"ESE ES EL QUE BAUTIZA CON ESPÍRITU SANTO" (Jn 1, 33)
P. RANIERO Cantalamesa
A través de los evangelios sinópticos y en particular del evangelio de Lucas, vemos como a partir del bautismo de Jesús, inmediatamente después, Jesús desarrolla todo su ministerio público "en el Espíritu Santo". Pero también el cuarto evangelio habla de este tema. Juan describe indirectamente el bautismo de Cristo, a través del testimonio que da Juan el Bautista. "Y Juan dio testimonio diciendo: He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él. Y yo no le conocía pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo" (Jn 1,32-33).
Apenas unos versículos antes Juan el Bautista presenta a Jesús ante el mundo diciendo: "He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29). Nosotros muy a menudo nos detenemos únicamente en este aspecto de la obra de Cristo. Dos veces resuena esta frase del Bautista en la misa: en la aclamación "Cordero de Dios..." y antes de la comunión. Pero el Precursor no se detiene allí. Junto a este aspecto, por así decirlo, negativo, de liberación del pecado, agrega inmediatamente el aspecto positivo de su obra, que es dar el Espíritu, la vida nueva. Casi siempre, cuando se describe la salvación escatológica, vienen resaltados estos dos elementos: la liberación del pecado y el don de la vida nueva. Así, por ejemplo, en Ezequiel 36, 25-27, en Hechos 2, 38 "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el Espíritu Santo".
El Evangelio de Cristo es principalmente el anuncio positivo de una nueva relación con Dios. Jesús no ha venido a "quitar" algo, sino a "dar": a dar la vida en abundancia. La primera cosa es solamente una condición para la segunda, porque, como decía el mismo Jesús, no se puede meter vino nuevo en odres viejos, es decir el Espíritu Santo en un corazón que aún está lleno de pecados.
El mundo tiene necesidad y sed de este anuncio en positivo que habla de vida, de plenitud, de alegría. La Iglesia católica es la mejor preparada para llevar tal anuncio al mundo, gracias a la concepción más positiva que tiene de la redención y de la gracia. La gracia no es, en la visión católica, sólo una "imputación externa de la justicia" que deja al hombre, en su interior, como antes, es decir pecador, sino que es el don de una vida nueva, la presencia misma de Dios en nosotros mediante su Espíritu.
"Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo". Jesús en el Jordán, recibe el Espíritu para luego darlo; es bautizado en el Espíritu Santo, para bautizar en el Espíritu Santo. El Espíritu que nos confiere a nosotros es el mismo que el Padre le ha conferido a Él. Un mismo Espíritu por lo tanto es el que habita en nosotros y en él, en la cabeza y en los miembros, como una misma es la sangre que tienen los hijos de un mismo padre.
¿Pero qué significa que Jesús es aquel que "bautiza en Espíritu Santo"? Sirve para distinguir el bautismo de Cristo respecto al de Juan, que bautiza solamente "con agua". Pero no todo se agota ahí. La expresión sirve para distinguir también la entera persona y la obra de Cristo de la del Precursor. En otras palabras: en toda su obra Jesús es "aquel que bautiza en Espíritu santo". Bautizar tiene aquí un significado metafórico que quiere decir inundar, recubrir, como hace el agua con los cuerpos. Jesús "bautiza" en Espíritu Santo en el sentido que "da el Espíritu sin medida" e "infunde" su Espíritu (Hch 2, 33) sobre toda la humanidad redimida. La expresión se refiere más al acontecimiento de Pentecostés que al sacramento del bautismo, como se deduce del texto de los Hechos: "Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis santificados en el Espíritu Santo dentro de pocos días" (Hch 1,5).
La expresión "bautizar en el Espíritu Santo" define por lo tanto la obra esencial del Mesías que ya en el Antiguo Testamento aparece dirigida a regenerar la humanidad en el Espíritu Santo. Aplicando todo esto a la vida de la Iglesia, debemos decir que Jesús resucitado no bautiza en Espíritu Santo únicamente en el sacramento del bautismo, sino que también en la Eucaristía, también cuando escuchamos su palabra, siempre.
1. EL BAUTISMO EN EL ESPÍRITU
Hoy él lo está llevando a cabo con el modo nuevo y especial llamado "el bautismo en el Espíritu", o "la efusión del Espíritu", que ha hecho su aparición entre los cristianos a principios de nuestro siglo, entre las iglesias protestantes, y que luego, con la llamada Renovación carismática, se ha difundido en casi todas las iglesias cristianas, comprendida la Iglesia católica.
El bautismo en el Espíritu está ciertamente relacionado con el sacramento del bautismo, como indica el mismo nombre. Sobre esto se ha insistido mucho y justamente. En su libro "lniciación cristiana y bautismo en el Espíritu Santo" y, de una manera más breve, en el opúsculo "Reavivar la llama" (Fanning the Flame), K. McDonnell y G. Montague se han esforzado por demostrar que el "bautismo en el Espíritu" es un momento y un aspecto integrante de la iniciación cristiana y que como tal fue conocido y practicado en la Iglesia primitiva.
Para entender cómo un sacramento recibido al inicio de la vida, en la infancia, pueda improvisadamente encenderse de nuevo y volver a irradiar tanta energía espiritual, nos ayudará el recordar algunos principios de teología sacramental. La teología tradicional conoce el concepto del sacramento "ligado", o "impedido". Se dice ligado un sacramento que, aún siendo válido, no puede producir sus frutos a causa de un impedimento. Un caso extremo de esto es por ejemplo el sacramento del matrimonio o del orden sagrado recibido en estado de pecado mortal. Éste no produce ninguna gracia de estado. Pero si, con la penitencia, se quita el obstáculo, se dice que el sacramento "revive" (reviviscit) y confiere su gracia propia, sin necesidad de que sea repetido el rito sacramental.
Podemos aplicar analógicamente este concepto al bautismo. El bautismo es en muchos casos un sacramento "ligado", no a causa del pecado, sino a causa de la falta o de la debilidad de la fe, que constituye un requisito esencial. Fe y bautismo siempre han sido presentado juntos en el Nuevo Testamento: "Quien crea y se bautice será salvo". Cuando el bautismo era administrado a los adultos, después de una conversión y la aceptación explícita de Jesús como Señor, los dos factores actuaban juntamente, se realizaba una sincronización que encendía una gran luz en la vida de las personas, como cuando los dos polos, negativo y positivo, de la corriente eléctrica se ponen juntos. Más tarde se difundió la práctica de bautizar a los niños. Pero por muchos siglos esto no implicaba un problema tan grave, porque viviendo en una sociedad y en una cultura inmersa en la fe cristiana, la Iglesia anticipaba la fe del niño, se hacía garante, en espera de que él mismo pudiera hacer su formal acto de fe personal. Familia, escuela, sociedad lo educaban - se entiende más o menos bien, según los tiempos y los lugares- en la fe. Pero desde hace un tiempo se sabe que la situación ha cambiado y que son siempre más numerosos los casos de personas bautizadas que no llegan jamás a completar el propio bautismo con el necesario acto de fe. El bautismo continúa siendo un sacramento "ligado". Es una especie de don envuelto en una caja de regalo recibido al inicio de la vida, en el cual están encerrados los títulos más nobles (hijo de Dios, hermano de Cristo, miembro del cuerpo místico, templo del Espíritu Santo...), pero que no ha sido abierto jamás, y por lo tanto permanece en gran parte inactivado.
