriendo, a pesar de ser inocente; y "no está el discípulo por encima del maestro" (Mt. 10, 24). María, la fiel discípula, dirá: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc. 1, 38). Dice sí, sin entender mucho de lo que le presentan, pero obedeciendo como esclava, anonadándose para que el Señor pueda vivir en ella, realiza el acto más trascendental de su vida.
Para que en este caminar no encontremos tropiezos, hay que tener bien claros dos conceptos, que al mismo tiempo son imprescindibles:
1) "SIN MÍ, NO PODÉIS HACER NADA " (Jn. 15,5)
Con nuestras fuerzas no podemos mover un dedo, y menos en esta área en donde las fibras más íntimas del hombre se mueven. Necesitamos de la gracia de Dios que no nos va a faltar si la pedimos con sinceridad de corazón. Tenemos tres medios principales para conseguir la fuerza de lo alto:
a) Pedir sinceramente al Espíritu Santo, fuente de toda santidad, su presencia en nosotros para que nos vaya transformando. Preparando un día unas clases de catecismo, me encontré con una definición de la gracia que me llamó poderosamente la atención: "La gracia es la presencia amorosa de Dios en el hombre, y con ello, la transformación del hombre en ella". Y el salmista exclamará: "Oh Dios, no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu Santo Espíritu" (Salmo 51 (50), 13). Quien vive diariamente la presencia de Dios tiene un buen camino recorrido.
b) La oración de alabanza. Una oración de alabanza, bien entendida, es aquella en donde el hombre mira a Dios, lo contempla en toda su grandeza, y cuanto más lo contempla más descubre su pequeñez, y la poca cosa o nada que es. No se puede entender ni compaginar la alabanza verdadera dirigida a Dios, con un espíritu orgulloso, altanero, que camina a toda costa por encima de los demás sin aceptar el sentir de la comunidad. Ante la alabanza, todo nuestro "yo" decrece, y así la alabanza es la puerta para que el Señorío de Jesús sea una realidad.
Hace unos años el Señor permitió que experimentase lo que acabo de decir. Fue una verdadera lección que siempre recordaré. Estando en oración de alabanza, contemplaba al Señor en su grandeza y amor. Y tuve un ímpetu de abrazarlo. No pude. Me vi impotente. Me sentí desilusionado, como aquel hombre que quiere abrazar a su madre y no tiene brazos. Pero de inmediato sentí que el Señor me abrazaba con gran amor. El resultado era el mismo. Y en mi corazón escuché claramente que me decía: Tú no puedes abrazarme por tu pequeñez, pero yo sí. DÉJATE ABRAZAR, DÉJATE AMAR. Solo te pido que no pongas obstáculos. Déjate amar. No pienses nada, no desees nada, no pidas nada. Déjate amar, déjate amar.
c) Los sacramentos.
· El Bautismo: fundamento de todo cristiano: sumergirse en el agua con el hombre viejo para que surja un hombre nuevo. Al morir a nuestras apetencias, nacemos a una vida de gracia.
· Sacramento de la reconciliación: Reconocemos nuestra realidad; somos pecadores. Y solamente al reconocer nuestra realidad podremos vencer, con la fuerza de la gracia del sacramento, todo orgullo, toda soberbia, podremos vencer a nuestro "yo" rebelde.
· Sacramento del Orden. Quien lo recibe, recibe el ministerio del servicio a Cristo, a través del servicio a los hombres. No existirá tal servicio a Cristo, si en él se busca el propio "yo", el dejarse ver.
· Sacramento del matrimonio. "Deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (Gen. 2,24). El hombre y la mujer deben renunciar a muchos de sus gustos particulares si desean formar un verdadero matrimonio, tener un caminar común.
