D. Juan Antonio Reig Pla, Obispo de Segorbe-Castellón
Sin duda alguna el protagonismo al que están llamados los matrimonios y las familias cristianas en el desarrollo de la Nueva Evangelización debe considerarse un "signo de los tiempos". Todo parece indicar que, ante el fenómeno de la descristianización, la cultura de la increencia y la aguda crisis de los valores morales en nuestra sociedad, entre otras respuestas, el Espíritu está promoviendo una profunda revitalización de las familias cristianas. Estas, en efecto, "al igual que la Iglesia deben ser un espacio donde el evangelio es transmitido y desde donde este se irradia" (FC 52). Por eso el Papa Juan Pablo II insiste en la necesidad de recuperar la identidad cristiana de los matrimonios y de las familias para que, fieles al plan de Dios creador y salvador, logren ser en el seno de la Iglesia y en medio del mundo "el corazón de la Nueva Evangelización".
Entre los caminos obligados para la recuperación de la identidad cristiana del matrimonio, el primero, aunque poco transitado, es descubrir el Sacramento del matrimonio como "vocación", como llamada personal de Dios. Esta llamada, como en el caso del sacerdocio o de la vida consagrada en la virginidad, requiere discernimiento y una seria preparación, ya que el "seguimiento de Cristo" en la vida conyugal y familiar, además de ser "fuente de santificación personal", comporta el desarrollo de una "misión" necesaria para la Iglesia y para la sociedad.
La comunión entre Dios y los hombres halla su cumplimiento definitivo en Cristo Jesús, el Esposo que ama y se da como Salvador de la humanidad, uniéndola a sí como su cuerpo.
Él revela la verdad original del matrimonio, la verdad del "principio" y , liberando al hombre de la dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla plenamente.
Esta revelación alcanza su plenitud definitiva en el don de amor que el Verbo de Dios hace a la humanidad asumiendo la naturaleza humana, y en el sacrificio que Jesucristo hace de sí mismo en la cruz por su Esposa, la Iglesia. En este sacrificio se desvela enteramente el designio que Dios ha impreso en la humanidad del hombre y de la mujer desde su creación; el matrimonio de los bautizados se convierte así en el símbolo real de la nueva y eterna Alianza, sancionada con la sangre de Cristo. El Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la caridad conyugal, que es el modo propio y específico con que los esposos participan y están llamados a vivir la misma caridad de Cristo que se dona sobre la cruz.
La Iglesia, acogiendo y meditando fielmente la Palabra de Dios, ha enseñado solemnemente y enseña que el matrimonio de los bautizados es uno de los siete sacramentos de la Nueva Alianza.
En efecto, mediante el bautismo, el hombre y la mujer son injertados definitivamente en la Nueva y Eterna Alianza, en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. y debido a esta inserción indestructible, la comunidad íntima de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad esponsal de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora.
En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los esposos quedan vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia (FC 13).
Creados por Dios y hechos hijos suyos por el Bautismo, los creyentes saben que es Dios quien los llama personalmente a unirse en matrimonio. Esta vocación toca las raíces del alma, ya que es una llamada interior de Dios dirigida al corazón de un hombre y de una mujer como seres únicos e irrepetibles.
La "vocación" para un creyente supone un modo de estar en la Iglesia y en el mundo radicalmente singular: pertenecer al plan de Dios. Este plan, según enseña la Escritura, está trazado desde la eternidad y es anterior a la concepción misma en el seno materno (Jer 1,5). Así lo expresa bellamente la historia de Tobías, invitado por el ángel a recibir a Sara como esposa: "No temas; que ella te está destinada desde la eternidad; tú la salvarás, ella irá contigo y te dará hijos muy queridos. no te preocupes" (Tob 6, 18).
En el caso de la vocación al matrimonio Dios invita, en su llamada, a cierta persona para que sea cónyuge de otra; y esta invitación es mutua, No se trata, en efecto, de dos llamadas diferentes, para que ahora ellas libremente escoja, sino que el circuito es único y debe cerrarse en la única voluntad de Dios, que será la que libremente asuman los dos miembros de la pareja. Aislar a Dios en ese escoger seria entonces separarse de su deseo, salirse de su plan pensado amorosamente desde toda la eternidad. Más aún, dado que los bautizados no se pertenecen a sí mismos, sino al Señor que los ha comprado con su sangre (ICor 6, 19), rechazar la llamada de Dios seria no querer recibirse el uno al otro como "regalo" del Señor.
