Ungidos por el Espíritu
por Raniero Cantalamessa
La catequesis mistagógica
En los primeros siglos del cristianismo, la semana que seguía a la Pascua era el tiempo en que el Obispo desarrollaba la catequesis mistagógica, llamada así porque servía para introducir (ago, en griego) al conocimiento de los misterios (los sacramentos).
Los neófitos, bautizados la noche de Pascua, volvían durante siete días, vestidos de blanco, a los pies del Obispo, que les ilustraba, por primera vez, el sentido profundo de los ritos y de los misterios que habían recibido. Era como ser introducidos en la habitación de los tesoros de la Iglesia. Por la disciplina del arcano, los ritos más sagrados de la fe eran tenidos escondidos a los catecúmenos hasta el momento de esta solemne consigna. Era un momento esperado e inolvidable.
La unción-consagración
Uno de los misterios que era explicado a los neófitos durante esta semana, era el de la unción, la actual confirmación, que en aquel tiempo era conferida inmediatamente después del bautismo, en el contexto de los ritos de la iniciación cristiana. S. Cirilo de Jerusalén explicaba así esta unción: "Bautizados en Cristo y revestidos de Cristo habéis recibido una naturaleza semejante a la del Hijo de Dios. Hechos partícipes de Cristo, no son llamados indebidamente cristos, es decir, ungidos (consagrados). Os habéis convertido en consagrados cuando habéis recibido el signo del Espíritu Santo. Mientras el cuerpo era ungido con el Óleo invisible, el alma era santificada por el santo y vivificante Espíritu" (Cat. misto 3, 1-3).
Volvamos también nosotros a la Iglesia, subamos sobre las rodillas de la madre, para mamar y deleitarse de la abundancia de sus pechos (Is 66,11). Nosotros no hemos tenido nunca nuestra catequesis mistagógica, o iniciación profunda a los misterios de la fe, como ocurría cuando se llegaba al bautismo adultos. Tengámosla ahora.
Israel, un pueblo consagrado al Señor.
Todas las grandes realidades cristianas han sido prefiguradas en el Antiguo testamento, es decir, anunciadas y preparadas mediante símbolos y profecías. La Pascua cristiana estaba prefigurada por la inmolación del cordero pascual, el bautismo por la circuncisión, la Eucaristía por el maná, etc.
Así también la unción-consagración. Ella es el acto mediante el cual una cosa, o una persona, o todo un pueblo, son escogidos, separados de todo el resto y destinados de un modo especial al culto y al servicio de Dios, entrando así en una relación especial con él, respecto a los otros pueblos, o respecto a las otras categorías de personas al interior del mismo pueblo. Es el acto mediante el cual los ungidos son hechos sagrados y da lugar a un estado, el estado de los consagrados.
Israel, como pueblo, es consagrado al Señor y, como tal, diferente de todos los otros pueblos: "Tú eres un pueblo consagrado al Señor tu Dios; él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos que hay sobre la faz de la tierra. No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado el Señor de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos, sino por el amor que os tiene" (Dt 7, 6-8a).
La unción de reyes, sacerdotes y profetas
Al interior de este pueblo consagrado, hay algunas personas consagradas de un modo particular. El rito mediante el cual es conferida esta consagración consiste en una unción mediante un aceite perfumado.
Para entender este gesto, hay que recordar que el aceite, para los antiguos, es un elemento buscado y precioso. Un salmo menciona el aceite que hace brillar el rostro del hombre, junto al vino que alegra su corazón y el pan que sostiene su vigor (Sal 104, 15).
Con él se ungían las personas para ser hermosas en el rostro y los luchadores para ser ágiles y rápidos en la lucha. No extraña, pues, que este elemento haya sido tomado en la esfera religiosa para significar la dignidad y la belleza conferidas por el contacto con Dios y que se haya convertido en símbolo del Espíritu Santo.
Destinatarios de esta unción son esencialmente tres categorías de personas: los reyes, los sacerdotes y los profetas. Sabemos que Samuel ungió al rey Saúl (1S 10, 1ss) y luego a David (1S 16, 13), derramando sobre su cabeza un cuerno de aceite perfumado.
En el Éxodo es descrita la unción de Aarón como sumo sacerdote, con la descripción de todos los perfumes que deben entrar en la composición del aceite (cf Ex 30. 22ss). Elías unge a Eliseo como profeta en su lugar (1R 19. 16); el profeta Isaías habla del Espíritu del Señor que lo ha ungido para anunciar la Buena Nueva a los pobres (cf Is 61, lss) y Jeremías dice haber sido consagrado profeta desde el seno materno (cf. Jr 1, 5).