El bautismo en el Espíritu es la ocasión en la cual la persona se convierte, elige libre y personalmente a Cristo como su Señor, confirma su bautismo. Es como cuando el cable se enchufa en el tomacorriente, se provoca el contacto, y la luz se enciende.
Por estos motivos es justo, repito, ver el bautismo en el Espíritu en relación con el bautismo sacramento, como su complemento o renovación. Pero no es suficiente.
La frase "bautizar con Espíritu Santo" no se refiere únicamente a aquello que hace Jesús en el sacramento del bautismo, sino que abarca toda su obra y especialmente Pentecostés. Nosotros no podemos explicar el actual bautismo en el Espíritu únicamente como un efecto retardado de nuestro bautismo sacramental. No es sólo nuestro bautismo lo que "revive" con éste, sino la confirmación, la primera comunión, la ordenación sacerdotal, la ordenación episcopal, la profesión religiosa, el matrimonio, todo. Es verdaderamente la gracia de "un nuevo Pentecostés". Una iniciativa nueva, libre y soberana de la gracia de Dios que se funda, como todo el resto, en el bautismo, pero que no se acaba allí. No dice referencia sólo a la iniciación, sino también al desarrollo y a la perfección de la vida cristiana.
Sólo de este modo, se explica la presencia del bautismo en el Espíritu entre los Pentecostales, para los cuales la iniciación es un concepto extraño y el mismo sacramento del bautismo no tiene la importancia que tiene para nosotros los católicos. El bautismo en el Espíritu tiene en su raíz misma una dimensión ecuménica que es necesario preservar a toda costa.
2. LA SOBRIA EMBRIAGUEZ DEL ESPÍRITU
Aquello por lo tanto que llamamos bautismo en el Espíritu no es otra cosa que un modo con el cual se cumple también hoy, en medio de nosotros, la palabra de Juan Bautista: "Él es el que bautiza con Espíritu Santo".
Para ilustrar lo que sucedió a los apóstoles el día de Pentecostés, los Padres usan una expresión que se ha difundido mucho en la espiritualidad cristiana: "la sobria embriaguez del Espíritu", que es como decir una "moderada inmoderación". Aquel día los apóstoles ante la gente de Jerusalén daban la impresión de estar borrachos. ¡Y lo estaban!, exclama san Cirilo de Jerusalén. Sólo que se trataba de una embriaguez especial: no de vino, sino del Espíritu Santo. San Pablo mismo parece aludir a esta paradoja de la sobria embriaguez, cuando escribe a los Efesios: "No os embriaguéis con vino...; llenaos más bien del Espíritu" (Ef5, 18).
El día que el Papa Pablo VI recibió por primera vez a los representantes de la Renovación carismática católica, en el 1975, en el himno de laúdes del breviario, había una frase de san Ambrosio:"laeti bibamus sobriam profusionem Spiritus", es decir, "Bebamos con alegría de la abundancia sobria del Espíritu". Recordándolo, el Papa dijo a los presentes que estas palabras podían ser el programa de la Renovación carismática: hacer revivir en la Iglesia aquella época de entusiasmo y de fervor espiritual que hizo tan vibrante y fuerte la fe de los primeros cristianos.
El bautismo en el Espíritu se ha revelado, en realidad un medio simple pero eficaz para realizar este programa. Son infinitos los testimonios de las personas que han hecho la experiencia. Es una gracia que cambia la vida. En el congreso internacional de Pneumatología, celebrado en el Vaticano con ocasión del XVI centenario del concilio ecuménico de Constantinopla, en 1981, hablando de la Renovación carismática y del bautismo en el Espíritu, el teólogo Y. Congar dijo: "Una cosa es cierta: es una realidad que cambia la vida de las personas".
¿Cuál es el efecto principal de la embriaguez material, de vino, de droga y otras cosas similares? La persona embriagada sale fuera de sí, sobrepasa sus límites y horizontes ordinarios. También la embriaguez espiritual provoca lo mismo: hace salir de sí. Pero no para vivir y actuar a un nivel por debajo de la razón, sino para entrar en el horizonte mismo de Dios...
Nuestra actividad puede ser de dos tipos: acciones hechas por nosotros mismos, teniendo en cuenta el Evangelio, la moral, el buen sentido, la experiencia; o acciones hechas "en el Espíritu", es decir no solamente humanas, sino divinas, con el sello de la potencia del Espíritu. Es de esta distinción de la que habla san Pablo cuando escribe: "y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder" (1 Cor 2, 4). El mundo ha vuelto a ser de tal manera impermeable al mensaje, tan orgulloso y seguro de sus descubrimientos, que no se le puede vencer ni convencer con el primer tipo de acciones, sino sólo con el segundo. Ésta es la razón por la cual tenemos necesidad "de la potencia de lo alto", de la sobria embriaguez del Espíritu...
Es necesario recorrer el camino de la santidad en dos direcciones. Es cierto que es necesario practicar la mortificación, la ascesis, es decir la sobriedad, para llegar a la experiencia de Dios, es decir a la embriaguez, pero también es cierto que es necesario haber experimentado la potencia de Dios para abrazar el camino de la renuncia. "Si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis" (Rm 8, 13). Esta segunda es la vía que Jesús hizo seguir a los apóstoles. Antes de Pentecostés ellos no fueron capaces de poner en práctica casi nada de lo que habían escuchado de Jesús mismo. Después en cambio... No recibieron el Espíritu en Pentecostés porque se habían purificado, sino que se purificaron porque habían recibido el Espíritu.
A esta fundamental necesidad responde el bautismo en el Espíritu. El concilio ha recordado la llamada universal a la santidad de todos los cristianos y el bautismo en el Espíritu impulsa a la santidad, no a uno o dos cristianos, sino a una muchedumbre de hombres y de mujeres. El bautismo en el Espíritu no es por lo tanto el fin o el "non plus ultra" de la santidad; al contrario, entra en el ámbito de lo que los doctores han llamado "las gracias iniciales". Ayuda a ser "fervorosos en el Espíritu" (Rm 12, 11), es decir a entrar en aquel estado en el cual se cumplen las acciones el servicio de Dios "con solicitud, constancia y con alegría" (así san Basilio define el fervor espiritual).
