KOINONIA 72

Vocación carismática de la existencia humana

Por Paul Lebeau, S.J.

Cuando se utilizan las palabras "Carisma", "Carismático", se piensa normalmente, en los grupos y comunidades de la Renovación, en realidades de orden espiritual, sobrenatural, directamente suscitadas por Dios.

Esto no es falso, siempre que entendamos bien el verdadero sentido de lo "espiritual" o de lo "sobrenatural" en la perspectiva cristiana. Los dones de Dios deben ser siempre situados, para el cristiano, en relación con la Encarnación, es decir, con la revelación de Dios en lo más íntimo de lo humano y por medio de lo humano. Lo espiritual no es accesible, para el cristiano, fuera de la corporal. La gracia no se sobrepone a la naturaleza, la purifica, la perfecciona y la transfigura. Allí donde actúa, permite a la persona humana conocerse mejor a sí misma, a la vez e inseparablemente como hijo de Dios y como verdadera persona humana. Más aún. Da a lo humano la capacidad de acceder a la dignidad de signo, de transparencia, de lo divino.

Es esto lo que distingue el sobrenatural cristiano del sobre-naturalismo o deliluminismo, es decir, de la concepción de un Dios que todo lo mezcla, que actuaría sin tener en cuenta la consistencia ni las virtualidades de la naturaleza que él mismo ha creado.

Esta concepción S. Pablo la había encontrado entre algunos miembros de la comunidad cristiana de Corinto, que se enorgullecían de una inspiración tanto más auténtica, a su manera de ver, cuanto más se exteriorizaba en fenómenos espectaculares.

Pablo reacciona subrayado que lo que edifica, lo que "construye" la comunidad, no son los "fenómenos de inspiración" en cuanto tales, sino los carismas, es decir, según el sentido que le da esta palabra, la capacidad dada por el Espíritu a cada uno, de manifestar la gracia de Dios revelada en Jesucristo (cf. I Co 12, 7).

Es en este sentido que el Apóstol escribe, en la acción de gracias que abre su primera carta a los Corintios: "Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia de Dios (Charis) que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, ... así ya no os falta ningún carisma" (l, 47). Dicho de otro modo: así que tenéis cada uno (cf. 12, 7) la capacidad, producida por el Espíritu, de vivir según esta gracia y de manifestarla en vista a la edificación del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.


Vocación simbólica de la persona humana

Esta aplicación de la noción de carisma, en tanto que manifestación del misterio de Cristo, al mismo tiempo que de la realidad eclesial y, por tanto, potencialmente, de toda la condición humana (puesto que toda la humanidad tiene vocación de Iglesia), comporta una enseñanza antropológica, es decir, nos ilumina un aspecto esencial de la condición humana. Este aspecto, o, mejor dicho, esta cualidad; es su dimensión simbólica. Por medio de su enseñanza sobre los carismas, Pablo nos recuerda que la persona humana, en su ser corporal, en su contingencia y en sus límites mismos, hace referencia a un más allá y a un más íntimo que sí mismo.

En este sentido, creo que podemos caracterizar la Renovación carismática contemporánea, que invoca en favor propio justamente la enseñanza de S. Pablo sobre los carismas, como una afirmación de expresividad cristiana en un mundo secularizado.

En efecto, si libera a la persona de pesadas servidumbre, la civilización técnica tiende, incontestablemente, a dejar de lado el sentido del símbolo. Lo hace privilegiando un acercamiento utilitario de la naturaleza y de la actividad humana, según una perspectiva de rentabilidad (económica) y de eficacia (tecnocrática).

Nuevas formas de visibilidad

En este desierto simbólico, asistimos hoy día al resurgir multiforme del sentido simbólico, donde co-existen por otra parte lo mejor y lo peor. Es capital que la fe cristiana participe de este resurgir. Después de haberse desembarazado, bastante felizmente, de formas esclerotizadas o ambiguas de presencia en el mundo, la Iglesia está buscando hoy nuevas formas de visibilidad. Un cristianismo "privatizado" o "anónimo" correría el riesgo de no ser, tarde o temprano, más que un cristianismo insignificante, un espíritu sin cuerpo. Estas formas de resurgir simbólico de la Iglesia aparecen por otra parte a nuestro alrededor y todos somos llamados a participar en ellas. La Renovación Carismática es una entre muchas: Taizé, las grandes peregrinaciones, los encuentros con el Papa, la creatividad de tantas comunidades litúrgicas, la irradiación de ciertas personalidades que son calificadas justamente como "carismáticas": Madre Teresa, Dom Helder Cámara... , y podríamos citar otros muchos ejemplos.