La Iglesia, nuevo pueblo de consagrados
Pasando del Antiguo al Nuevo Testamento, encontramos enseguida la grande y solemne afirmación que ahora la Iglesia es la nueva nación santa y el nuevo reino de sacerdotes: "Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz" (1P 2, 9.). Todos y cada uno de los bautizados han recibido una unción y son consagrados: "y es Dios -dice S. Pablo- el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones" (2 Co 1, 21-22).
"Vosotros habéis recibido la unción que viene del Santo", escribe a su vez S. Juan (1Jn 2, 20). Por esto todos los cristianos han sido consagrados o santificados, es decir declarados y hechos santos, para servir a Dios: "Habéis sido (¡en el bautismo!) lavados, habéis sido santificados" (1 Co 6, 11).
Cristo, el Ungido
Pero ¿qué significa decir que los cristianos han sido consagrados? ¿Qué clase de unción han recibido? Para descubrirlo debemos partir de Jesús que es el primer consagrado, aquel a quien tendían todas las consagraciones conferidas en la antigua alianza. El nombre mismo de Mesías, en griego Christos y para nosotros Cristo, significa Ungido, Consagrado.
En él ha ocurrido el paso de la letra al Espíritu, de las figuras a la realidad, de lo externo y temporal a lo interno y eterno. Jesús hace suyas las palabras de Isaías y declara: "El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva" (Lc 4. 18).
El momento al que Jesús se refiere con estas palabras es el del bautismo en el Jordán, cuando como explica S. Pedro en los hechos de los Apóstoles- "Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder" (Hch 10, 38).
En el bautismo, Jesús es ungido, o consagrado, como Cabeza de la Iglesia, en vistas de la misión que debe realizar; recibe la unción que debe transmitir a su cuerpo que es la Iglesia. Viene ungido como Mesías, recibe una especie de investidura oficial.
Escuchemos esta profunda verdad de los más antiguos maestros de la fe que fueron los Padres de la Iglesia, para estar ciertos de que alcanzamos la Tradición más auténtica, para no acontentarnos ya de prácticas devocionales lánguidas, sino alimentarnos con alimento sólido.
"El Señor -escribe S. Ignacio de Antioquia- ha recibido sobre su cabeza una unción perfumada para infundir sobre la Iglesia la incorruptibilidad" (Ep. ad Eph. 17). S. Ireneo precisa: "El Espíritu de Dios ha bajado sobre Jesús y lo ha ungido para que nosotros pudiésemos alcanzar la plenitud de su unción y ser así salvados" (Adv. Haer. III, 9,3).
Y otro gran doctor, S. Atanasio, expresa la misma convicción:
"Era a nosotros que era destinada la bajada del Espíritu Santo sobre Jesús en el Jordán; es para nuestra santificación, para que fuésemos partícipes de su unción y se pudiese decir de nosotros: ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros" (Or. c. Arian 1, 47).
Una unción a derramar sobre la Iglesia
El Espíritu se recogió plenamente en la humanidad purísima de Jesús, como el perfume en un vaso de alabastro, pero no podía derramarse hasta que Cristo no hubiese sido glorificado (cf. Jn 7, 39). El Espíritu, como decía S. Ireneo, debía habituarse a habitar entre los hombres, debía primero encontrar un lugar en que reposar.
En la pasión, el vaso de alabastro fue roto -la humanidad de Jesús fue descuartizada- y el perfume llenó toda la casa, que es la Iglesia. "Entregó el Espíritu", dice S. Juan (Jn 19, 30). El último respiro de Jesús se convierte el primer respiro de la Iglesia.
La tarde misma de Pascua Jesús sopló sobre los discípulos y dijo: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20, 22). Entre nosotros y el Espíritu Santo había tres muros de separación: la naturaleza, el pecado y la muerte. Jesús ha derruido el primer muro, uniendo en sí, en la encarnación, la naturaleza divina y la naturaleza humana, el Espíritu y la carne; ha derruido el segundo muro, el pecado, muriendo en la cruz por los pecados; y el tercer muro, la muerte, resucitando de los muertos.
Ahora ya nada impide al aceite derramarse. El Óleo perfumado, de la cabeza de Aarón -del nuevo Sumo Sacerdote que es Cristo- se derrama por el cuerpo, hasta la orla de su vestido (cf. Sal 1 33,2).