3. UN TESTIMONIO PERSONAL
¿Pero el bautismo en el Espíritu es posiblemente el único medio para obtener este fervor y esta sobria embriaguez del Espíritu? ¿No bastan los medios ordinarios de la gracia: los sacramentos, la palabra de Dios? Ciertamente, sólo que debemos estar atentos a no caer en el mismo error en el cual cayeron los escribas y los fariseos. Ellos decían a Jesús: Hay seis días en la semana para trabajar, ¿por qué sanas en sábado? Sería extraño que, sin darnos cuenta, viniéramos también nosotros a decirle a Jesús: Hay siete sacramentos con los cuales obrar y santificar a la gente: ¿Por qué actuar de este modo desconocido? La Iglesia ha superado esta mentalidad cuando en la Lumen Gentium 12 ha incluido la conocida declaración: "El Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno, según quiere, sus dones". De esta manera se ha afirmado que existen dos direcciones desde las cuales sopla el Espíritu: desde lo alto a través de las vías institucionales y jerárquicas y, desde debajo, por así decirlo, de todo el cuerpo, con los dones que suscita libremente cuando y donde quiere.
Pero no quisiera ser yo mismo quien limitase la libertad del Espíritu, exactamente cuando trato de defenderla. Si por "bautismo en el Espíritu" entendemos un cierto rito, hecho de una cierta forma, en un cierto contexto y con ciertas connotaciones, no; ni siquiera ése es el único medio para tener la experiencia de Pentecostés hoy. Ha habido y hay cristianos que han tenido la experiencia de Dios, de la visita fuerte del Espíritu, sin saber qué es el bautismo en el Espíritu.
Sin embargo el bautismo en el Espíritu se ha revelado como un medio potente para reavivar la vida espiritual de millones de personas, una auténtica "corriente de gracia", como amaba definirla el cardenal Suenens. Tendremos por lo tanto que pensar bien antes de llegar a la conclusión de que esto no es para nosotros, o que podemos dejarlo de lado. Yo estaba a punto de ser uno de éstos y por ello quisiera contar brevemente mi experiencia. También porque todas las objeciones que por lo general detienen a los sacerdotes a abrirse a esta realidad, creo que yo me las he planteado antes. Creo que mi pobre experiencia podría ayudar a alguno, si no a otra cosa, por lo menos a no cometer los mismos errores.
Yo soy un sacerdote capuchino. Hasta hace algunos años, era profesor ordinario de Historia de los orígenes cristianos y Director del Departamento de ciencias religiosas en la Universidad Católica del Sagrado Corazón de Milán. Se trataba de un servicio bueno para la Iglesia y la investigación; así al menos me aseguraban mis superiores. Yo no obstante no me sentía satisfecho y sentía vagamente la necesidad de un cambio radical. Jesús quería contar más en mi vida; no le bastaba "aquel conocimiento impersonal", del cual ya les he hablado alguna vez. Pero sentía, al mismo tiempo, que no tendría jamás la fuerza para realizar un cambio tal.
En 1974 comencé a oír hablar de la Renovación carismática y a la persona que me habló le dije que no fuera más a aquel lugar. Después me acerqué un poco más a esta realidad, especialmente porque las personas, en vez de ofenderse de mis críticas, parecían amarme ahora aún más y me invitaban a impartirles enseñanzas. Algunas cosas que veía me fascinaban porque, en base a mi especialización, reconocía sin dificultad que eran idénticas a aquellas que sucedían en las primeras comunidades cristianas. Otras cosas (hablar en lenguas, profetizar) me molestaban y las rechazaba.
Finalmente, en 1977, una persona de Milán ofreció algunos billetes para ir a los Estados Unidos a participar en una gran reunión carismática ecuménica en Kansas City. Y yo que por aquel tiempo debía ir a los Estados Unidos acepté uno. Aquello que veía en Kansas City era claramente una profecía para la Iglesia. Cuarenta mil cristianos -la mitad católicos y la otra mitad de otras confesiones- reunidos a la tarde en el estadio a orar juntos y a escuchar la palabra de Dios. Una tarde hubo una profecía, decía: "¡Llorad, haced lamento, porque el cuerpo de mi Hijo está destrozado! Vosotros laicos, vosotros sacerdotes, vosotros obispos: ¡llorad y haced lamento porque el cuerpo de mi Hijo está destrozado!" Uno después del otro, todos en el estadio cayeron de rodillas sollozando y esto sucedía mientras un mensaje luminoso se proyectaba contra el cielo oscuro de una parte a la otra del estadio: "JESUS IS LORD!: JESÚS ES EL SEÑOR!" Parecía una profecía de la Iglesia del futuro, la Iglesia que todos esperamos, en donde los creyentes estén reunidos en el arrepentimiento, bajo el soberano señorío de Cristo.
¿ Y, me pueden creer? , todo esto no bastó. Yo continuaba observando todo esto como desde el exterior, diciendo dentro de mí: esto sí, esto no. Una palabra de Jesús aún continuaba resonando en mi corazón y no podía quitármela de la mente: "¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis; dichosos los oídos que escuchan lo que vosotros escucháis!" Una vez se cantaba el canto que narra la historia de Jericó que cae, con el estribillo que repetía: Jerico must fall, Jericó debe caer. Los compañeros que habían venido conmigo desde Italia, entonces, me daban codazos, diciéndome: ¡Escucha bien, porque tú eres Jericó!
De Kansas City nos dirigimos a una comunidad carismática de New Jersey en donde se tenía una semana de retiro sobre la Trinidad. Buscaba separarme del grupo para ir a mi convento de capuchinos. Pero un sacerdote lleno de caridad me repetía: quédate aún esta semana con nosotros. Recuerdo que al final me dije a mí mismo: "Pero ésta no es una casa de perdición, es una casa de retiros: si permanezco, ciertamente que no me puede hacer mal. ¡Pues bien, me quedo!" Era esto lo que el Señor quería (Es conmovedor ver cómo se contenta con poco).
y aquí se situaron aquellas objeciones de las cuales hablaba antes, que tuve que superar una por una. Me decía a mí mismo: pero si yo soy hijo de san Francisco, poseo una magnífica espiritualidad, tantos santos... ¿Qué es lo que busco entre estos hermanos, qué me pueden dar de nuevo? Mientras me hacía estos razonamientos, en el fondo de la sala (era un encuentro de oración) una hermana abrió la Biblia y comenzó a leer. ¿Y qué fue lo que leyó? Era el pasaje donde Juan el Bautista dice a los fariseos: "¡No digáis en vuestros corazones: Somos hijos de Abraham, somos hijos de Abraham!" Entendí que estaba dirigido a mí y cambié mi oración al Señor, ahora decía: Señor no digo más que soy hijo de san Francisco, sino que te pido a ti que me hagas con tu Espíritu realmente hijo de san Francisco, porque hasta ahora no lo he sido.