Al mismo tiempo que reafirma su constitución visible y sacramental, la Iglesia realiza al hombre contemporáneo un señalado servicio: le recuerda su vocación simbólica. En efecto, así como lo han señalado, siguiendo a Jung, el etnólogo Mircea Eliade, el filósofo Paul Ricoeur y teólogos como Romano Guardini y Karl Rahner, la persona humana es un ser simbólico, o, según la fórmula del teólogo laico ortodoxo Paul Evdokimov, un "ser litúrgico" (1 ). La actividad simbólica es esencial a toda realización humana, como es constitutiva del universo religioso cristiano.

Jesucristo, símbolo por excelencia

En el universo cristiano, el símbolo por excelencia, el único símbolo que realiza totalmente esta definición, es Jesucristo, Verbo de Dios encarnado. "El Lagos, como el Hijo del Padre, es plenamente, en su humanidad en cuanto tal, el símbolo revelador, porque pone ?como presente lo revelado (lo simbolizado) mismo" (2).

Y si es cierto, como lo afirma S. Pablo, que el Verbo encarnado lo hace subsitituir todo en él (Col 1, 17), es de él que toda realidad simbólica recibe finalmente significación y consistencia. Es en este sentido que los escritores del Nuevo Testamento y los Padres de los primeros siglos concentran en Cristo toda una constelación simbólica: él es el pastor, el esposo, el hermano, el rey, el cordero, la vida, el sol, la luz, la resurrección, el maestro que enseña. etc.

"Manifestaciones", en el tiempo de la Iglesia y a través de la diversidad de los temperamentos y de las culturas, de la presencia activa de Cristo, muerto y resucitado, en la historia de la humanidad, los carismas pertenecen al registro simbólico de la existencia humana. A una civilización secularizada, su permanencia en la Iglesia recuerda que el hombre no sabría vivir mucho tiempo en una mera superficialidad: que "el mundo verdadero es el mundo transfigurado, vuelto a su transparencia original gracias a los hombres transparentes a Dios" (3).

Es lo que yo querría ilustrar a partir de los escritos paulinos, acercándome sucesivamente a dos categorías fundamentales de la existencia humana: la acción y el lenguaje.

I. Vocación carismática del actuar humano

Es en la dimensión del actuar que surge, bajo la pluma de S. Pablo (o bajo su dictado), el término "carisma". Se trata de situar en la dependencia del misterio de Cristo y el movimiento del Espíritu de Jesús lo que ocurre y lo que se hace en las asambleas culturales de Corinto: las energématha, los "diversos modos de acción" de los que se habla en I Co 12, 6: palabras proféticas, curación de enfermos, discernimiento de espíritus, glosolalia, interpretación de oráculos glosolálicos.

Se trata de acciones evidentemente simbólicas: simbólicas de una actividad privilegiada del Espíritu en ciertos miembros de la comunidad, según el parecer de los Corintios.

Edificar el cuerpo eclesial

Pablo corrige lo que esta interpretación puede comportar de ambiguo, y somete estos diversos comportamientos al doble criterio de toda simbólica cristiana auténtica: " A cada uno se le ha dado la manifestación del Espíritu en vistas a lo que es útil" (1 Co 12, 7) - nada de elitismo, por consiguiente, ni de aristocracia "inspirada"; el objeto de esta "manifestación" del "único y mismo Espíritu" es Jesucristo, en su cuerpo eclesial: 'Todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no ser más que un cuerpo" (12, 12b- 13a).

Hay que subrayar que al enunciar este doble criterio, S. Pablo pasa del actuar a la persona. Transpone a la persona de cada cristiano la capacidad simbólica, que, como los Corintios, reconoce en ciertos modos de acción: "en un solo Espíritu hemos sido bautizados para no ser más que un cuerpo" (12, 13a), es decir, para manifestar juntos simbólicamente el misterio de Cristo en este mundo. Todo el desarrollo que sigue a continuación se sitúa en esta perspectiva; y cuando al concluir el capítulo 12, Pablo vuelve a tomar la enumeración de los carismas característicos de Corinto, haciéndolos preceder de la mención de los tres ministerios fundamentales que se ejercen en esta época, en las iglesias paulinas, son, una vez más, las personas las que designa: "los que Dios puso en la Iglesia son, primeramente, los apóstoles, luego los profetas, en tercer lugar los maestros" (12, 28).