En la Iglesia -que es, por excelencia, el lugar donde los hermanos viven unidos- se realiza esta hermosa imagen usada por el salmista.
Cristianos, es decir, ungidos
El bautismo es el momento en que cada uno de nosotros ha entrado a formar parte de esta unción consagrante. Al principio, cuando el bautismo era generalmente administrado en edad adulta, había un rito especial llamado unción, que expresaba especialmente este significado del sacramento. Este ha permanecido aún hoy, como rito complementario del bautismo, pero poco a poco, con el predominio del uso de administrar el bautismo a los niños, se convirtió en un sacramento aparte, llamado confirmación.
Corno Jesús fue plenamente Cristo, es decir, consagrado por su unción en el bautismo en el Jordán, así -dice S. Cirilo de Jerusalén-los creyentes en él se hacen y son llamados cristos, o cristianos, por su unción mediante la cual participan de la unción de Cristo. El nombre de cristianos, para estos primeros Padres, no significaba tanto, como se ve, seguidores de la doctrina de Cristo (como era para los paganos que en primer lugar en Antioquía les dieron este nombre: cf Hch 11, 26), sino significaba ungidos, consagrados, a imitación de Cristo el Consagrado por excelencia.
Tenemos el mismo Espíritu de Jesús
La consecuencia que se deduce de todo esto, y que nos debería llenar de asombro y de alegría, es que tenemos en nosotros el mismo Espíritu que estuvo en Jesús de Nazaret. El Espíritu Santo que hemos recibido es realmente la tercera persona de la Trinidad, pero en cuanto se ha convertido por la encarnación en el Espíritu del Hijo.
Dios ha derramado sobre nuestros corazones el Espíritu de su Hijo (Ga 4,6), el mismo Espíritu, no otro. Estamos empapados de su unción y somos, por esto, el buen olor de Cristo (2Co 2, 15). ¡Qué alegría pensar que en mí hay el mismo Espíritu que había en Jesús en los días de su vida terrena, que aquel que fue su compañero inseparable (S. Basilio) es ahora también mi compañero inseparable, el dulce huésped de mi alma! Cuando sentimos una inspiración, es la voz de Jesús que nos habla, nos exhorta y nos aconseja.
Llevamos impreso en los más profundo de nuestro ser, a causa de la consagración que hemos recibido, un sello misterioso, impreso a fuego por el Espíritu Santo, un sello real. Por eso somos de nuevo imagen de Dios e imagen de Cristo.
Pueblo real, profético y sacerdotal
Pero la consagración no es nunca un fin en sí misma; se es siempre consagrados para algo, para algún fin. ¿Para qué hemos sido consagrados los cristianos? También esto lo descubrimos en Jesús que es la fuente y el modelo de nuestra consagración. Jesús reunió y cumplió en sí la triple consagración: como rey, como profeta y como sacerdote.
En su bautismo, Jesús fue ungido sobre todo como rey para luchar contra Satanás e instaurar el reino de Dios. En el Antiguo Testamento los reyes eran ungidos para combatir en batallas materiales, contra enemigos visibles: los cananeos, los filisteos, los amorreos... En el Nuevo Testamento Jesús es ungido con la unción real para combatir en batallas espirituales contra enemigos invisibles: el pecado, la muerte y aquel que tenía el dominio de la muerte, Satanás.
En segundo lugar, Jesús fue ungido como profeta para anunciar la Buena Nueva a los pobres. El se aplica a sí mismo las palabras con que Isaías describe su consagración como profeta: "El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido el Señor, a anunciar la Buena Nueva a los pobres me ha enviado" (ls 16, 1 y Lc 4. 18).
Finalmente, Jesús es ungido como sacerdote, tanto en la encarnación como en el bautismo, para ofrecerse así mismo en sacrificio: "Cristo -dice la carta a los Hebreos- por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, para purificar de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo" (Hb 9, 14).
También nosotros hemos sido consagrados reyes, profetas y sacerdotes. En el momento de la unción con el santo crisma, en los ritos que siguen al bautismo, la Iglesia pronuncia estas palabras: "Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que os ha liberado del pecado y dado nueva vida por el agua y el Espíritu Santo, os consagre con el crisma de la salvación para que entréis a formar parte de su pueblo y seáis para siempre miembros de Cristo, sacerdote, profeta y rey."
