DOCUMENTO DE MALINAS - 5

DOCUMENTO DE MALINAS - 5
NATURALEZA Y GRACIA, UNA UNIDAD VITAL (1985)
CULTO DEL YO Y FE CRISTIANA
CARDENAL SUENENS

Prefacio
Este documento de Malinas, nº 5, está consagrado al estudio de las relaciones, concretas, entre naturaleza y gracia, en orden a armonizarlas o con mayor precisión, en orden a evitar una valoración excesiva del papel de la naturaleza en detrimento de la gracia en una formación cristiana adecuada.
El acento está puesto, en particular, en el peligro del naturalismo que no es, en general, el que acecha a la Renovación, aunque espero poder ayudar a evitarlo y a enderezar, aquí o allí, algunos métodos pedagógicos en los que la naturaleza y la gracia no se encuentran armonizados.
Por otra parte, el naturalismo impregna hasta tal punto la atmósfera de nuestro tiempo que me ha parecido útil formular un breve análisis para uso del cristiano que se quiere a la vez plenamente hombre y discípulo de Jesucristo.
Hay cosas que se sobreentienden… pero que diciéndolas se entienden aún mejor. Hay silencios que por omisión originan desequilibrios. “Abstraer no significa mentir” se dice a veces para intentar justificar una opción unilateral. Sea como sea en teoría, no tenemos el derecho de practicar la abstracción y de dejar a media luz, incluso provisionalmente, verdades complementarias de carácter vital. De la misma manera que el médico que sana el cuerpo, no puede minusvalorar los elementos psíquicos que, muy a menudo, intervienen en los trastornos somáticos.
Cuando se trata de la formación o del análisis del hombre cristiano, no podemos ignorar que el hombre, tan rico en dones naturales, es también un ser frágil, herido, y que la aportación de la gracia forma parte integrante de su sanación y de su crecimiento.
Que Nuestra Señora de la Encarnación y de Pentecostés nos ayude a vivir y a hacer fructificar, en simbiosis, la riqueza que hay en el corazón del hombre y, aún más, toda la riqueza renovadora del Espíritu Santo que hay para él en el corazón de Dios.