En un escrito posterior, la carta a los Efesios, los "dones" (domata) que Cristo subido al cielo hace a su Iglesia, para hacer de ella "un solo Cuerpo y un solo Espíritu" (4, 4), son igualmente identificados con las personas que ejercen un ministerio: "él mismo dio a unos como apóstoles, a otros como profetas, a otros como evangelizadores, a otros como pastores y maestros" (4, 11). El significado de este texto es claro: los dones de Dios, los carismas, no son sobreañadidos a la persona que es llamada a ejercerlos: forman parte de ella, se desarrollan a partir de lo que ella es en su originalidad humana y sobrenatural, según la vocación simbólica que le es propia.

Iconos de la gloria de Cristo

Esta vocación simbólica del Cristiano, S. Pablo la expresa admirablemente en este texto de la segunda a los Corintios: "Porque el Señor es el Espíritu (se ha manifestado por el Espíritu), y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen de gloria en gloria, por el Señor que es Espíritu" (2 Co 3, 17-18).

Toda persona tiene así, por su parte, la vocación de significar que, en Cristo, Dios ha visitado a su pueblo, y de anunciar la revelación de la Gloria futura (cf. 1 Co 1, 7).

Es significativo a este respecto que, en las Iglesias orientales, la función deiconógrafo (de pintor de iconos) es considerada como un carisma, autentificado, por una bendición del obispo. Y según la antigua tradición, que hoy vuelve a recuperarse, todo iconógrafo debe empezar a ejercer su arte pintado, después de un período de recogimiento y de penitencia, el icono de la Transfiguración, que ilustra de una manera particularmente expresiva la manifestación del misterio de Dios a través de la corporeidad de Jesucristo.

Todo cristiano, en cierto sentido, ¿no es acaso llamado, a su modo, a ser un iconógrafo, a hacer surgir, en su propia persona y a su alrededor, iconos de la gloria de Cristo?

Es llamado hasta en estas frustraciones de su capacidad de actuar que son sus limitaciones, sus debilidades y, finalmente, la muerte.

Fragilidad carismática

Según S. Pablo, la fragilidad, la vulnerabilidad de la persona humana (lo que los filósofos llaman su "finitud") son un lugar carismático en que el cristiano debe, por la "manifestación de la verdad", hacer resplandecer "la iluminación del Evangelio de la gloria de Cristo" (2 Co 4, 4), muerto y resucitado. Tal como lo escribía Pablo a los Corintios: "Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal". (2 Co 4, 10-11).

Implícitamente, el verbo empleado aquí por dos veces por S. Pablo, así como el sustantivo "manifestación", phanerosis, en el v. 2 hace referencia a la "definición" del carisma que hemos identificado en 1 Co 12, 7: 'El Espíritu da cada uno el manifestar ( a Cristo) para el bien de todos". No es sin sentido que este texto de 2 Co 4 sea citado por el Decreto sobre Ecumenismo del Vaticano II, en el párrafo que compromete a los católicos en la humildad ecuménica (nº 4): "Deben, cada uno según su condición, de esforzarse en hacer que la Iglesia, llevando en su cuerpo la humildad y la mortalicación de Jesús, se purifique y se renueve cada día".

El poder en la debilidad

Se trata éste de un tema mayor de la espiritualidad paulina.

A sus adversarios, los "superapóstoles" de Corinto, que, parece ser, pretendían fundar su autoridad sobre sus experiencias carismáticas, Pablo opone la paradoja de un poder que se manifiesta en su propia debilidad. Para él, una experiencia carismática que pretenda eludir esta paradoja está llena de peligros. "El poder sin la debilidad es destructor. Sólo los carismas que manifiestan el poder en la debilidad pueden hacer crecer la comunidad" (4).

Esta interpretación "carismática" de la fragilidad, del sufrimiento y de la muerte ha sido plenamente ratificado por la tradición cristiana ulterior. A los ojos de los cristianos de los primeros siglos, los carismáticos por excelencia eran los mártires. Tal como dan testimonio numerosos relatos de "pasiones", el "mártir considerado como el instrumento del Espíritu de Dios", y se le atribuyen, por este hecho, experiencias espirituales privilegiadas, tales como sueños y visiones (5). Algunos autores llegan hasta afirmar, no sin razones posibles, que los mártires fueron pronto considerados como los sucesores de los profetas (6).