Como reyes, los cristianos son ungidos para luchar contra el pecado, para que no reine más el pecado en su carne (cf. Rm 6, 12) y contra todos los enemigos espirituales y en primer lugar contra Satanás; son ungidos para el combate espiritual (cf. Ef 6, 10-20).
Son consagrados como profetas, en cuanto son llamados a proclamar las obras maravillosas de Dios (cf. 1P 2, 9), a evangelizar.
Finalmente son consagrados sacerdotes para ejercer su sacerdocio real.
El sacerdocio universal de los cristianos
Me detengo aquí solamente en la tercera unción, la sacerdotal. Hay un sacerdocio universal, o común, que nos une a todos, presbíteros y laicos. Hoy tenemos la alegría de poder afirmar esto, sabiendo que expresamos el pensamiento más auténtico de la Iglesia.
En la Lumen Gentium del Concilio Vaticano II se lee: "Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios espirituales... Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios, han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios" (LG 10).
Este sacerdocio universal consiste principalmente en el ofrecerse a sí mismo con Cristo. Es este el sacrificio espiritual del pueblo sacerdotal (cf. 1P 2, 5). "Os exhorto -escribe S. Pablo- por la misericordia de Dios a ofrecer vuestros cuerpos como sacrificio espiritual (Rm 12, 1). El cuerpo indica aquí toda la vida en cuanto vivida en un cuerpo. Toda la vida, por lo tanto, -no sólo algunos momentos de ella- constituye la materia de esta oblación. Las alegrías y los dolores.
S. Agustín escribe: "Sacrificio es toda obra con la que uno se esfuerza en unirse a Dios en santa comunión. El hombre mismo consagrado en el nombre de Dios y a él prometido, en cuanto muere al mundo y vive para Dios, es un sacrificio" (De civ. Dei X, 6).
Sacrificio viviente es la vida de una madre gastada en mil pequeñas cosas por los hijos y la familia; sacrificio viviente es la jornada de un trabajador: no se aliena y no se consume en el vacío por los otros, su sudor no cae en tierra, sino que sube hacia Dios.
Sacrificio viviente es la vida de una hermana, de un sacerdote, de los religiosos que son, en la Iglesia, los consagrados a un título especial.
Sacrificio viviente es la vida de un joven o de una joven que se preparan para la vida muchas veces con tantas luchas.
Sacrificio viviente son los días, muchas veces tan solitarios, del anciano; su edad no es una edad inútil si es vivida así, sino preciosa a los ojos del Señor.
Sacrificio viviente es finalmente la vida de quien está enfermo. Puede orar para que pase su cáliz, como oró también Jesús, y también los que están a su alrededor pueden y deben orar por su curación. Pero si, con la gracia potente de Dios, él consigue aceptar su enfermedad como su modo de ofrecerse en sacrificio, bienaventurado él. Su vida, mientras está coartada y limitada por una parte, se desarrolla por otra en una fecundidad maravillosa. Se convierte también él, como Jesús, en eucaristía.
Una vida rescatada por nuestra consagración
Toda existencia puede, por lo tanto, ser rescatada de la banalidad y de la vanidad, gracias a nuestra consagración, si nosotros la ponemos en práctica. Al ofrecerse a Dios en oblación pura y santa, junto con Cristo, se realiza el sentido y la finalidad última de la existencia humana.
¿Para qué Dios nos ha dado la vida y el ser, sino para que tengamos algo precioso en nuestras manos para ofrecerle y dárselo como don? En la vida ocurre como en la Eucaristía. En la Misa ofrecemos a Dios en sacrificio aquel pan que hemos recibido de su bondad:
"Este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, -decimos en el ofertorio- que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos."
Hemos sido consagrados todos los sacerdotes para restituir en don a Dios nuestra vida, quemarla ante él como incienso de suave olor. Del hacer algún sacrificio en la vida, se pasa, en esta perspectiva, a hacer de la vida un sacrificio. En la Imitación de Cristo encontramos esta hermosa oración con que renovar la ofrenda a Dios de nuestra vida: "El cielo y la tierra con todo lo que contienen tuyos son, Señor. Por mi parte, ansío hacerte voluntaria donación de todo mí ser y ser tuyo por siempre. Señor, con sencillez de corazón me consagro hoy a ti y hago profesión de ser siempre tu siervo como víctima de sacrificio y de perpetua alabanza. Acéptame juntamente con esta sagrada oblación de tu precioso cuerpo" (IV, 9).
por Raniero Cantalamessa
La catequesis mistagógica
En los primeros siglos del cristianismo, la semana que seguía a la Pascua era el tiempo en que el Obispo desarrollaba la catequesis mistagógica, llamada así porque servía para introducir (ago, en griego) al conocimiento de los misterios (los sacramentos).