L. J., Cardenal SUENENS
2 de febrero de 1985

Capítulo I
Entre dos escollos

1. La paradoja de la vida cristiana
Aprecié mucho, hace tiempo, un libro de Mons. Benson que llevaba por título: Paradojas del cristianismo. Cada capítulo se abría con dos textos de la Escritura, aparentemente contradictorios; así, por ejemplo, el dicho del Señor: “No he venido a traer la paz sino la guerra”, y este otro, “Os daré una paz que ningún hombre os podrá arrebatar.” Esta confrontación de textos obligaba a tomar conciencia de la coexistencia de realidades simultáneamente verdaderas, de la “coincidencia de los opuestos”, utilizando un lenguaje filosófico.
Sucede lo mismo con un doble respeto que se nos impone: el de las exigencias de la naturaleza humana y el de las exigencias de la gracia. ¿Cómo armonizar la personalidad del hombre y su riqueza –el hombre vivo que San Ireneo llamaba “la gloria de Dios”- con este otro hombre que hay en mí, que soy yo también, y que debe liberarse de su debilidad, renunciar a sí mismo para crecer mejor; en resumen ser y no ser simultáneamente?
2. La Iglesia entre Caribdis y Scylla
La Iglesia debe navegar incesantemente entre Caribdis y Scylla; entre el doble escollo del “sobrenaturalismo” y del naturalismo, es decir, entre la tendencia que deforma lo sobrenatural por exceso, y la que deforma el lugar de lo humano primando su papel y su autosuficiencia. Equilibrar gracia y naturaleza constituye el combate de cada día tanto en la historia de la Iglesia como en el corazón del cristiano.
Para identificar el justo medio, es necesario distanciarse del “sobrenaturalismo”: a ello apuntaban los Documentos anteriores de Malinas, en los que existe un esfuerzo por decir a la Renovación: no exageréis los exorcismos, las profecías, los “descansos en el Espíritu”, los rechazos simplistas de las ciencias humanas. Pero resulta necesario también distanciarse del “naturalismo”: éste parte de un hombre supuestamente intacto, no herido, no pecador, y del que habría que seguir sus imperativos subjetivos como regla de vida y de realización. En el límite ese hombre es un ser autónomo en el que el Yo dicta la acción. Constituye su propia ley, con todo lo que su existencia real comporta de vicisitudes, de dudas y de puestas en cuestión.
3. El contraste entre generaciones
Cada generación de cristianos se ha tropezado con el mismo problema. Cada generación se ha encontrado frente al deber de armonizar naturaleza y gracia. Y cada generación está marcada por la tentación de primar la gracia a expensas de la naturaleza o a la inversa.
Mi generación ha quedado marcada, en el campo de la moral y de la espiritualidad, por un cierto “sobrenaturalismo” que no hacía justicia a todas las legítimas exigencias de la naturaleza, por un desconocimiento de la psicología humana en los planos de la conciencia y del inconsciente. Algunos sectores de la moral eran particularmente deficientes en este aspecto, derivando de ello estrecheces, rigideces, tabúes y pecados indebidamente catalogados como mortales. Mi primera intervención en el Concilio Vaticano II consistió, entre otros, en un alegato en favor de una revisión en este campo.