En algunos relatos, el acontecimiento mismo de la muerte del mártir es presentada como una phanerosis, una "manifestación visible de la presencia del Señor aún en la carne" (7). Especialmente significativo es, a este respecto, el rasgo recogido por Jacobo de Vorágine en La Leyenda Áurea cuando habla del martirio de S. Ignacio de Antioquia: "después de su muerte, se le abrió el corazón y se encontró en su interior, escrito con letras de oro, el nombre de Jesucristo; y a la vista de esto, muchos creyeron en Dios". La liturgia ha recogido esta interpretación carismática del martirio. "Haces brillar en tus mártires, Señor, el resplandor del misterio de la cruz" (Común de mártires).

Constatación siempre actual, tal como observa E. Dussel (8): "El peligro de muerte" que contiene la vocación carismática en su nivel profético, como era el caso de los cristianos en los circos, y como es aún el de millares de cristianos que soportan hoy en día por su fe la cárcel, la tortura y la muerte, forma parte de la esencia de la praxis carismática. El justo perseguido realiza la gloria del Altísimo".

II Vocación carismática del lenguaje

La persona humana no es solamente capaz de actuar y sufrir y, lo hemos visto ya, de simbolizar de este modo la acción y la pasión de un Otro. Es también capaz de hablar. Ahora bien, el lenguaje humano tiene, también él, vocación simbólica y carismática, en el sentido que ya hemos definido. Es lo que ilustran, de modo sorprendente, la mayor parte de los escritos bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, así como las renovaciones espirituales que se han manifestado a lo largo de la historia de la Iglesia.

La profecía

Una expresión particularmente chocante de esta vocación carismática del lenguaje esla profecía. El profeta, según la etimología de la palabra, es aquel que habla en nombre de otro: prophemi; aquel que profiere una palabra que no es pura y simplemente la suya, aunque esté evidentemente marcada por su temperamento y por su medio sociocultural.

El carisma de profecía manifiesta que hay en la palabra humana una virtualidad extática según la cual escapa de algún modo a aquel que la pronuncia. La persona no es siempre dueña de su propia palabra. A todos nos ha pasado, alguna vez, pronunciar palabras que nos sorprenden a nosotros mismos, o sentimos como empujados interiormente a decir algo de lo que nosotros mismos somos los primeros sorprendidos.

Es lo que traducen ciertas palabras de nuestro lenguaje, como inspiración (= acción de un soplo en el interior de nosotros mismos) o entusiasmo (= acción interior de Dios en la persona).

Esta realidad antropológica, el cristiano es llamado a vivirla de una manera específica y original. Para él, es Jesús que es el Profeta por excelencia (Jn 6, 14; Hch 3, 22-23; Hb 1, 1-2). Es él que concentra en su Persona la plenitud carismática de la que los otros profetas ofrecen manifestaciones parciales y siempre sujetas a discernimiento.

En contexto cristiano y eclesial, el ejercicio de la profecía no es, pues, auténtico, si no es referido a la persona de Cristo muerto y resucitado. Esto explica que la categoría de profeta se haya ido identificando poco a poco entre los cristianos con la deapóstol, por una parte, y con la de mártir, por otra. Apóstol, es decir, identificado a Cristo por el don total de sí mismo hasta la muerte.

En resumen, la profecía cristiana consiste en manifestar, bajo la acción del Espíritu, por la palabra, pero también de otros modos, la actualidad y las exigencias de la Cruz y de la Resurrección del Señor.

Pero la forma más característica de la conversión carismática del lenguaje humano, presente por otra parte con gran abundancia en los escritos proféticos, es la oración de alabanza.

"Decir la gloria"

Es éste un trazo fundamental de toda renovación espiritual auténtica. Desde que empieza a expresarse, a darse un lenguaje, la experiencia del Espíritu suscita la alabanza, la "confesión", la acción de gracias, es decir, este tipo de oración que, en la diversidad de sus acentos y de sus acordes, se califica de "doxología" (del griegodoxa y legein): oración que consiste en "decir la gloria" de Dios, en "manifestar" en la historia la irradiación de su presencia (según el sentido de la palabra hebreakabod). Uno de los verbos más frecuentes del vocabulario bíblico de la alabanza,hallel, de donde deriva la aclamación aleluya, significa etimológicamente "ser claro", "brillar" o "hacer brillar". Proclamar la alabanza de Dios es, en cierto sentido, permitir a Dios, que es luz, nos dice S. Juan, de resplandecer, de irradiar en el mundo, de tal modo que todos puedan "reconocerle" y alabarle a su vez.