· Especialmente la Eucaristía y la adoración ante Jesús Sacramentado. ¿Quién no ha sentido alguna vez el hechizo de un Dios tan grande que se deja ver, comer y beber a través de las especies del pan y del vino? Ante la majestad de un Dios que se presenta con tanta humildad y simplicidad, ¿quién no se siente pobre, nada? ¿Cómo aferrarse a pequeñeces cuando el Grande se empequeñece? No hay antídoto mejor a nuestra soberbia, a nuestras pretendidas aspiraciones a ser grandes, importantes, que recibir la eucaristía y pasarse horas ante Jesús sacramentado. ¡Cómo te enseña! ¡Cómo te ayuda! En una Semana de Oración, en el momento de la consagración, pidiendo al Señor que acrecentase mi fe en la Eucaristía, de golpe me vi en una obscuridad completa, en donde la Eucaristía era la mentira y la ridiculez más estúpida. Comulgué por puro respeto humano, debo confesarlo. Terminada la misa, me fui corriendo a una capilla y sin más le grité al Señor: Si realmente estás ahí en la Eucaristía, dame una prueba. La respuesta no se hizo esperar; en mi corazón sentí claramente estas palabras: "Si yo, siendo Dios, me desnudo externamente de mi divinidad en la Eucaristía; si yo, siendo hombre, me desnudo externamente incluso de mi humanidad; si tú, deseas entender algo sobre el misterio de la Eucaristía, lo harás en la medida en que te desnudes de tu "yo", y te hagas pequeño." La lección fue muy precisa y jamás la he olvidado. Desde entonces la Eucaristía ha sido mi apoyo en esa lucha de cada día contra el "yo".
2) MANIFESTAR Y ACTUAR LOS CARISMAS RECIBIDOS.
No hemos sido creados como individuos solitarios, sino que formamos parte de una comunidad. Y es ahí en donde hemos recibido del Espíritu los carismas para servicio de la comunidad. Estos carismas deben desarrollarse a través de su ejercicio. Todo carisma que no es ejercitado debidamente, se va deteriorando y llega a perderse; algo así como una herramienta que no es usada. Al mismo tiempo, si no usamos los carismas recibidos, es la comunidad la que pierde, ya que los carismas están dados para hacer crecer a la comunidad y para fortalecerla. En este contexto, debemos tener muy clara nuestra responsabilidad ante la comunidad a la que pertenecemos.
El Señorío de Jesús en nuestra vida, el tener que morir a nuestro "yo", el espíritu de obediencia sobre la que estamos tratando, en ninguna manera nos eximen del compromiso con nuestra comunidad, a cuyo bien y servcio debemos poner nuestras capacidades. No es acertado pensar que con nuestra obediencia perdemos nuestra personalidad; no es acertado creer que estamos ante un nihilismo y por ello que debamos eximirnos de todo servicio. No es acertado dejarnos llevar por cualquier corriente, sin juzgar cada circunstancia conforme a nuestro criterio y a los dones recibidos. No es acertado apelar a la frase: "sigo mi conciencia", para justificar una actitud que más bien es un aferrarse a la propia opinión.
Jesús, al desear ser el Señor de nuestras vidas, en ninguna manera pretende anularnos como personas; al contrario, desea que nuestras vidas tomen una nueva dimensión al encaminarse libremente hacia Él, hacia el cumplimiento de la voluntad divina. Hay que ver, pues, en el cumplimiento de la voluntad divina la clave de la verdadera obediencia. Lo crítico para el hombre es que no siempre esa voluntad de Dios coincide con nuestros criterios, con los deseos, con las apetencias de nuestro "yo". Ahí viene el momento duro y crucial en donde debemos morir: "Padre, no se haga mi voluntad sino la Tuya". "Obediente hasta la muerte".
Uno de los puntos más difíciles para el cristiano en su actuar, es cómo conocer la voluntad de Dios. Si bien no es normal que Dios nos hable al oído, sí lo hace a través de mociones que el Espíritu nos hace sentir en nuestro corazón; lo difícil en este caso es saber discernir de qué espíritu vienen, porque no faltan las que proceden también del espíritu del mal. Independientemente de ello, existen algunos criterios que nos pueden ayudar para conocer la voluntad de Dios en nuestra vida.
· La Palabra de Dios, debidamente interpretada. Sabiendo que la Iglesia es la depositaria de la Palabra de Dios y a ella le corresponde su interpretación, siempre habrá que recurrir a su criterio para no caer en errores.
· La guía de nuestros Pastores, de la Iglesia, que está dirigida por el Espíritu Santo. En temas de fe y moral básica (diez mandamientos), es infalible y única. En temas de doctrina y orientaciones cristianas, tiene una autoridad indiscutible, conferida por el sacramento del Orden.