Los neófitos, bautizados la noche de Pascua, volvían durante siete días, vestidos de blanco, a los pies del Obispo, que les ilustraba, por primera vez, el sentido profundo de los ritos y de los misterios que habían recibido. Era como ser introducidos en la habitación de los tesoros de la Iglesia. Por la disciplina del arcano, los ritos más sagrados de la fe eran tenidos escondidos a los catecúmenos hasta el momento de esta solemne consigna. Era un momento esperado e inolvidable.
La unción-consagración
Uno de los misterios que era explicado a los neófitos durante esta semana, era el de la unción, la actual confirmación, que en aquel tiempo era conferida inmediatamente después del bautismo, en el contexto de los ritos de la iniciación cristiana. S. Cirilo de Jerusalén explicaba así esta unción: "Bautizados en Cristo y revestidos de Cristo habéis recibido una naturaleza semejante a la del Hijo de Dios. Hechos partícipes de Cristo, no son llamados indebidamente cristos, es decir, ungidos (consagrados). Os habéis convertido en consagrados cuando habéis recibido el signo del Espíritu Santo. Mientras el cuerpo era ungido con el Óleo invisible, el alma era santificada por el santo y vivificante Espíritu" (Cat. misto 3, 1-3).
Volvamos también nosotros a la Iglesia, subamos sobre las rodillas de la madre, para mamar y deleitarse de la abundancia de sus pechos (Is 66,11). Nosotros no hemos tenido nunca nuestra catequesis mistagógica, o iniciación profunda a los misterios de la fe, como ocurría cuando se llegaba al bautismo adultos. Tengámosla ahora.
Israel, un pueblo consagrado al Señor.
Todas las grandes realidades cristianas han sido prefiguradas en el Antiguo testamento, es decir, anunciadas y preparadas mediante símbolos y profecías. La Pascua cristiana estaba prefigurada por la inmolación del cordero pascual, el bautismo por la circuncisión, la Eucaristía por el maná, etc.
Así también la unción-consagración. Ella es el acto mediante el cual una cosa, o una persona, o todo un pueblo, son escogidos, separados de todo el resto y destinados de un modo especial al culto y al servicio de Dios, entrando así en una relación especial con él, respecto a los otros pueblos, o respecto a las otras categorías de personas al interior del mismo pueblo. Es el acto mediante el cual los ungidos son hechos sagrados y da lugar a un estado, el estado de los consagrados.
Israel, como pueblo, es consagrado al Señor y, como tal, diferente de todos los otros pueblos: "Tú eres un pueblo consagrado al Señor tu Dios; él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos que hay sobre la faz de la tierra. No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado el Señor de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos, sino por el amor que os tiene" (Dt 7, 6-8a).
La unción de reyes, sacerdotes y profetas
Al interior de este pueblo consagrado, hay algunas personas consagradas de un modo particular. El rito mediante el cual es conferida esta consagración consiste en una unción mediante un aceite perfumado.
Para entender este gesto, hay que recordar que el aceite, para los antiguos, es un elemento buscado y precioso. Un salmo menciona el aceite que hace brillar el rostro del hombre, junto al vino que alegra su corazón y el pan que sostiene su vigor (Sal 104, 15).
Con él se ungían las personas para ser hermosas en el rostro y los luchadores para ser ágiles y rápidos en la lucha. No extraña, pues, que este elemento haya sido tomado en la esfera religiosa para significar la dignidad y la belleza conferidas por el contacto con Dios y que se haya convertido en símbolo del Espíritu Santo.
Destinatarios de esta unción son esencialmente tres categorías de personas: los reyes, los sacerdotes y los profetas. Sabemos que Samuel ungió al rey Saúl (1S 10, 1ss) y luego a David (1S 16, 13), derramando sobre su cabeza un cuerno de aceite perfumado.
En el Éxodo es descrita la unción de Aarón como sumo sacerdote, con la descripción de todos los perfumes que deben entrar en la composición del aceite (cf Ex 30. 22ss). Elías unge a Eliseo como profeta en su lugar (1R 19. 16); el profeta Isaías habla del Espíritu del Señor que lo ha ungido para anunciar la Buena Nueva a los pobres (cf Is 61, lss) y Jeremías dice haber sido consagrado profeta desde el seno materno (cf. Jr 1, 5).