Se percibe aquí la estrecha afinidad que existe entre oración doxológica y carisma. Tal como lo hemos definido más arriba: es carismático todo lo que es susceptible de significar simbólicamente el misterio de Cristo, es decir que la oración doxológica es, en el orden del lenguaje, lo que es el carisma en el orden de la acción. El salterio lo evoca muchas veces como una auténtica teofanía: Dios "habita en la alabanza de Israel" (Salm 21, 4). O aún: "Tú eres mi alabanza en la gran asamblea" (Salm 21, 16).

Y si es cierto, como lo hemos visto con Rahner, que Cristo es el carismático por excelencia, es decir, el Símbolo originario de la presencia de Dios entre los hombres -"La Palabra se hizo carne... y hemos visto su gloria, gloria que, como Unigénito, tiene del Padre" (Jn. 1, 14)- esto se manifiesta con una luminosa transparencia en su oración doxológica. Según S. Lucas, es bajo la acción del Espíritu que estremece todo su ser y brota de sus labios: "En aquel momento se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, -dijo: "yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito.

Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Lc 10, 21-22; cf. Mt 11, 25-27).

Según el libro de los Hechos de los Apóstoles, esta revelación doxológica del misterio de Jesús está destinada a repercutir en el testimonio que la Iglesia debe dar a este misterio, a través de la historia y en todas las lenguas de la humanidad: "Todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios" (Hch 2, 11).

La exultación espiritual (agalliasis: Hch 2, 46; cf. Lc 10, 21) y la alabanza forman parte integrante del testimonio que autentifica la primera comunidad de Jerusalén como aquella en que se manifiesta la gloria del Resucitado: "Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo" (Hch 2, 47).

Las cartas paulinas no cesan de recordar a las iglesias su vocación doxológica: "Llenaos más bien del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro señor Jesucristo"(Ef 5, 18b-20).

Es de notar que todas las cartas de Pablo, excepto la escrita a los Gálatas, empiezan con una oración de acción de gracias y de alabanza, y es en el interior mismo de su oración litúrgica, en la eucaristía, que esta vocación doxológica de la Iglesia no cesa de ejercerse: "Es verdaderamente justo y necesario ?glorificarte, Señor, en todo momento ... "

¿Qué implica esta forma de oración como experiencia espiritual y como fenómeno de lenguaje?

1. La oración doxológica en la Bíblia

La oración doxológica de "confesión", de alabanza, se enraíza en lo más original y más profundo de la oración de Israel.

Tal como lo expresa una autoridad en oración judía, el rabino Ismar Ellogen (9): "El tipo fundamental (Grundform) de la oración (judía) es llamado beraká... Berakáviene de berak que significa primitivamente "caer de rodillas", luego toma el sentido de "bendecir", para acabar finalmente con el significado de "alabar" "glorificar a Dios".

La importancia religiosa de esta forma de oración se basa especialmente en el hecho que el verbo hebreo berak (y la palabra griega que le corresponde, eulegein) figura más de 400 veces en el Antiguo Testamento, sin hablar de sus sinónimos hillel yyadah. Los LXX traducen estos verbos por diversos términos cuyo trazo común es "la alabanza en tanto que proclamación pública de lo que Dios es y de lo que hace en la historia" (10).

Queda que el verbo berak tiene un sentido preñante, particularmente rico, que le distingue netamente de sus sinónimos, como del uso "profano", no bíblico, del verboeulogein del que los LXX se sirven para traducirlo en la mayor parte de casos(eulogein significa, en griego no bíblico, hacer el elogio de alguien, o pronunciar su panegírico).

Como ha señalado acertadamente L. Bouyer, la beraká judía no puede ser reducida a una "alabanza desinteresada", como se encuentra en algunos himnos de la antigüedad greco-romana. Como lo sugiere su etimología probable, la beraká es un arrodillarse maravillado ante el don de Dios, en el momento en que se experimenta, en que se le "reconoce".

Es quizá esta palabra reconocimiento -si se le da a esta palabra su sentido profundo- que expresa mejor esta realidad. A este respecto, la palabra inglesaacknowledgment- que significa más especialmente "el hecho de reconocer públicamente alguna cosa, y, sobre todo, la obligación con alguna persona" - es quizá la mejor traducción que se pueda dar del término beraká en una lengua occidental. Como ha escrito el P. L. Bouyer (11), "la beraká es la alabanza contemplativa de losmirabilia Dei,... de lo que Dios es y de los que hace en la historia".