· El discernimiento de la comunidad. Sabemos que el Espíritu se manifiesta en la comunidad y cuando ese discernimiento surge de una mayoría libremente ejercida, podemos entender que esa es la voluntad de Dios, aunque en la decisión haya error. (Dios escribe derecho con renglones torcidos). Ahora bien; el discernimiento de la comunidad nunca será válido si va contra la fe y la moral, contra lo que enseña la Iglesia.
· Hay un cuarto criterio que es básico, pero que a la vez necesita del apoyo de los anteriores. Es el criterio de la Caridad, del amor. "Lo que os mando es que os améis los unos a los otros" (Jn.15, 17). Cuando practicamos la caridad con los demás, cumplimos la voluntad de Dios.
· El discernimiento de quien ejerce la autoridad, legítimamente constituída. Este criterio es válido (no siempre se reconoce así) tanto para el que manda como para el que obedece. En muchas ocasiones no es fácil ver en ella la voluntad de Dios; pero siempre quedará aquello: "El que manda se podrá equivocar; el que obedece, nunca".
OPORTUNIDADES EN DONDE PRACTICAR LA OBEDIENCIA CARISMÁTICA.
No sería posible la obediencia si viviésemos solos. No se entendería el morir a nuestros egoísmos si no nos relacionásemos con otras personas. Es la convivencia diaria la oportunidad que Dios nos regala para trabajar el Señorío de Jesús en nuestro corazón. Como deseamos entrar en la práctica, nada mejor que ver los diversos campos en donde tendremos oportunidad de morir a nosotros mismos.
· LA RELACION CON DIOS. Hay una debilidad en el hombre, a veces muy sutil, que le lleva, casi sin darse cuenta, a crear su propio "reino", en contradicción a lo que reza cada día: "Venga a nosotros tu Reino". En las actividades apostólicas, en los sermones, en la evangelización, en los servicios en los distintos ministerios, en las obras de caridad, etc., casi siempre metemos la cuña de nuestra vanagloria. Nos gusta que se nos vea. Y a ello hay que morir. Y también hay que morir a las propias apetencias si queremos que Cristo reine en nosotros. ¡Cuántas veces nos creamos necesidades y llegamos, ampliando el término, a lo que Pablo nos dice: "Cuyo Dios es el vientre"! (Filp.3, 19). La gama de las apetencias del hombre es como un abanico, que podemos abrir o cerrar a voluntad; en la medida en que lo cerremos, ensancharemos la banda en donde Cristo podrá reinar.
· LA VIDA FAMILIAR Y DOMÉSTICA. Es el campo de batalla principal del hombre por el hecho de ser el pan de cada día. Continuamente estamos expuestos a que nuestro "yo" aflore. Será en la relación entre los esposos, entre los padres y los hijos, entre los demás familiares. Continuamente se exponen opiniones y hay que decidir aunque sea en las cosas más tontas. ¡Cuánto equilibrio hay que tener para mantener la paz! ¡Qué mejor oportunidad para ir dejando el propio "yo"! Siempre que no se toquen temas de fe y moral, siempre que la responsabilidad no tenga que actuar en cosas serias y de trascendencia, el ceder ante los gustos y opiniones de los demás, es un buen momento para morir a nosotros mismos, para perder (en la mentalidad del mundo), para vaciarnos de nuestras pequeñeces. Con esta actitud, qué bien se podrían aplicar las palabras de Jesús: "El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna" (Jn. 12, 25)
· LA COMUNIDAD, EL GRUPO, LA ASOCIACIÓN. El hombre necesita de la comunidad para crecer en la fe. Pero en esa comunidad cada uno aporta su carácter, su capacidad, su visión, su punto de mira. Si bien el espíritu les lleva a la unión, con todo, la parte humana aflora fácilmente y cada uno mete la cuchara conforme a su criterio. Es entonces, cuando se presentan las dificultades y los tropiezos. Y es justamente entonces cuando se nos ofrece la ocasión de morir a lo nuestro, de obedecer al sentir de la mayoría, de obedecer al que dirige la comunidad. No importa que tengamos razón o no; lo que importa es que con este acto de obediencia ensanchamos la banda del reinado de Jesús en nuestras vidas. No hay que interpretar esta "obediencia" como una negación de la propia personalidad; tenemos la obligación de aportar a la comunidad los dones que el Señor nos ha regalado, las ideas que creamos más convenientes para la comunidad y a defenderlas con razonamiento. Una vez hayamos cumplido con este deber para con la comunidad, es muy importante para crecer espiritualmente, aceptar la opinión de la mayoría o la decisión de los legítimos dirigentes, como un acto de fe y de sumisión, el cual redundará al mismo tiempo en bien de la armonía de la comunidad.