Al contemplar en toda su profundidad la vocación al matrimonio, comprendemos que la respuesta solo puede darse desde la fe y tras un profundo "discernimiento". Más allá de las afinidades mutuas y de los convencionalismos sociales, se trata de descubrir en el otro un "don de Dios" preparado para recorrer juntos el plan de salvación trazado por El. Desde esta perspectiva, lo verdaderamente importante es aprender a "mirar" al otro, no desde los propios prejuicios, sino como lo mira Dios. Este modo de "mirar" supera las limitaciones del propio razonamiento humano y es capaz de hacer descubrir, más allá del pecado y de la oscuridad, la potencialidad espiritual del otro, Si de algo estamos convencidos es que no existe persona humana sin defectos. Sin embargo, ver al otro como Dios lo mira es una invitación a no entrar en juicio (Mt 7, 1-2), sino despertar en él toda su capacidad de amor y de bondad. Así miró Jesús a Pedro (Lc 22,61), a Zaqueo (Lc 19,5) y a tantos otros, activando con su mirada su conversión y generosidad. Por eso la oración esencial de cada pareja debe ser: "Señor, enséñame a ver al marido -o a la esposa- que Tú me has dado, tal como Tú lo ves".
El contenido de la llamada de Dios se concreta en el seguimiento de Jesucristo, el cual pone de manifiesto el gran proyecto de amor que Dios tiene sobre el mundo. Jesucristo, en efecto, es Dios que se ha hecho hombre para hacer una alianza con los hombres. Es, como lo indica el signo de las bodas de Caná (Jn 2,1-11), Dios que viene a desposar a la humanidad. " Ahora" el agua de las purificaciones de los judíos, manifestación de la antigua ley que no podía salvar, va a ser sustituida por el vino nuevo de la Gracia, signo de la sangre de Cristo. Con esta sangre derramada en la cruz, quedará sellada la alianza definitiva de Dios, naciendo del costado de Cristo una nueva humanidad. Desde entonces al amor entre los esposos -purificado en las aguas bautismales y fortalecido en la Eucaristía con el "vino nuevo"- se le propone ser "signo eficaz de la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. Por eso el matrimonio, que especifica y orienta la vocación bautismal hacia el seguimiento de Cristo en cuanto esposo de la Iglesia, ha sido elevado a la dignidad de sacramento de la Nueva Alianza (Cat. 1613), haciéndose así el amor humano camino que conduce hacia Dios.
Tal como lo indica el Catecismo, "toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal del Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (Cf. Ef 5, 26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. Y, puesto que es signo y comunicación de la gracia, el matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza" (Cat. 1617).
La llamada personal de Dios necesita ser acogida también personalmente por cada hombre y cada mujer. Esta voz de Dios, que resuena en lo más profundo del corazón, es una invitación a salir de sí mismo para iniciar "juntos" un camino que conduce a expresar en su amor el amor de Cristo por la Iglesia.
El sacramento del matrimonio, en efecto, supone para el cristiano la respuesta a la llamada de Dios y la aceptación de la misión de ser signo de la alianza definitiva de Cristo con la Iglesia. Por eso la preparación al matrimonio cristiano es calificada por la Iglesia como un itinerario de fe. Esta preparación es "una ocasión privilegiada para que los novios vuelvan a descubrir y profundicen la fe recibida en el bautismo y alimentada con la educación cristiana. De esta manera reconocen y acogen libremente la vocación a vivir el seguimiento de Cristo y el servicio al Reino de Dios en el estado matrimonial" (FC 51, 3).
Ambos aspectos, la vocación y la misión, reclaman una preparación específica de los novios cristianos. Como indica el Catecismo, "para que el "sí" de los esposos sea un acto libre y responsable, y para que la alianza matrimonial tenga fundamentos humanos y cristianos, sólidos y estables, la preparación para el matrimonio es de primera importancia. El ejemplo y la enseñanza dados por los padres y por las familias son el camino privilegiado de esta preparación. El papel de los pastores y de la comunidad cristiana como "familia de Dios", es indispensable para la transmisión de los valores humanos y cristianos del matrimonio y de la familia (CIC can. 1063), y esto con mayor razón en nuestra época en la que muchos jóvenes conocen la experiencia de hogares rotos que ya no aseguran suficientemente esta iniciación" (Cat. 1632).
Pidamos a la Santísima Virgen María, Reina de la Familia, que ruegue por todas la familias y nos alcance del Padre, por intercesión de Jesucristo, el don del Espíritu Santo. Así sea.