Los ejemplos de esta experiencia religiosa no pueden contarse en el Antiguo Testamento (12). Limitémonos a un ejemplo particularmente típico. Una vez cumplida su misión, el ángel Rafael toma aparte a Tobías y su hijo y les dice:

"Bendecid a Dios y proclamad ante todos los vivientes los bienes que os ha concedido, para bendecir y cantar su nombre. Manifestad a todos los hombres las acciones de Dios, dignas de honra" (TB 12, 6)

Normalmente, esta bendición es pronunciada, al interior del culto, por el sacerdote -o, más tarde, por el oficiante de la sinagoga.

Pero es esencial que la asamblea se asocie a ella. Lo hace, sea bajo forma de aclamaciones o de respuestas que escanden la beraká del oficiante, como en el Cántico de los tres jóvenes en el horno (Dn 3, 52 ss: "A ti, la gloria y la alabanza por siempre"), sea pronunciando el Amén final, que ratifica y condensa a la vez esta adhesión, esta aquiescencia, que es el fondo mismo de toda bendición. Así, en el capítulo 8 del libro de Nehemías, en la circunstancia solemne que marca el principio del judaísmo, el principio del año judío, el Rosh hashana: "Esdras abrió el libro a los ojos de todo el pueblo -pues estaba más alto que todo el pueblo- y al abrirlo, el pueblo entero se puso en pie. Esdras bendijo a Yaveh, el Dios grande; y todo el pueblo, alzando las manos, respondió: ¡Amén! ¡Amén!; e inclinándose se postraron ante Yaveh, rostro en tierra" (Ne 8, 5).

Como indica este texto, entre otros muchos, esta oración se inscribe en la corporeidad del creyente. Este bendice con gestos no menos que con palabras, por estos dos gestos sucesivos que se encontrarán en la Eucaristía cristiana: las manos alzadas -gesto de admiración, de alegría, de reconocimiento; el arrodillarse, el posternarse ante la Presencia misteriosa que se manifiesta en el don. Es sin embargo el simbolismo de la elevación de las manos que es el más conforme con el impulso de la bendición, como subraya esta "bendición de la tarde", que figura en el oficio de completas:

Y ahora bendecid al Señor los siervos del Señor,
los que pasáis la noche
en la casa del Señor:
levantad las manos hacia el santuario,
y bendecid al Señor.
El Señor te bendiga desde Sión: el que hizo cielo y tierra"
(Salm 133).

2. Significado antropológico de la doxología

La oración doxológica resalta esta función de alabanza que consiste en expresar y en favorecer al mismo tiempo una obertura a la realidad que no es de dominio, sino de adhesión.

Se pueden distinguir, en efecto, tres funciones esenciales del lenguaje humano según los tipos de relación que la persona instaura con la realidad que le rodea.

Un primer tipo de lenguaje es de orden ideológico: intenta expresar y realizar el dominio de una persona o de una colectividad, sobre la historia, sobre el destino de la humanidad, o de una porción de humanidad. Este lenguaje es siempre conflictivo y tiende a convertirse en totalitario. A veces toma un carácter terrorista.

Pero el lenguaje humano comporta también una función extática, una modalidad "eucarística" que niega el totalitarismo consciente o latente de los otros tipos de lenguaje, y es el único que puede dar acceso a las profundidades de la realidad. "¿Quién conservará la palabra en su sentido último, sino la oración? ¿Quien evitará, sino la oración, de reducirse a la función verbal de las utilidades de la vida cotidiana, de las técnicas, de las ciencias, de los códigos, de la política, de los modales, de las convenciones?" (13)

3. El lenguaje de las primeras comunidades cristianas

El lenguaje de la primera comunidad cristiana, de la comunidad pascual ha aportado una contribución decisiva a la iluminación de esta función esencial del lenguaje humano. Tal como lo señala el Prof. Ad. Geshe (14):

"Releyendo los relatos del sepulcro vacío y de las apariciones, ¿no se tiene la impresión de ver un grupo de personas constituirse en el cambio mismo de un lenguaje que se busca, luego se encuentra y finalmente se confirma en una unanimidad creciente? ...