Pero no todo terminaba allí ( os he dicho que me he defendido con todas las fuerzas). Pero si yo -me decía a mí mismo- soy un sacerdote ordenado por el obispo, he recibido el Espíritu Santo. ¿Por qué debo arrodillarme ante los hermanos, incluso laicos, y aceptar que oren por mí? Esta vez la respuesta me vino directamente con una simple reflexión teológica. Me pareció oír la voz misma de Jesús que me decía: " ¿ y yo entonces? ¿ Viniendo al mundo, no había sido consagrado por el mismo Padre? ¿Acaso no poseía yo la plenitud del Espíritu desde mi encarnación? y no obstante acepté ser bautizado por Juan Bautista -¡que también era un laico!- y el Padre me dio una nueva plenitud de Espíritu para mi misión, por vosotros". Entonces dije como Job: He hablado una vez, y no lo repetiré. Cierro la boca. Bautízame, Señor, con tu Espíritu... Mientras me preparaba a recibir el bautismo en el Espíritu con una buena confesión general, recordando toda mi vida me veía como un cochero que, con las riendas en mano, había buscado dirigir la carreta como quería: algunas veces lento, otras veloz, ahora a la derecha, luego a la izquierda. Pero sin resultado. En ese momento fue como si Jesús se sentara junto a mí (no piensen en nada extraordinario, visiones, o cosas similares; eran como simples flashs, imágenes interiores corrientísimas) y me dijera: " ¿Quieres darme las riendas de tu vida?"
Muchos de los que han tenido la experiencia del bautismo en el Espíritu resaltan este hecho: lo que decide todo es un acto total de abandono a la voluntad de Dios, un rendirse y entregarse a él sin reservas, dejarle las riendas de nuestra vida. Uno de los que participaron en el primer retiro carismático en 1967, resume así el acontecimiento: "Nosotros nos entregamos completamente a Jesús y Jesús nos entregó su Espíritu".
Durante la oración de los hermanos por la efusión del Espíritu, en el momento en que me invitaban a elegir de nuevo a Jesús como Señor de mi vida, recuerdo que alcé los ojos que fueron a posarse sobre el crucifijo que estaba sobre el altar. Era como si esperara mi mirada para decirme: Atento, no te engañes, Raniero, éste es el Jesús que eliges como tu Señor, no otro, no un Jesús fácil o de color de rosa. Comprendí que la Renovación en el Espíritu es una cosa distinta a un acontecimiento formado de emociones o de entusiasmos superficiales; lleva directamente al corazón del Evangelio.
No se dio nada de espectacular. Sólo que una vez llegado al convento al cual había sido destinado, me di cuenta de que algo estaba cambiando: mi oración. De regreso a Italia, pueden imaginar la felicidad de los hermanos. Decían: hemos enviado a América a Saulo y nos han devuelto a Pablo! Después de poco tiempo, sucedió el hecho que cambió mi vida y que yo atribuyo a la gracia del bautismo en el Espíritu. Un día, mientras estaba orando en mi habitación, tuve otra de aquellas imágenes interiores, posiblemente sugerida por el versículo bíblico que estaba reflexionando. Era como si Jesús pasara delante de mí con la misma actitud que tenía cuando regresando del Jordán se disponía a dar inicio a su predicación. Decía: Si quieres venir a ayudarme a proclamar el reino de Dios, ¡deja todo y ven!
"Deja todo", quería decir la enseñanza en la universidad, todo aquello que has hecho hasta ahora. Por un momento tuve miedo de no estar preparado, porque aquel Jesús parecía que estaba decidido y tenía prisa; invitaba pero no se detenía.
Pero me di cuenta de que en mi corazón existía ya un sí pacífico, seguro, puesto allí, estoy convencido, por la gracia de Dios. Me levanté siendo un hombre diverso del que había comenzado a orar. Me dirigí a mi superior general a comunicarle mi inspiración y fue allí donde descubrí qué gran don es para nosotros los católicos y para nosotros los religiosos y sacerdotes el tener una autoridad, el tener a tales representantes de Dios sobre la tierra. Sólo así pude estar seguro de que era realmente la voluntad de Dios, y no una presunta inspiración mía. Mi superior me dijo que esperase un año, después del cual estuvo de acuerdo en que se trataba realmente de una llamada de Dios y me dio su bendición para comenzar a ser predicador itinerante del Evangelio, al estilo de san Francisco de Asís.
No habían pasado tres meses, cuando me llegó de Roma la noticia de que el Papa me había nombrado Predicador de la Casa Pontificia, cargo que cubro desde hace 12 años. A decir verdad, es él, el Santo Padre, quien me predica a mí, con su humildad, encontrando el tiempo cada viernes por la mañana, en Adviento y en Cuaresma, para venir a escuchar la palabra de un simple sacerdote de la Iglesia.
Así es como yo he querido, al igual que san Pablo, "dar testimonio de la gracia de Dios", porque es cierto que todo es pura gracia de Dios. Lo he hecho para que así mi "gracias" suba a Dios, multiplicado por el gracias de todos vosotros. Hemos llegado así al final de nuestro retiro. Deseo compartir con vosotros, un recuerdo personal, una última palabra de Dios. El día que mi superior general me dio el permiso para abandonar la enseñanza universitaria para dedicarme totalmente a la predicación del reino, había, en el oficio de lectura un pasaje del profeta Ageo: Dios dijo al sumo sacerdote y a todo el pueblo una vez que éstos habían comenzado a reconstruir el templo: "¡Mas ahora, ten ánimo, Zorobabel, oráculo de Yahvé; ánimo, Josué, hijo de Yehosadaq, sumo sacerdote, ánimo, pueblo todo de la tierra!, oráculo de Yahvé. ¡A la obra, que estoy yo con vosotros... y en medio de vosotros se mantiene mi Espíritu!" (Ag 2, 4-5). Era un lluvioso día de otoño y la plaza de San Pedro, en donde me había retirado a orar al Apóstol, estaba desierta. Sentí de improviso el impulso de alzar la vista hacia la ventana del Santo Padre y me puse a decir fuerte (no había nadie en los alrededores): "Ánimo, Juan Pablo II, sumo sacerdote, ánimo pueblo todo de la tierra, y a trabajar porque yo estoy con vosotros, dice el Señor!"
Pero no todo terminó allí. Tres meses después, como he dicho, fui nombrado Predicador de la Casa Pontificia y cuando me encontré por primera vez en la presencia del Papa no pude por menos que recordar aquel acontecimiento. Lo compartí con todos y repetí de nuevo aquellas palabras. Desde aquel día he repetido muy a menudo las palabras del profeta, en mis giras por el mundo. "¡Animo pueblo todo de esta tierra, y al trabajo, porque yo estoy con vosotros, dice el Señor. Mi Espíritu está con vosotros!" .
(Publicado en: UNGIDOS POR EL ESPIRITU (Edicep,1993).)