La Iglesia, nuevo pueblo de consagrados
Pasando del Antiguo al Nuevo Testamento, encontramos enseguida la grande y solemne afirmación que ahora la Iglesia es la nueva nación santa y el nuevo reino de sacerdotes: "Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz" (1P 2, 9.). Todos y cada uno de los bautizados han recibido una unción y son consagrados: "y es Dios -dice S. Pablo- el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones" (2 Co 1, 21-22).
"Vosotros habéis recibido la unción que viene del Santo", escribe a su vez S. Juan (1Jn 2, 20). Por esto todos los cristianos han sido consagrados o santificados, es decir declarados y hechos santos, para servir a Dios: "Habéis sido (¡en el bautismo!) lavados, habéis sido santificados" (1 Co 6, 11).
Cristo, el Ungido
Pero ¿qué significa decir que los cristianos han sido consagrados? ¿Qué clase de unción han recibido? Para descubrirlo debemos partir de Jesús que es el primer consagrado, aquel a quien tendían todas las consagraciones conferidas en la antigua alianza. El nombre mismo de Mesías, en griego Christos y para nosotros Cristo, significa Ungido, Consagrado.
En él ha ocurrido el paso de la letra al Espíritu, de las figuras a la realidad, de lo externo y temporal a lo interno y eterno. Jesús hace suyas las palabras de Isaías y declara: "El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva" (Lc 4. 18).
El momento al que Jesús se refiere con estas palabras es el del bautismo en el Jordán, cuando como explica S. Pedro en los hechos de los Apóstoles- "Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder" (Hch 10, 38).
En el bautismo, Jesús es ungido, o consagrado, como Cabeza de la Iglesia, en vistas de la misión que debe realizar; recibe la unción que debe transmitir a su cuerpo que es la Iglesia. Viene ungido como Mesías, recibe una especie de investidura oficial.
Escuchemos esta profunda verdad de los más antiguos maestros de la fe que fueron los Padres de la Iglesia, para estar ciertos de que alcanzamos la Tradición más auténtica, para no acontentarnos ya de prácticas devocionales lánguidas, sino alimentarnos con alimento sólido.
"El Señor -escribe S. Ignacio de Antioquia- ha recibido sobre su cabeza una unción perfumada para infundir sobre la Iglesia la incorruptibilidad" (Ep. ad Eph. 17). S. Ireneo precisa: "El Espíritu de Dios ha bajado sobre Jesús y lo ha ungido para que nosotros pudiésemos alcanzar la plenitud de su unción y ser así salvados" (Adv. Haer. III, 9,3).
Y otro gran doctor, S. Atanasio, expresa la misma convicción:
"Era a nosotros que era destinada la bajada del Espíritu Santo sobre Jesús en el Jordán; es para nuestra santificación, para que fuésemos partícipes de su unción y se pudiese decir de nosotros: ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros" (Or. c. Arian 1, 47).
Una unción a derramar sobre la Iglesia
El Espíritu se recogió plenamente en la humanidad purísima de Jesús, como el perfume en un vaso de alabastro, pero no podía derramarse hasta que Cristo no hubiese sido glorificado (cf. Jn 7, 39). El Espíritu, como decía S. Ireneo, debía habituarse a habitar entre los hombres, debía primero encontrar un lugar en que reposar.
En la pasión, el vaso de alabastro fue roto -la humanidad de Jesús fue descuartizada- y el perfume llenó toda la casa, que es la Iglesia. "Entregó el Espíritu", dice S. Juan (Jn 19, 30). El último respiro de Jesús se convierte el primer respiro de la Iglesia.
La tarde misma de Pascua Jesús sopló sobre los discípulos y dijo: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20, 22). Entre nosotros y el Espíritu Santo había tres muros de separación: la naturaleza, el pecado y la muerte. Jesús ha derruido el primer muro, uniendo en sí, en la encarnación, la naturaleza divina y la naturaleza humana, el Espíritu y la carne; ha derruido el segundo muro, el pecado, muriendo en la cruz por los pecados; y el tercer muro, la muerte, resucitando de los muertos.
Ahora ya nada impide al aceite derramarse. El Óleo perfumado, de la cabeza de Aarón -del nuevo Sumo Sacerdote que es Cristo- se derrama por el cuerpo, hasta la orla de su vestido (cf. Sal 1 33,2).