El acontecimiento (de la resurrección) no está plenamente en su lugar si no esconfesado... La confesión de la resurrección (en los testigos, y para nosotros) no es simplemente una afirmación en cierto sentido transitoria, necesaria, un momento para transmitir el acontecimiento, pero de la que puedo desentenderme a continuación, una vez "prestado el servicio". La resurrección no es totalmente ella misma si no es confesada, es decir, medida en su dimensión de fe... No se habla de no importa cómo de la resurrección: se la confiesa; y sólo entonces, en ese lugar de la palabra (creyente), es verdaderamente percibida por lo que es: acto de Dios salvador del creyente" (Cf. Lc 24).

Se podría hacer el mismo análisis por lo que respecta a los relatos de S. Lucas sobre la Encarnación. Lo que nos transmiten es un acontecimiento confesado, y no solamente ocurrido. Por eso estos relatos están jalonados de cánticos, o, más exactamente, de confesiones doxológicas del sentido salvífico de estos acontecimientos:

Proclama mi alma la grandeza del Señor...
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí (Cántico de María: Lc 1, 46ss).

Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
porque ha visitado y redimido a su pueblo... (Cántico de Zacarías: Lc 1, 68ss)

Gloria a Dios en el cielo... ("Alabanza" de los ángeles: Lc 2, 13-14).

El cántico de Simeón (Lc 2, 29-32) es igualmente calificado de "bendición" por el evangelista (2, 28). Y el nombre de Jesús (1. 32) es una "confesión", una proclamación del acontecimiento de salvación: "Dios salva".

Este lenguaje hunde, por otra parte, sus raíces -lo hemos visto ya- en el Antiguo Testamento. El salmista que evoca el poder o la fidelidad de Dios no hace ninguna descripción de Dios, sino que proclama su grandeza, y se adhiere a la llamada que ésta dirige a todos. Es este lenguaje que, para él, sitúa la persona humana en la plena objetividad de la realidad y de la historia.

Siguiendo esta línea, el lenguaje catequético y teológico de la Iglesia se ha desarrollado a partir de las "confesiones de fe". Y éstas se presentan, no como catálogos de enunciados dogmáticos, sino como proclamaciones de los acontecimientos de la salvación:
"Creo en un solo Dios... ".

Como se ha subrayado justamente: "Es extremamente significativo que sea en términos doxológicos que la consubstancialibilidad del Espíritu haya sido proclamada en el símbolo de Nicea:
"Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria". Existe, en efecto, para los Padres una ligazón intrínseca entre la rectitud de la fe y la glorificación de Dios" (15).

Haciéndose eco de esta tradición, el patriarca Antenágoras declaraba: "No hay más que una sola teología, el anuncio de Cristo resucitado que nos resucita y nos da la fuerza de amar".

Es igualmente en este sentido que el V Sínodo de los Obispos ha recordado que uno de los elementos constitutivos de la catequesis es la celebración, es decir, la expresión concreta que lo que es reconocido y vivido en la fe es un don, y que no puede ser por lo tanto verdaderamente captado sino en una acto de confesión y de acción de gracias (16).

Pero esto ilumina también una dimensión fundamental de la existencia humana. La existencia humana no puede ser verdaderamente asumida si no es, de una manera o de otra, objeto de celebración, de adhesión festiva.

Es el sentido, sobre todo, de la celebración de un aniversario. Desear a uno: "¡Feliz aniversario!", es decirle: "Acepto que existes, consiento el misterio de tu existencia, y doy gracias de ello". No se percibe realmente lo que es una persona si no se consiente, incondicionalmente, su existencia, es decir, si no se renuncia a disponer de ella como un medio para un fin. Es en este sentido que el poeta Claude Roy dedicaba uno de sus libros a su amada en estos términos: "A. M., para agradecerle su existencia".

Aun si debo oponerme al otro (lo que es inevitable y a veces necesario), debo hacerlo de tal modo que un día sea posible, para él y para mí, darnos gracias mútuamente de existir, y así pasar del antagonismo a la coexistencia, y de la coexistencia a la comunión. Es en este sentido que hay que comprender el rechazo cristiano, pero también humanista, de la violencia. No se trata de ignorar situaciones de violencia objetiva (lo que sería una complicidad con esta violencia); se trata de actuar con el deseo constante de que esta acción lleve a un encuentro auténtico del otro y de los otros. Y esto lleva a excluir, por el mismo hecho, ciertos comportamientos, ciertos modos de acción, al menos de forma progresiva. Por ejemplo: la supresión física o el aplastamiento psicológico del otro, que aniquilan toda posibilidad de encuentro y de diálogo. O también: la renuncia a los medios "ricos" (las armas, el poder, la razón del más fuerte) y el recurso al testimonio vulnerable (Gandhi, M. L. King y la tradición no-violenta).