(Nuevo Pentecostés, nº 79)
Sin duda alguna el protagonismo al que están llamados los matrimonios y las familias cristianas en el desarrollo de la Nueva Evangelización debe considerarse un "signo de los tiempos". Todo parece indicar que, ante el fenómeno de la descristianización, la cultura de la increencia y la aguda crisis de los valores morales en nuestra sociedad, entre otras respuestas, el Espíritu está promoviendo una profunda revitalización de las familias cristianas. Estas, en efecto, "al igual que la Iglesia deben ser un espacio donde el evangelio es transmitido y desde donde este se irradia" (FC 52). Por eso el Papa Juan Pablo II insiste en la necesidad de recuperar la identidad cristiana de los matrimonios y de las familias para que, fieles al plan de Dios creador y salvador, logren ser en el seno de la Iglesia y en medio del mundo "el corazón de la Nueva Evangelización".
Entre los caminos obligados para la recuperación de la identidad cristiana del matrimonio, el primero, aunque poco transitado, es descubrir el Sacramento del matrimonio como "vocación", como llamada personal de Dios. Esta llamada, como en el caso del sacerdocio o de la vida consagrada en la virginidad, requiere discernimiento y una seria preparación, ya que el "seguimiento de Cristo" en la vida conyugal y familiar, además de ser "fuente de santificación personal", comporta el desarrollo de una "misión" necesaria para la Iglesia y para la sociedad.
La comunión entre Dios y los hombres halla su cumplimiento definitivo en Cristo Jesús, el Esposo que ama y se da como Salvador de la humanidad, uniéndola a sí como su cuerpo.
Él revela la verdad original del matrimonio, la verdad del "principio" y , liberando al hombre de la dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla plenamente.
Esta revelación alcanza su plenitud definitiva en el don de amor que el Verbo de Dios hace a la humanidad asumiendo la naturaleza humana, y en el sacrificio que Jesucristo hace de sí mismo en la cruz por su Esposa, la Iglesia. En este sacrificio se desvela enteramente el designio que Dios ha impreso en la humanidad del hombre y de la mujer desde su creación; el matrimonio de los bautizados se convierte así en el símbolo real de la nueva y eterna Alianza, sancionada con la sangre de Cristo. El Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la caridad conyugal, que es el modo propio y específico con que los esposos participan y están llamados a vivir la misma caridad de Cristo que se dona sobre la cruz.
La Iglesia, acogiendo y meditando fielmente la Palabra de Dios, ha enseñado solemnemente y enseña que el matrimonio de los bautizados es uno de los siete sacramentos de la Nueva Alianza.
En efecto, mediante el bautismo, el hombre y la mujer son injertados definitivamente en la Nueva y Eterna Alianza, en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. y debido a esta inserción indestructible, la comunidad íntima de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad esponsal de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora.
En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los esposos quedan vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia (FC 13).
Creados por Dios y hechos hijos suyos por el Bautismo, los creyentes saben que es Dios quien los llama personalmente a unirse en matrimonio. Esta vocación toca las raíces del alma, ya que es una llamada interior de Dios dirigida al corazón de un hombre y de una mujer como seres únicos e irrepetibles.
La "vocación" para un creyente supone un modo de estar en la Iglesia y en el mundo radicalmente singular: pertenecer al plan de Dios. Este plan, según enseña la Escritura, está trazado desde la eternidad y es anterior a la concepción misma en el seno materno (Jer 1,5). Así lo expresa bellamente la historia de Tobías, invitado por el ángel a recibir a Sara como esposa: "No temas; que ella te está destinada desde la eternidad; tú la salvarás, ella irá contigo y te dará hijos muy queridos. no te preocupes" (Tob 6, 18).
En el caso de la vocación al matrimonio Dios invita, en su llamada, a cierta persona para que sea cónyuge de otra; y esta invitación es mutua, No se trata, en efecto, de dos llamadas diferentes, para que ahora ellas libremente escoja, sino que el circuito es único y debe cerrarse en la única voluntad de Dios, que será la que libremente asuman los dos miembros de la pareja. Aislar a Dios en ese escoger seria entonces separarse de su deseo, salirse de su plan pensado amorosamente desde toda la eternidad. Más aún, dado que los bautizados no se pertenecen a sí mismos, sino al Señor que los ha comprado con su sangre (ICor 6, 19), rechazar la llamada de Dios seria no querer recibirse el uno al otro como "regalo" del Señor.