Nuevo Pentecostés, n. 44-45
P. RANIERO Cantalamesa
A través de los evangelios sinópticos y en particular del evangelio de Lucas, vemos como a partir del bautismo de Jesús, inmediatamente después, Jesús desarrolla todo su ministerio público "en el Espíritu Santo". Pero también el cuarto evangelio habla de este tema. Juan describe indirectamente el bautismo de Cristo, a través del testimonio que da Juan el Bautista. "Y Juan dio testimonio diciendo: He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él. Y yo no le conocía pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo" (Jn 1,32-33).
Apenas unos versículos antes Juan el Bautista presenta a Jesús ante el mundo diciendo: "He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29). Nosotros muy a menudo nos detenemos únicamente en este aspecto de la obra de Cristo. Dos veces resuena esta frase del Bautista en la misa: en la aclamación "Cordero de Dios..." y antes de la comunión. Pero el Precursor no se detiene allí. Junto a este aspecto, por así decirlo, negativo, de liberación del pecado, agrega inmediatamente el aspecto positivo de su obra, que es dar el Espíritu, la vida nueva. Casi siempre, cuando se describe la salvación escatológica, vienen resaltados estos dos elementos: la liberación del pecado y el don de la vida nueva. Así, por ejemplo, en Ezequiel 36, 25-27, en Hechos 2, 38 "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el Espíritu Santo".
El Evangelio de Cristo es principalmente el anuncio positivo de una nueva relación con Dios. Jesús no ha venido a "quitar" algo, sino a "dar": a dar la vida en abundancia. La primera cosa es solamente una condición para la segunda, porque, como decía el mismo Jesús, no se puede meter vino nuevo en odres viejos, es decir el Espíritu Santo en un corazón que aún está lleno de pecados.
El mundo tiene necesidad y sed de este anuncio en positivo que habla de vida, de plenitud, de alegría. La Iglesia católica es la mejor preparada para llevar tal anuncio al mundo, gracias a la concepción más positiva que tiene de la redención y de la gracia. La gracia no es, en la visión católica, sólo una "imputación externa de la justicia" que deja al hombre, en su interior, como antes, es decir pecador, sino que es el don de una vida nueva, la presencia misma de Dios en nosotros mediante su Espíritu.
"Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo". Jesús en el Jordán, recibe el Espíritu para luego darlo; es bautizado en el Espíritu Santo, para bautizar en el Espíritu Santo. El Espíritu que nos confiere a nosotros es el mismo que el Padre le ha conferido a Él. Un mismo Espíritu por lo tanto es el que habita en nosotros y en él, en la cabeza y en los miembros, como una misma es la sangre que tienen los hijos de un mismo padre.
¿Pero qué significa que Jesús es aquel que "bautiza en Espíritu Santo"? Sirve para distinguir el bautismo de Cristo respecto al de Juan, que bautiza solamente "con agua". Pero no todo se agota ahí. La expresión sirve para distinguir también la entera persona y la obra de Cristo de la del Precursor. En otras palabras: en toda su obra Jesús es "aquel que bautiza en Espíritu santo". Bautizar tiene aquí un significado metafórico que quiere decir inundar, recubrir, como hace el agua con los cuerpos. Jesús "bautiza" en Espíritu Santo en el sentido que "da el Espíritu sin medida" e "infunde" su Espíritu (Hch 2, 33) sobre toda la humanidad redimida. La expresión se refiere más al acontecimiento de Pentecostés que al sacramento del bautismo, como se deduce del texto de los Hechos: "Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis santificados en el Espíritu Santo dentro de pocos días" (Hch 1,5).
La expresión "bautizar en el Espíritu Santo" define por lo tanto la obra esencial del Mesías que ya en el Antiguo Testamento aparece dirigida a regenerar la humanidad en el Espíritu Santo. Aplicando todo esto a la vida de la Iglesia, debemos decir que Jesús resucitado no bautiza en Espíritu Santo únicamente en el sacramento del bautismo, sino que también en la Eucaristía, también cuando escuchamos su palabra, siempre.
1. EL BAUTISMO EN EL ESPÍRITU
Hoy él lo está llevando a cabo con el modo nuevo y especial llamado "el bautismo en el Espíritu", o "la efusión del Espíritu", que ha hecho su aparición entre los cristianos a principios de nuestro siglo, entre las iglesias protestantes, y que luego, con la llamada Renovación carismática, se ha difundido en casi todas las iglesias cristianas, comprendida la Iglesia católica.
El bautismo en el Espíritu está ciertamente relacionado con el sacramento del bautismo, como indica el mismo nombre. Sobre esto se ha insistido mucho y justamente. En su libro "lniciación cristiana y bautismo en el Espíritu Santo" y, de una manera más breve, en el opúsculo "Reavivar la llama" (Fanning the Flame), K. McDonnell y G. Montague se han esforzado por demostrar que el "bautismo en el Espíritu" es un momento y un aspecto integrante de la iniciación cristiana y que como tal fue conocido y practicado en la Iglesia primitiva.
Para entender cómo un sacramento recibido al inicio de la vida, en la infancia, pueda improvisadamente encenderse de nuevo y volver a irradiar tanta energía espiritual, nos ayudará el recordar algunos principios de teología sacramental. La teología tradicional conoce el concepto del sacramento "ligado", o "impedido". Se dice ligado un sacramento que, aún siendo válido, no puede producir sus frutos a causa de un impedimento. Un caso extremo de esto es por ejemplo el sacramento del matrimonio o del orden sagrado recibido en estado de pecado mortal. Éste no produce ninguna gracia de estado. Pero si, con la penitencia, se quita el obstáculo, se dice que el sacramento "revive" (reviviscit) y confiere su gracia propia, sin necesidad de que sea repetido el rito sacramental.
Podemos aplicar analógicamente este concepto al bautismo. El bautismo es en muchos casos un sacramento "ligado", no a causa del pecado, sino a causa de la falta o de la debilidad de la fe, que constituye un requisito esencial. Fe y bautismo siempre han sido presentado juntos en el Nuevo Testamento: "Quien crea y se bautice será salvo". Cuando el bautismo era administrado a los adultos, después de una conversión y la aceptación explícita de Jesús como Señor, los dos factores actuaban juntamente, se realizaba una sincronización que encendía una gran luz en la vida de las personas, como cuando los dos polos, negativo y positivo, de la corriente eléctrica se ponen juntos. Más tarde se difundió la práctica de bautizar a los niños. Pero por muchos siglos esto no implicaba un problema tan grave, porque viviendo en una sociedad y en una cultura inmersa en la fe cristiana, la Iglesia anticipaba la fe del niño, se hacía garante, en espera de que él mismo pudiera hacer su formal acto de fe personal. Familia, escuela, sociedad lo educaban - se entiende más o menos bien, según los tiempos y los lugares- en la fe. Pero desde hace un tiempo se sabe que la situación ha cambiado y que son siempre más numerosos los casos de personas bautizadas que no llegan jamás a completar el propio bautismo con el necesario acto de fe. El bautismo continúa siendo un sacramento "ligado". Es una especie de don envuelto en una caja de regalo recibido al inicio de la vida, en el cual están encerrados los títulos más nobles (hijo de Dios, hermano de Cristo, miembro del cuerpo místico, templo del Espíritu Santo...), pero que no ha sido abierto jamás, y por lo tanto permanece en gran parte inactivado.