En la Iglesia -que es, por excelencia, el lugar donde los hermanos viven unidos- se realiza esta hermosa imagen usada por el salmista.
Cristianos, es decir, ungidos
El bautismo es el momento en que cada uno de nosotros ha entrado a formar parte de esta unción consagrante. Al principio, cuando el bautismo era generalmente administrado en edad adulta, había un rito especial llamado unción, que expresaba especialmente este significado del sacramento. Este ha permanecido aún hoy, como rito complementario del bautismo, pero poco a poco, con el predominio del uso de administrar el bautismo a los niños, se convirtió en un sacramento aparte, llamado confirmación.
Corno Jesús fue plenamente Cristo, es decir, consagrado por su unción en el bautismo en el Jordán, así -dice S. Cirilo de Jerusalén-los creyentes en él se hacen y son llamados cristos, o cristianos, por su unción mediante la cual participan de la unción de Cristo. El nombre de cristianos, para estos primeros Padres, no significaba tanto, como se ve, seguidores de la doctrina de Cristo (como era para los paganos que en primer lugar en Antioquía les dieron este nombre: cf Hch 11, 26), sino significaba ungidos, consagrados, a imitación de Cristo el Consagrado por excelencia.
Tenemos el mismo Espíritu de Jesús
La consecuencia que se deduce de todo esto, y que nos debería llenar de asombro y de alegría, es que tenemos en nosotros el mismo Espíritu que estuvo en Jesús de Nazaret. El Espíritu Santo que hemos recibido es realmente la tercera persona de la Trinidad, pero en cuanto se ha convertido por la encarnación en el Espíritu del Hijo.
Dios ha derramado sobre nuestros corazones el Espíritu de su Hijo (Ga 4,6), el mismo Espíritu, no otro. Estamos empapados de su unción y somos, por esto, el buen olor de Cristo (2Co 2, 15). ¡Qué alegría pensar que en mí hay el mismo Espíritu que había en Jesús en los días de su vida terrena, que aquel que fue su compañero inseparable (S. Basilio) es ahora también mi compañero inseparable, el dulce huésped de mi alma! Cuando sentimos una inspiración, es la voz de Jesús que nos habla, nos exhorta y nos aconseja.
Llevamos impreso en los más profundo de nuestro ser, a causa de la consagración que hemos recibido, un sello misterioso, impreso a fuego por el Espíritu Santo, un sello real. Por eso somos de nuevo imagen de Dios e imagen de Cristo.
Pueblo real, profético y sacerdotal
Pero la consagración no es nunca un fin en sí misma; se es siempre consagrados para algo, para algún fin. ¿Para qué hemos sido consagrados los cristianos? También esto lo descubrimos en Jesús que es la fuente y el modelo de nuestra consagración. Jesús reunió y cumplió en sí la triple consagración: como rey, como profeta y como sacerdote.
En su bautismo, Jesús fue ungido sobre todo como rey para luchar contra Satanás e instaurar el reino de Dios. En el Antiguo Testamento los reyes eran ungidos para combatir en batallas materiales, contra enemigos visibles: los cananeos, los filisteos, los amorreos... En el Nuevo Testamento Jesús es ungido con la unción real para combatir en batallas espirituales contra enemigos invisibles: el pecado, la muerte y aquel que tenía el dominio de la muerte, Satanás.
En segundo lugar, Jesús fue ungido como profeta para anunciar la Buena Nueva a los pobres. El se aplica a sí mismo las palabras con que Isaías describe su consagración como profeta: "El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido el Señor, a anunciar la Buena Nueva a los pobres me ha enviado" (ls 16, 1 y Lc 4. 18).
Finalmente, Jesús es ungido como sacerdote, tanto en la encarnación como en el bautismo, para ofrecerse así mismo en sacrificio: "Cristo -dice la carta a los Hebreos- por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, para purificar de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo" (Hb 9, 14).
También nosotros hemos sido consagrados reyes, profetas y sacerdotes. En el momento de la unción con el santo crisma, en los ritos que siguen al bautismo, la Iglesia pronuncia estas palabras: "Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que os ha liberado del pecado y dado nueva vida por el agua y el Espíritu Santo, os consagre con el crisma de la salvación para que entréis a formar parte de su pueblo y seáis para siempre miembros de Cristo, sacerdote, profeta y rey."