Hemos sufrido también el exceso del individualismo en nuestras relaciones humanas y cristianas. La atmósfera individualista no favorecía, incluso entre cristianos viviendo en comunidad, la apertura recíproca, el compartir, el intercambio de sentimientos profundos. Se daba una especie de discreción, de reserva, de repliegue. El yo profundo era el terreno reservado a Dios en la oración y eventualmente al confesor o al director espiritual. Por ello se producían bloqueos psicológicos y, de resultas, los dramas cuando tal o cual método revelaba bruscamente carencias psicológicas no declaradas.
Todo esto necesitaría matices y precisiones: se trata aquí simplemente de indicar la tendencia de ayer para conocer mejor la situación de hoy.
Necesariamente, si se subraya un aspecto, se deja en la sombra lo que no se pone de relieve con vistas al objetivo fijado. Publiqué, hace tiempo, un breve estudio llamado: el papel de lo humano en la progresión sobrenatural. Trataba de decir que la gracia, como una simiente, tiene necesidad para crecer normalmente de caer en una buena tierra de acogida –tierra desembarazada de malas hierbas y de cascajos. Y todo ello bajo pena de caer en el sobrenaturalismo, es decir en lo sobrenatural trucado. En aquel momento me pareció que era necesario acentuar este aspecto.

4. La reacción naturalista
La historia del ayer ayuda a comprender, si no a justificar, el exceso actual en sentido contrario. A fuerza de haber reaccionado, se acaba por desconocer el indispensable peso de lo complementario. “Amo las verdades que coexisten”, dice un personaje de Claudel. Encontramos siempre dificultades para mantener en equilibrio afirmaciones complementarias que no se oponen entre ellas.
Recuerdo, cuando enseñaba pedagogía en el seminario y formulaba la pregunta: “¿Qué es lo que hace falta saber sobre todo para enseñar mejor el latín a John?”, que el auditorio reaccionaba complacido con la respuesta: “Hace falta sobre todo conocer a John.” A fuerza de repetirlo y de poner a John en un primer plano, es necesario decir hoy y repetir que hace falta también saber latín.
5. En busca del equilibrio
Sucede lo mismo cuando se trata de respetar a la vez las exigencias de la naturaleza y de la gracia.
Importaba, en mi opinión, reaccionar contra el “sobrenaturalismo” para salvar lo sobrenatural; pero ahora, hay que reaccionar contra el naturalismo para salvaguardar lo sobrenatural.
El acento se pone aquí intencionadamente sobre este peligro del naturalismo que impregna la atmósfera de nuestro tiempo: he creído útil subrayar sus rasgos para utilidad de todo cristiano que se quiere a sí mismo a la vez plenamente hombre y discípulo de Jesucristo. Tal es la inspiración fundamental de estas páginas.
Lo que debe fijar aquí la atención no es la afirmación de un autor determinado sino la tendencia que subyace en ciertos métodos de introspección y de análisis. Tanto mejor si, en un supuesto concreto, el autor o el promotor no se reconocen en una doctrina inaceptable, o si ha evolucionado en este aspecto. Pienso en la famosa controversia que, en el siglo XVII, opuso a los Jansenistas y sus críticos. Estos denunciaban las cinco proposiciones jansenistas extraídas del Augustinus, obra del célebre obispo de Ypres, Jansenio.
Los defensores del libro atacado se mostraban de acuerdo para rechazar las proposiciones en sí mismas pero, por el contrario, negaban con energía la presencia de aquéllas en el Augustinus. Este recuerdo histórico invita a no comprometerse en la interpretación de los autores sino a reaccionar contra las implicaciones doctrinales en cuanto tales, allí en que resultan incompatibles con la fe cristiana.