El bautismo en el Espíritu es la ocasión en la cual la persona se convierte, elige libre y personalmente a Cristo como su Señor, confirma su bautismo. Es como cuando el cable se enchufa en el tomacorriente, se provoca el contacto, y la luz se enciende.
Por estos motivos es justo, repito, ver el bautismo en el Espíritu en relación con el bautismo sacramento, como su complemento o renovación. Pero no es suficiente.
La frase "bautizar con Espíritu Santo" no se refiere únicamente a aquello que hace Jesús en el sacramento del bautismo, sino que abarca toda su obra y especialmente Pentecostés. Nosotros no podemos explicar el actual bautismo en el Espíritu únicamente como un efecto retardado de nuestro bautismo sacramental. No es sólo nuestro bautismo lo que "revive" con éste, sino la confirmación, la primera comunión, la ordenación sacerdotal, la ordenación episcopal, la profesión religiosa, el matrimonio, todo. Es verdaderamente la gracia de "un nuevo Pentecostés". Una iniciativa nueva, libre y soberana de la gracia de Dios que se funda, como todo el resto, en el bautismo, pero que no se acaba allí. No dice referencia sólo a la iniciación, sino también al desarrollo y a la perfección de la vida cristiana.
Sólo de este modo, se explica la presencia del bautismo en el Espíritu entre los Pentecostales, para los cuales la iniciación es un concepto extraño y el mismo sacramento del bautismo no tiene la importancia que tiene para nosotros los católicos. El bautismo en el Espíritu tiene en su raíz misma una dimensión ecuménica que es necesario preservar a toda costa.
2. LA SOBRIA EMBRIAGUEZ DEL ESPÍRITU
Aquello por lo tanto que llamamos bautismo en el Espíritu no es otra cosa que un modo con el cual se cumple también hoy, en medio de nosotros, la palabra de Juan Bautista: "Él es el que bautiza con Espíritu Santo".
Para ilustrar lo que sucedió a los apóstoles el día de Pentecostés, los Padres usan una expresión que se ha difundido mucho en la espiritualidad cristiana: "la sobria embriaguez del Espíritu", que es como decir una "moderada inmoderación". Aquel día los apóstoles ante la gente de Jerusalén daban la impresión de estar borrachos. ¡Y lo estaban!, exclama san Cirilo de Jerusalén. Sólo que se trataba de una embriaguez especial: no de vino, sino del Espíritu Santo. San Pablo mismo parece aludir a esta paradoja de la sobria embriaguez, cuando escribe a los Efesios: "No os embriaguéis con vino...; llenaos más bien del Espíritu" (Ef5, 18).
El día que el Papa Pablo VI recibió por primera vez a los representantes de la Renovación carismática católica, en el 1975, en el himno de laúdes del breviario, había una frase de san Ambrosio:"laeti bibamus sobriam profusionem Spiritus", es decir, "Bebamos con alegría de la abundancia sobria del Espíritu". Recordándolo, el Papa dijo a los presentes que estas palabras podían ser el programa de la Renovación carismática: hacer revivir en la Iglesia aquella época de entusiasmo y de fervor espiritual que hizo tan vibrante y fuerte la fe de los primeros cristianos.
El bautismo en el Espíritu se ha revelado, en realidad un medio simple pero eficaz para realizar este programa. Son infinitos los testimonios de las personas que han hecho la experiencia. Es una gracia que cambia la vida. En el congreso internacional de Pneumatología, celebrado en el Vaticano con ocasión del XVI centenario del concilio ecuménico de Constantinopla, en 1981, hablando de la Renovación carismática y del bautismo en el Espíritu, el teólogo Y. Congar dijo: "Una cosa es cierta: es una realidad que cambia la vida de las personas".
¿Cuál es el efecto principal de la embriaguez material, de vino, de droga y otras cosas similares? La persona embriagada sale fuera de sí, sobrepasa sus límites y horizontes ordinarios. También la embriaguez espiritual provoca lo mismo: hace salir de sí. Pero no para vivir y actuar a un nivel por debajo de la razón, sino para entrar en el horizonte mismo de Dios...
Nuestra actividad puede ser de dos tipos: acciones hechas por nosotros mismos, teniendo en cuenta el Evangelio, la moral, el buen sentido, la experiencia; o acciones hechas "en el Espíritu", es decir no solamente humanas, sino divinas, con el sello de la potencia del Espíritu. Es de esta distinción de la que habla san Pablo cuando escribe: "y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder" (1 Cor 2, 4). El mundo ha vuelto a ser de tal manera impermeable al mensaje, tan orgulloso y seguro de sus descubrimientos, que no se le puede vencer ni convencer con el primer tipo de acciones, sino sólo con el segundo. Ésta es la razón por la cual tenemos necesidad "de la potencia de lo alto", de la sobria embriaguez del Espíritu...
Es necesario recorrer el camino de la santidad en dos direcciones. Es cierto que es necesario practicar la mortificación, la ascesis, es decir la sobriedad, para llegar a la experiencia de Dios, es decir a la embriaguez, pero también es cierto que es necesario haber experimentado la potencia de Dios para abrazar el camino de la renuncia. "Si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis" (Rm 8, 13). Esta segunda es la vía que Jesús hizo seguir a los apóstoles. Antes de Pentecostés ellos no fueron capaces de poner en práctica casi nada de lo que habían escuchado de Jesús mismo. Después en cambio... No recibieron el Espíritu en Pentecostés porque se habían purificado, sino que se purificaron porque habían recibido el Espíritu.
A esta fundamental necesidad responde el bautismo en el Espíritu. El concilio ha recordado la llamada universal a la santidad de todos los cristianos y el bautismo en el Espíritu impulsa a la santidad, no a uno o dos cristianos, sino a una muchedumbre de hombres y de mujeres. El bautismo en el Espíritu no es por lo tanto el fin o el "non plus ultra" de la santidad; al contrario, entra en el ámbito de lo que los doctores han llamado "las gracias iniciales". Ayuda a ser "fervorosos en el Espíritu" (Rm 12, 11), es decir a entrar en aquel estado en el cual se cumplen las acciones el servicio de Dios "con solicitud, constancia y con alegría" (así san Basilio define el fervor espiritual).