Al contemplar en toda su profundidad la vocación al matrimonio, comprendemos que la respuesta solo puede darse desde la fe y tras un profundo "discernimiento". Más allá de las afinidades mutuas y de los convencionalismos sociales, se trata de descubrir en el otro un "don de Dios" preparado para recorrer juntos el plan de salvación trazado por El. Desde esta perspectiva, lo verdaderamente importante es aprender a "mirar" al otro, no desde los propios prejuicios, sino como lo mira Dios. Este modo de "mirar" supera las limitaciones del propio razonamiento humano y es capaz de hacer descubrir, más allá del pecado y de la oscuridad, la potencialidad espiritual del otro, Si de algo estamos convencidos es que no existe persona humana sin defectos. Sin embargo, ver al otro como Dios lo mira es una invitación a no entrar en juicio (Mt 7, 1-2), sino despertar en él toda su capacidad de amor y de bondad. Así miró Jesús a Pedro (Lc 22,61), a Zaqueo (Lc 19,5) y a tantos otros, activando con su mirada su conversión y generosidad. Por eso la oración esencial de cada pareja debe ser: "Señor, enséñame a ver al marido -o a la esposa- que Tú me has dado, tal como Tú lo ves".
El contenido de la llamada de Dios se concreta en el seguimiento de Jesucristo, el cual pone de manifiesto el gran proyecto de amor que Dios tiene sobre el mundo. Jesucristo, en efecto, es Dios que se ha hecho hombre para hacer una alianza con los hombres. Es, como lo indica el signo de las bodas de Caná (Jn 2,1-11), Dios que viene a desposar a la humanidad. " Ahora" el agua de las purificaciones de los judíos, manifestación de la antigua ley que no podía salvar, va a ser sustituida por el vino nuevo de la Gracia, signo de la sangre de Cristo. Con esta sangre derramada en la cruz, quedará sellada la alianza definitiva de Dios, naciendo del costado de Cristo una nueva humanidad. Desde entonces al amor entre los esposos -purificado en las aguas bautismales y fortalecido en la Eucaristía con el "vino nuevo"- se le propone ser "signo eficaz de la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. Por eso el matrimonio, que especifica y orienta la vocación bautismal hacia el seguimiento de Cristo en cuanto esposo de la Iglesia, ha sido elevado a la dignidad de sacramento de la Nueva Alianza (Cat. 1613), haciéndose así el amor humano camino que conduce hacia Dios.
Tal como lo indica el Catecismo, "toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal del Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (Cf. Ef 5, 26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. Y, puesto que es signo y comunicación de la gracia, el matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza" (Cat. 1617).
La llamada personal de Dios necesita ser acogida también personalmente por cada hombre y cada mujer. Esta voz de Dios, que resuena en lo más profundo del corazón, es una invitación a salir de sí mismo para iniciar "juntos" un camino que conduce a expresar en su amor el amor de Cristo por la Iglesia.
El sacramento del matrimonio, en efecto, supone para el cristiano la respuesta a la llamada de Dios y la aceptación de la misión de ser signo de la alianza definitiva de Cristo con la Iglesia. Por eso la preparación al matrimonio cristiano es calificada por la Iglesia como un itinerario de fe. Esta preparación es "una ocasión privilegiada para que los novios vuelvan a descubrir y profundicen la fe recibida en el bautismo y alimentada con la educación cristiana. De esta manera reconocen y acogen libremente la vocación a vivir el seguimiento de Cristo y el servicio al Reino de Dios en el estado matrimonial" (FC 51, 3).
Ambos aspectos, la vocación y la misión, reclaman una preparación específica de los novios cristianos. Como indica el Catecismo, "para que el "sí" de los esposos sea un acto libre y responsable, y para que la alianza matrimonial tenga fundamentos humanos y cristianos, sólidos y estables, la preparación para el matrimonio es de primera importancia. El ejemplo y la enseñanza dados por los padres y por las familias son el camino privilegiado de esta preparación. El papel de los pastores y de la comunidad cristiana como "familia de Dios", es indispensable para la transmisión de los valores humanos y cristianos del matrimonio y de la familia (CIC can. 1063), y esto con mayor razón en nuestra época en la que muchos jóvenes conocen la experiencia de hogares rotos que ya no aseguran suficientemente esta iniciación" (Cat. 1632).
Pidamos a la Santísima Virgen María, Reina de la Familia, que ruegue por todas la familias y nos alcance del Padre, por intercesión de Jesucristo, el don del Espíritu Santo. Así sea.
(Nuevo Pentecostés, nº 79)