Tal como lo atestigua la historia, esta opción no es únicamente cristiana; pero forma parte indiscutiblemente de la contribución que las comunidades cristianas deben aportar a la convivencia de la humanidad. Estas comunidades deben dar testimonio de que la llamada a la verdadera libertad no es una llamada a la revolución, sino al reconocimiento y a la proclamación de una comunión; de una comunión que es posible porque es realmente ofrecida. Esta comunión, el cristiano, la Iglesia, conoce su secreto: "El amor de Dios ha sido derramado sobre nuestros corazones por el Espíritu Santo (el Espíritu del Padre y del Hijo) que nos ha sido dado" (Rm 5, 5)

Sobre nuestros corazones: es decir, que a pesar de todas las apariencias y de todos los obstáculos, nos une en lo más íntimo de nosotros mismos en un Nosotros eclesial, participación del Nosotros del Padre y del Hijo. Es éste un dato irreductible de toda situación humana histórica: el amor es posible porque se da.

Es este dato que la comunidad cristiana debe poder hacer aparecer en la historia. Es su contribución al sentido de la historia. Y esta contribución, este testimonio específico, es, a nivel del lenguaje, en la alabanza, la bendición, la acción de gracias que ?encuentran su expresión más típica.

"Dichoso el pueblo que sabe aclamarte:
caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro;
tu nombre es su gozo cada día, tu justicia es su orgullo" (Salm 88 (89), 16-17).

Como observa Pierre Eyt. "no puede haber vida plena en el Espíritu Santo y en la comunión fraterna sin que se ensanche la capacidad de alabar, de celebrar de expresar nuestra admiración" (17).

Notas
(1) La sainteté dans la Tradition de I'Eglise orthodoxe, en "Contacte", Revista francesa de la Ortodoxia (23, n° 73-74), 1971. p.186.

(2) K. RAHNER, Pour la théologie du symbole. Ecrits théologiques, t.9. DDB, 1968, p.31.

(3) O. CLEMENT, La vie et I'oeuvre de Paul Evdokimov, en "Contacts"' (n" 73-74), 1971, p.52.

(4) J. DUNN, Jesus and Spirit, ?The Westminster Press. 1975, p. 329.

(5) W. RORDORF, art. "Martyre"', Dictionnaire de Spiritualité, p. 727, que cita especialmente Hch 7, 55-56; Martirio de Policarpo, 5: Pasión de Perpetua y Felicidad, 4.

(6) CL M. LODS, Confesseurs et martyrs, successeurs des prophetes dans I'Eglise des trois premiers siecles, Neuchatel-Paris, 1958.

(7) W. RORDORF, DSp, p. 723, que cita el Martirio de Policarpo (15,2), obispo de Esmirna, muerto en la hoguera hacia el año 150.

(8) Distinction des charismes, en "Concilium"', n" 129, p. 67.

(9) Citado por K. HRUBY, L'action de grace dans la priere juive, en "Eucharisties d'Orient et d'Occident" (Lex Orandi 46), Paris, Ed. du Cerf, 1970, p.21.

(10) Cf. RJ.LEDOGAR, Acknowlegement, Praise -verbs in the early Geek Anaphora, Herder, Roma 1968, p. 124

(11) L. BOUYER, Eucharistie, p.118

(12) Cf. VTB, art. Bendición.

(13) P. EYT, "Glorifier!" en NRTh 100 (mars-avriI1978), pp.156-157. Cf P. RICOEUR Histoire et Vérité, Paris, Ed. du Seuil, p.221.

(14) La résurrection de Jésus: Jésus, foi, événement, parole, en "La Foi et le Temps" 4 (juillet-aout), p.413.

(15) PI. DESEILLE, Dictionnaire de Spiritualité: art. "Gloire de Dieu, 461.

(16) CL P.LEBEAU et J. CHARY TANSKI, Le Ve Synode des éveques et la missions catéchétique de I'eglise, en "Lumen Vitae" 32 (1977), P.428-429.

(17) Op. cit. p. 257.



(Publicado en "Bonne Nouvelle", nº 35-36, pp.13-20; traducción de KOINONIA)