Un mejor conocimiento de la psicología humana puede ser un instrumento no desdeñable de gracias. Pero los métodos por sí mismos tienen necesidad de relatividad, de complementariedad, de discreción y de discernimiento. Intentaré abordar todo ello simultáneamente en estas páginas, poniendo el acento en las exigencias propias de la fe.

Capítulo II
El culto idolátrico del Yo
y la fe cristiana
Vivimos en un extraño mundo en el que el culto a Dios ha cedido su sitio al culto del Yo. Esta nueva idolatría se ha introducido hasta tal punto en nuestras costumbres que se da por consabida por innumerables contemporáneos.
1. El Yo, absoluto que sustituye al Absoluto
El Yo se ha convertido en el centro de referencia de la conducta moral. El filósofo griego Protágoras afirmaba ya que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Este es un criterio de vida que resulta hoy indiscutido. Todo se juzga y se evalúa a partir del Yo, en función de un egocentrismo soberano. Subrayemos de pasada que “egocentrismo” no se identifica con “egoísmo” que implica un juicio moral, pero el término –y la realidad subyacente- se encuentran próximos. En inglés se ha forjado el término “selfism” para distinguirlo de “selfishness”: la ventaja de este vocabulario es que permite permanecer, al menos de manera provisional, en el plano de lo fenomenológico.
Se trata, en efecto, de un fenómeno nuevo. El hombre, rota su referencia vital con Dios, ha tenido que buscar otra referencia para motivar y justificar su manera de actuar. El egocentrismo le proporciona una religión de reemplazo, un absoluto de recambio.
No es por causalidad que los antecesores del culto del Yo se encuentran en la base del ateísmo moderno. El padre de éste, Feuerbach, ha proclamado sin ambages que “el hombre es el dios del hombre” (homo homini deus). Esta intuición le pareció que constituía un giro decisivo en la historia del mundo. Encontramos, en diversos grados, el rastro del ateístmo de Feuerbach en Marx (que le toma prestada la célebre frase sobre la “religión, opio del pueblo”), en Nietzsche, Huxley, Rogers, Maslow, por no citar más que algunos nombres. Son los profetas de los nuevos tiempos que debían traer la felicidad a los hombres, liberados para siempre de toda alienación religiosa. En verdad estamos en las antípodas de estas esperanzas y previsiones en lo que concierne a los paraísos terrestres y a los mesianismos temporales. Parece inútil insistir: ¡basta leer el periódico de la mañana o ver la televisión por la noche!
Veamos más de cerca las consecuencias de esta “muerte de Dios” que nos encamina hacia la muerte del hombre.
2. El Yo, referencia suprema para definir el bien y el mal
Se impone considerar una cuestión previa: ¿el Yo constituye verdaderamente un absoluto, un dato primero? ¿o es, él mismo, algo condicionado y relativo?
Estos interrogantes surgen inevitablemente cuando el Yo se hace criterio supremo de valor y de conducta. El Yo, en efecto, se plantea a sí mismo un problema: ¿si mi Yo es mi regla suprema de conducta, por qué debo respetar la vida que me es dada sin mi conformidad? ¿Por qué debo seguir aceptando mi vida si me llega a ser intolerable? ¿Por qué no puedo disponer a mi voluntad de ella y determinar su fin según me convenga? Sabemos que para Camus el problema del suicidio constituía el problema clave de la filosofía. ¿Por qué, en efecto, continuar viviendo sin una razón válida para vivir?
¿Y además quién dará al Yo su certificado de autenticidad? Comprobamos, por la biografía incluso de los promotores de esta religión de sustitución, a qué variantes puede la actualización del Yo conducir a sus fieles. El Yo de Martin Heidegger, el más conocido de los existencialistas, le condujo en un momento a adherirse al nazismo; el Yo de Karl Jaspers le condujo al liberalismo. Nos aventuramos así en unas arenas movedizas, nuestro Yo absoluto se manifiesta eminentemente relativo.
Según la lógica del sistema se calificará de “bien” o “mal” lo que favorezca o amenace la espontaneidad del Yo, la sinceridad del Yo, la autenticidad del Yo.
¿Pero cuál es el valor moral de estos términos ambiguos? El profesor Rezsohazy, de la Universidad de Lovaina, escribía recientemente estas pertinentes líneas:
“Para las jóvenes generaciones, el criterio primero del acto moral es la autenticidad, lo que significa que el hombre se compromete personalmente con sus opciones, de acuerdo sinceramente con lo que cree que debe hacer, y ello con independencia de cualquier principio abstracto…
Las expresiones morales más frecuentes son palabras como “autenticidad”, “espontaneidad”, “personalidad”, “identidad” o “autonomía”. Ahora bien vemos que se puede asesinar a alguien “espontáneamente”, o ser infiel al cónyuge “auténticamente”.
Estos términos constituyen criterios para juzgar como se plantea el acto, pero no dicen si el acto es o no justo.
Esta inclinación del espíritu, que se interesa más en las condiciones personales de las conductas que en el valor intrínseco de los hechos y gestos, conduce a “psicologizar” el problema moral ”.(1)
Lo que crea un problema a nivel individual, lo crea igualmente a nivel social, por lo menos en nuestras latitudes. Las reglas autónomas y supremas del juego democrático están basadas en una adición de los Yo: nuestras leyes están a merced de las fluctuaciones de estos Yo totalizados por computadora y dependientes de la mayoría resultante. El gran Yo colectivo puede decretar y legalizar mañana cualquier cosa que le convenga.
Nuestros debates parlamentarios de hoy sobre el derecho al aborto abren el camino a previsibles discusiones futuras sobre el derecho al suicidio, el derecho a la eutanasia activa por compasión, el derecho a la impunidad de algunos crímenes cambiándoles el nombre según la moda del momento. Pues ya no habrá ninguna razón intrínseca que pueda frenar nuestra deriva moral colectiva.