3. UN TESTIMONIO PERSONAL
¿Pero el bautismo en el Espíritu es posiblemente el único medio para obtener este fervor y esta sobria embriaguez del Espíritu? ¿No bastan los medios ordinarios de la gracia: los sacramentos, la palabra de Dios? Ciertamente, sólo que debemos estar atentos a no caer en el mismo error en el cual cayeron los escribas y los fariseos. Ellos decían a Jesús: Hay seis días en la semana para trabajar, ¿por qué sanas en sábado? Sería extraño que, sin darnos cuenta, viniéramos también nosotros a decirle a Jesús: Hay siete sacramentos con los cuales obrar y santificar a la gente: ¿Por qué actuar de este modo desconocido? La Iglesia ha superado esta mentalidad cuando en la Lumen Gentium 12 ha incluido la conocida declaración: "El Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno, según quiere, sus dones". De esta manera se ha afirmado que existen dos direcciones desde las cuales sopla el Espíritu: desde lo alto a través de las vías institucionales y jerárquicas y, desde debajo, por así decirlo, de todo el cuerpo, con los dones que suscita libremente cuando y donde quiere.
Pero no quisiera ser yo mismo quien limitase la libertad del Espíritu, exactamente cuando trato de defenderla. Si por "bautismo en el Espíritu" entendemos un cierto rito, hecho de una cierta forma, en un cierto contexto y con ciertas connotaciones, no; ni siquiera ése es el único medio para tener la experiencia de Pentecostés hoy. Ha habido y hay cristianos que han tenido la experiencia de Dios, de la visita fuerte del Espíritu, sin saber qué es el bautismo en el Espíritu.
Sin embargo el bautismo en el Espíritu se ha revelado como un medio potente para reavivar la vida espiritual de millones de personas, una auténtica "corriente de gracia", como amaba definirla el cardenal Suenens. Tendremos por lo tanto que pensar bien antes de llegar a la conclusión de que esto no es para nosotros, o que podemos dejarlo de lado. Yo estaba a punto de ser uno de éstos y por ello quisiera contar brevemente mi experiencia. También porque todas las objeciones que por lo general detienen a los sacerdotes a abrirse a esta realidad, creo que yo me las he planteado antes. Creo que mi pobre experiencia podría ayudar a alguno, si no a otra cosa, por lo menos a no cometer los mismos errores.
Yo soy un sacerdote capuchino. Hasta hace algunos años, era profesor ordinario de Historia de los orígenes cristianos y Director del Departamento de ciencias religiosas en la Universidad Católica del Sagrado Corazón de Milán. Se trataba de un servicio bueno para la Iglesia y la investigación; así al menos me aseguraban mis superiores. Yo no obstante no me sentía satisfecho y sentía vagamente la necesidad de un cambio radical. Jesús quería contar más en mi vida; no le bastaba "aquel conocimiento impersonal", del cual ya les he hablado alguna vez. Pero sentía, al mismo tiempo, que no tendría jamás la fuerza para realizar un cambio tal.
En 1974 comencé a oír hablar de la Renovación carismática y a la persona que me habló le dije que no fuera más a aquel lugar. Después me acerqué un poco más a esta realidad, especialmente porque las personas, en vez de ofenderse de mis críticas, parecían amarme ahora aún más y me invitaban a impartirles enseñanzas. Algunas cosas que veía me fascinaban porque, en base a mi especialización, reconocía sin dificultad que eran idénticas a aquellas que sucedían en las primeras comunidades cristianas. Otras cosas (hablar en lenguas, profetizar) me molestaban y las rechazaba.
Finalmente, en 1977, una persona de Milán ofreció algunos billetes para ir a los Estados Unidos a participar en una gran reunión carismática ecuménica en Kansas City. Y yo que por aquel tiempo debía ir a los Estados Unidos acepté uno. Aquello que veía en Kansas City era claramente una profecía para la Iglesia. Cuarenta mil cristianos -la mitad católicos y la otra mitad de otras confesiones- reunidos a la tarde en el estadio a orar juntos y a escuchar la palabra de Dios. Una tarde hubo una profecía, decía: "¡Llorad, haced lamento, porque el cuerpo de mi Hijo está destrozado! Vosotros laicos, vosotros sacerdotes, vosotros obispos: ¡llorad y haced lamento porque el cuerpo de mi Hijo está destrozado!" Uno después del otro, todos en el estadio cayeron de rodillas sollozando y esto sucedía mientras un mensaje luminoso se proyectaba contra el cielo oscuro de una parte a la otra del estadio: "JESUS IS LORD!: JESÚS ES EL SEÑOR!" Parecía una profecía de la Iglesia del futuro, la Iglesia que todos esperamos, en donde los creyentes estén reunidos en el arrepentimiento, bajo el soberano señorío de Cristo.
¿ Y, me pueden creer? , todo esto no bastó. Yo continuaba observando todo esto como desde el exterior, diciendo dentro de mí: esto sí, esto no. Una palabra de Jesús aún continuaba resonando en mi corazón y no podía quitármela de la mente: "¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis; dichosos los oídos que escuchan lo que vosotros escucháis!" Una vez se cantaba el canto que narra la historia de Jericó que cae, con el estribillo que repetía: Jerico must fall, Jericó debe caer. Los compañeros que habían venido conmigo desde Italia, entonces, me daban codazos, diciéndome: ¡Escucha bien, porque tú eres Jericó!
De Kansas City nos dirigimos a una comunidad carismática de New Jersey en donde se tenía una semana de retiro sobre la Trinidad. Buscaba separarme del grupo para ir a mi convento de capuchinos. Pero un sacerdote lleno de caridad me repetía: quédate aún esta semana con nosotros. Recuerdo que al final me dije a mí mismo: "Pero ésta no es una casa de perdición, es una casa de retiros: si permanezco, ciertamente que no me puede hacer mal. ¡Pues bien, me quedo!" Era esto lo que el Señor quería (Es conmovedor ver cómo se contenta con poco).
y aquí se situaron aquellas objeciones de las cuales hablaba antes, que tuve que superar una por una. Me decía a mí mismo: pero si yo soy hijo de san Francisco, poseo una magnífica espiritualidad, tantos santos... ¿Qué es lo que busco entre estos hermanos, qué me pueden dar de nuevo? Mientras me hacía estos razonamientos, en el fondo de la sala (era un encuentro de oración) una hermana abrió la Biblia y comenzó a leer. ¿Y qué fue lo que leyó? Era el pasaje donde Juan el Bautista dice a los fariseos: "¡No digáis en vuestros corazones: Somos hijos de Abraham, somos hijos de Abraham!" Entendí que estaba dirigido a mí y cambié mi oración al Señor, ahora decía: Señor no digo más que soy hijo de san Francisco, sino que te pido a ti que me hagas con tu Espíritu realmente hijo de san Francisco, porque hasta ahora no lo he sido.