Como reyes, los cristianos son ungidos para luchar contra el pecado, para que no reine más el pecado en su carne (cf. Rm 6, 12) y contra todos los enemigos espirituales y en primer lugar contra Satanás; son ungidos para el combate espiritual (cf. Ef 6, 10-20).
Son consagrados como profetas, en cuanto son llamados a proclamar las obras maravillosas de Dios (cf. 1P 2, 9), a evangelizar.
Finalmente son consagrados sacerdotes para ejercer su sacerdocio real.
El sacerdocio universal de los cristianos
Me detengo aquí solamente en la tercera unción, la sacerdotal. Hay un sacerdocio universal, o común, que nos une a todos, presbíteros y laicos. Hoy tenemos la alegría de poder afirmar esto, sabiendo que expresamos el pensamiento más auténtico de la Iglesia.
En la Lumen Gentium del Concilio Vaticano II se lee: "Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios espirituales... Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios, han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios" (LG 10).
Este sacerdocio universal consiste principalmente en el ofrecerse a sí mismo con Cristo. Es este el sacrificio espiritual del pueblo sacerdotal (cf. 1P 2, 5). "Os exhorto -escribe S. Pablo- por la misericordia de Dios a ofrecer vuestros cuerpos como sacrificio espiritual (Rm 12, 1). El cuerpo indica aquí toda la vida en cuanto vivida en un cuerpo. Toda la vida, por lo tanto, -no sólo algunos momentos de ella- constituye la materia de esta oblación. Las alegrías y los dolores.
S. Agustín escribe: "Sacrificio es toda obra con la que uno se esfuerza en unirse a Dios en santa comunión. El hombre mismo consagrado en el nombre de Dios y a él prometido, en cuanto muere al mundo y vive para Dios, es un sacrificio" (De civ. Dei X, 6).
Sacrificio viviente es la vida de una madre gastada en mil pequeñas cosas por los hijos y la familia; sacrificio viviente es la jornada de un trabajador: no se aliena y no se consume en el vacío por los otros, su sudor no cae en tierra, sino que sube hacia Dios.
Sacrificio viviente es la vida de una hermana, de un sacerdote, de los religiosos que son, en la Iglesia, los consagrados a un título especial.
Sacrificio viviente es la vida de un joven o de una joven que se preparan para la vida muchas veces con tantas luchas.
Sacrificio viviente son los días, muchas veces tan solitarios, del anciano; su edad no es una edad inútil si es vivida así, sino preciosa a los ojos del Señor.
Sacrificio viviente es finalmente la vida de quien está enfermo. Puede orar para que pase su cáliz, como oró también Jesús, y también los que están a su alrededor pueden y deben orar por su curación. Pero si, con la gracia potente de Dios, él consigue aceptar su enfermedad como su modo de ofrecerse en sacrificio, bienaventurado él. Su vida, mientras está coartada y limitada por una parte, se desarrolla por otra en una fecundidad maravillosa. Se convierte también él, como Jesús, en eucaristía.
Una vida rescatada por nuestra consagración
Toda existencia puede, por lo tanto, ser rescatada de la banalidad y de la vanidad, gracias a nuestra consagración, si nosotros la ponemos en práctica. Al ofrecerse a Dios en oblación pura y santa, junto con Cristo, se realiza el sentido y la finalidad última de la existencia humana.
¿Para qué Dios nos ha dado la vida y el ser, sino para que tengamos algo precioso en nuestras manos para ofrecerle y dárselo como don? En la vida ocurre como en la Eucaristía. En la Misa ofrecemos a Dios en sacrificio aquel pan que hemos recibido de su bondad:
"Este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, -decimos en el ofertorio- que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos."
Hemos sido consagrados todos los sacerdotes para restituir en don a Dios nuestra vida, quemarla ante él como incienso de suave olor. Del hacer algún sacrificio en la vida, se pasa, en esta perspectiva, a hacer de la vida un sacrificio. En la Imitación de Cristo encontramos esta hermosa oración con que renovar la ofrenda a Dios de nuestra vida: "El cielo y la tierra con todo lo que contienen tuyos son, Señor. Por mi parte, ansío hacerte voluntaria donación de todo mí ser y ser tuyo por siempre. Señor, con sencillez de corazón me consagro hoy a ti y hago profesión de ser siempre tu siervo como víctima de sacrificio y de perpetua alabanza. Acéptame juntamente con esta sagrada oblación de tu precioso cuerpo" (IV, 9).