· LA PARTICIPACIÓN EN LOS "SERVICIOS". Si bien este campo forma parte del punto anterior, con todo tiene una característica especial. Todos los "servicios", principalmente los de coordinación, están dirigidos a presentar proyectos y tomar decisiones. Ello implica mayor ocasión de ejercer una obediencia responsable, un morir a las propias iniciativas. Hay momentos de fuerte tensión en los que solo el Espíritu puede venir en nuestra ayuda para no sucumbir ante la presión de nuestro "yo", poniendo en peligro la unidad del"servicio"; Jesús lo resalta con fuerza y claridad: "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc. 10,45). El P. René Jacob dirá: "Para nosotros es una llamada a dar nuestra vida por los hermanos, a morir para ellos... y por ellos. Si no estamos dispuestos a morir, es mejor renunciar a todo ministerio". (N. Pentecostés, n. 22-23 y 24)
· LA CORRECCIÓN FRATERNA. No se puede pasar por alto un tema muy puntual y que es un verdadero campo de batalla en donde nuestro "yo" debe ser vencido para que podamos crecer espiritualmente. La corrección fraterna surge del mandato del Señor, como una prolongación de la caridad hacia el hermano. No sabría decir para quién resulta más difícil cumplir con esta obligación: para el que corrige o para el que recibe la corrección. No cabe duda de que cuando recibimos una corrección, generalmente nuestro "yo" salta inmediatamente y buscamos mil argumentos para desviar la corrección. ¡Qué momento tan propicio nos presenta el Señor para superar nuestro egoísmo y nuestra altivez! Aceptando con humildad la corrección, aun en el caso de que no sea adecuada, manifestamos un espíritu de obediencia al hermano, dando entrada al Señorío de Jesús. Quienes hayan experimentado estos momentos con verdadero espíritu, podrán testimoniar la paz y la alegría que dejan en el corazón.
CONCLUSIÓN.
No hace mucho, buscando unos documentos, me encontré con una profecía que no sé quién la dijo ni cuándo (puede ser alrededor del año 1996). Me parece adecuado transcribirla. "El Señor nos pide que nos despojemos de todo lo nuestro, de nuestro yo, de nuestros criterios, de nuestros intelectualismos. En la medida en que nos despojemos, Él nos llenará con su Santo Espíritu: que es Espíritu de amor, Espíritu de unión."
Y en una forma muy bella, el salmista lo expresa: "Escucha, hija, mira, presta el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna, que prendado está el rey de tu belleza. Él es tu señor, ¡póstrate ante él!" (Salmo 45 (44), 11). Así podríamos decir: Olvida tu pueblo y la casa paterna, olvida lo que tienes (tu yo) y todas tus seguridades y abre tu corazón al que es el Señor, tu Señor.
Y Juan Bautista, en un acto de perfecta humildad, contesta gráficamente a los que le preguntan: "Es preciso que él (Jesús) crezca y que yo disminuya” (Juan, 3, 30). Es preciso, es necesario, es indispensable para toda renovación en el espíritu, seguir este proceso que Juan Bautista nos señala; de lo contrario, no tendremos vida cristiana, no tendremos renovación interior, no tendremos nada.
Señor Jesús, deseamos vivamente que tú seas el Señor de nuestras vidas; pero bien sabes que no nos resulta fácil obedecer muriendo a nosotros mismos. Te pedimos que derrames continuamente tu Santo Espíritu sobre nosotros para que, siguiendo tu ejemplo, podamos dar nuestra vida y así poder decir: "Es Cristo quien vive en mí". Amén.