Pero no todo terminaba allí ( os he dicho que me he defendido con todas las fuerzas). Pero si yo -me decía a mí mismo- soy un sacerdote ordenado por el obispo, he recibido el Espíritu Santo. ¿Por qué debo arrodillarme ante los hermanos, incluso laicos, y aceptar que oren por mí? Esta vez la respuesta me vino directamente con una simple reflexión teológica. Me pareció oír la voz misma de Jesús que me decía: " ¿ y yo entonces? ¿ Viniendo al mundo, no había sido consagrado por el mismo Padre? ¿Acaso no poseía yo la plenitud del Espíritu desde mi encarnación? y no obstante acepté ser bautizado por Juan Bautista -¡que también era un laico!- y el Padre me dio una nueva plenitud de Espíritu para mi misión, por vosotros". Entonces dije como Job: He hablado una vez, y no lo repetiré. Cierro la boca. Bautízame, Señor, con tu Espíritu... Mientras me preparaba a recibir el bautismo en el Espíritu con una buena confesión general, recordando toda mi vida me veía como un cochero que, con las riendas en mano, había buscado dirigir la carreta como quería: algunas veces lento, otras veloz, ahora a la derecha, luego a la izquierda. Pero sin resultado. En ese momento fue como si Jesús se sentara junto a mí (no piensen en nada extraordinario, visiones, o cosas similares; eran como simples flashs, imágenes interiores corrientísimas) y me dijera: " ¿Quieres darme las riendas de tu vida?"
Muchos de los que han tenido la experiencia del bautismo en el Espíritu resaltan este hecho: lo que decide todo es un acto total de abandono a la voluntad de Dios, un rendirse y entregarse a él sin reservas, dejarle las riendas de nuestra vida. Uno de los que participaron en el primer retiro carismático en 1967, resume así el acontecimiento: "Nosotros nos entregamos completamente a Jesús y Jesús nos entregó su Espíritu".
Durante la oración de los hermanos por la efusión del Espíritu, en el momento en que me invitaban a elegir de nuevo a Jesús como Señor de mi vida, recuerdo que alcé los ojos que fueron a posarse sobre el crucifijo que estaba sobre el altar. Era como si esperara mi mirada para decirme: Atento, no te engañes, Raniero, éste es el Jesús que eliges como tu Señor, no otro, no un Jesús fácil o de color de rosa. Comprendí que la Renovación en el Espíritu es una cosa distinta a un acontecimiento formado de emociones o de entusiasmos superficiales; lleva directamente al corazón del Evangelio.
No se dio nada de espectacular. Sólo que una vez llegado al convento al cual había sido destinado, me di cuenta de que algo estaba cambiando: mi oración. De regreso a Italia, pueden imaginar la felicidad de los hermanos. Decían: hemos enviado a América a Saulo y nos han devuelto a Pablo! Después de poco tiempo, sucedió el hecho que cambió mi vida y que yo atribuyo a la gracia del bautismo en el Espíritu. Un día, mientras estaba orando en mi habitación, tuve otra de aquellas imágenes interiores, posiblemente sugerida por el versículo bíblico que estaba reflexionando. Era como si Jesús pasara delante de mí con la misma actitud que tenía cuando regresando del Jordán se disponía a dar inicio a su predicación. Decía: Si quieres venir a ayudarme a proclamar el reino de Dios, ¡deja todo y ven!
"Deja todo", quería decir la enseñanza en la universidad, todo aquello que has hecho hasta ahora. Por un momento tuve miedo de no estar preparado, porque aquel Jesús parecía que estaba decidido y tenía prisa; invitaba pero no se detenía.
Pero me di cuenta de que en mi corazón existía ya un sí pacífico, seguro, puesto allí, estoy convencido, por la gracia de Dios. Me levanté siendo un hombre diverso del que había comenzado a orar. Me dirigí a mi superior general a comunicarle mi inspiración y fue allí donde descubrí qué gran don es para nosotros los católicos y para nosotros los religiosos y sacerdotes el tener una autoridad, el tener a tales representantes de Dios sobre la tierra. Sólo así pude estar seguro de que era realmente la voluntad de Dios, y no una presunta inspiración mía. Mi superior me dijo que esperase un año, después del cual estuvo de acuerdo en que se trataba realmente de una llamada de Dios y me dio su bendición para comenzar a ser predicador itinerante del Evangelio, al estilo de san Francisco de Asís.
No habían pasado tres meses, cuando me llegó de Roma la noticia de que el Papa me había nombrado Predicador de la Casa Pontificia, cargo que cubro desde hace 12 años. A decir verdad, es él, el Santo Padre, quien me predica a mí, con su humildad, encontrando el tiempo cada viernes por la mañana, en Adviento y en Cuaresma, para venir a escuchar la palabra de un simple sacerdote de la Iglesia.
Así es como yo he querido, al igual que san Pablo, "dar testimonio de la gracia de Dios", porque es cierto que todo es pura gracia de Dios. Lo he hecho para que así mi "gracias" suba a Dios, multiplicado por el gracias de todos vosotros. Hemos llegado así al final de nuestro retiro. Deseo compartir con vosotros, un recuerdo personal, una última palabra de Dios. El día que mi superior general me dio el permiso para abandonar la enseñanza universitaria para dedicarme totalmente a la predicación del reino, había, en el oficio de lectura un pasaje del profeta Ageo: Dios dijo al sumo sacerdote y a todo el pueblo una vez que éstos habían comenzado a reconstruir el templo: "¡Mas ahora, ten ánimo, Zorobabel, oráculo de Yahvé; ánimo, Josué, hijo de Yehosadaq, sumo sacerdote, ánimo, pueblo todo de la tierra!, oráculo de Yahvé. ¡A la obra, que estoy yo con vosotros... y en medio de vosotros se mantiene mi Espíritu!" (Ag 2, 4-5). Era un lluvioso día de otoño y la plaza de San Pedro, en donde me había retirado a orar al Apóstol, estaba desierta. Sentí de improviso el impulso de alzar la vista hacia la ventana del Santo Padre y me puse a decir fuerte (no había nadie en los alrededores): "Ánimo, Juan Pablo II, sumo sacerdote, ánimo pueblo todo de la tierra, y a trabajar porque yo estoy con vosotros, dice el Señor!"
Pero no todo terminó allí. Tres meses después, como he dicho, fui nombrado Predicador de la Casa Pontificia y cuando me encontré por primera vez en la presencia del Papa no pude por menos que recordar aquel acontecimiento. Lo compartí con todos y repetí de nuevo aquellas palabras. Desde aquel día he repetido muy a menudo las palabras del profeta, en mis giras por el mundo. "¡Animo pueblo todo de esta tierra, y al trabajo, porque yo estoy con vosotros, dice el Señor. Mi Espíritu está con vosotros!" .
(Publicado en: UNGIDOS POR EL ESPIRITU (Edicep,1993).)
Nuevo Pentecostés, n. 44-45