3. El Yo y sus ambigüedades
El Yo, promovido a centro de plenitud y de moralidad del hombre, no es nunca un Yo ‘‘químicamente puro’’. Debería desligarse de las ambigüedades que lo rodean para poder desempeñar el papel soberano que se le asigna. A nivel simplemente humano se plantean muchas preguntas previas.
Se querría saber qué factores innatos o sociales modelan inconscientemente ese Yo, antes de soltarle las bridas y otorgarle las cartas credenciales y de soberanía. En otras palabras, si la ‘‘autenticidad’’ se determina en función de mi Yo, todo aquello que yo no he elegido de buen grado, ¿no sería auténtico?, ¿por qué amar a mi padre y a mi madre que no me consultaron si quería nacer? Recordemos que ¡Job se quejaba de ello!
Además, si el hombre nace bueno y es la sociedad quien lo deforma, habría que explicar por qué la sociedad, compuesta de seres igualmente buenos, llega a desencadenar corrientes sociales malas y guerras fratricidas. Por otra parte, si se reconoce –y ¿cómo negar la evidencia?– que el Yo se compone de varias capas, a menudo en conflicto y en estado de controversia, ¿quién dirá cuál es el verdadero Yo y en nombre de qué elegir entre las tendencias rivales? San Pablo hablaba ya del bien que deseaba hacer y del mal que le atraía: él se reconocía sin ambages, como hombre desgarrado entre las dos vertientes del Yo.
La ambigüedad del Yo se revela también a los ojos de la ciencia. Tanto si se trata de la psiquiatría como de la psicología en sus diversas formas, freudianas o no, no podemos escapar a la conclusión de que el hombre está herido, que el Yo también es juguete de las fuerzas oscuras del inconsciente: aún no se han podido despejar y armonizar todos los aspectos de su ser y de su comportamiento. Bastaría con mencionar aquí los aspectos inherentes y ‘‘naturales’’ al hombre desde el principio, y que testimonian comportamientos agresivos, egoístas, posesivos, etc. El niño dejado a sí mismo y sin guía no es el ser espontáneamente bueno, ideal.
Así pues, el Yo no es un guía seguro que conduce por sí mismo a la felicidad de los hombres. La misma naturaleza tiene, por lo demás, actos reflejos de defensa contra lo que la desnaturaliza y falsea arbitrariamente su verdadera finalidad. Pienso en el desorden y en la permisividad sexual que se levantan hoy ante nuestros ojos. Este dejar hacer, este dejar que las cosas marchen sin rumbo, es en buena parte responsable de la tristeza de los hombres. Esta abdicación moral, lejos de realizar al hombre y a la mujer, tiene un regusto de vacío y de nada. La misma naturaleza se encarga de decirnos dónde se encuentra su verdadera finalidad que se impone a nosotros. Hay que releer estas líneas de Bergson:
‘‘Los filósofos, que han especulado sobre el significado de la vida y sobre el destino del hombre, no se han dado bastante cuenta de que la misma naturaleza se ha tomado la molestia de informarnos sobre ello. Nos advierte con una señal precisa que hemos alcanzado nuestro destino. Esta señal es la alegría. He dicho la alegría, no el placer…; el placer no es más que un sucedáneo imaginado por la naturaleza para obtener del ser vivo la conservación de la vida: no indica la dirección en que la vida ha sido lanzada… En todas partes donde hay alegría, hay creación: cuanto más rica es la creación, más profunda es la alegría.’’
Estas palabras son una clave para situar la plenitud del Yo en su verdadera profundidad humana.
Capítulo III
El culto hipertrófico del Yo
1. La psicología humanista
El culto idolátrico del yo es, con toda evidencia, incompatible con la fe cristiana, pero existe un culto hipertrófico del Yo más sutil y falaz, incompatible también con la fe, en razón de su ambigüedad. Este peligro, inherente a diversos tipos de análisis psicoanalíticos o psicológicos, puede ser el resultado de varias causas: de una visión truncada del hombre, de una psicología que derrapa hacia el psicologismo, del silencio sobre aspectos humanos esenciales o complementarios o, en fin, del abuso de empleo, por ‘‘sobredosis’’, de la introspección.
La literatura sobre este tema es inmensa, las variantes numerosas. Lo que aquí nos interesa es ante todo los rasgos comunes, las tendencias como tales. En los países de habla inglesa, C. William Tagason, profesor de Notre Dame (South Bend) ha hecho un esfuerzo de síntesis, con el título de Humanistic psycology: a synthesis (2). Este valioso trabajo científico es esencialmente informativo aunque el autor intercala en algún momento sus propias observaciones críticas.
No existe, que yo sepa, un equivalente francés de tipo enciclopédico y es preciso buscar muchas veces las fuentes en publicaciones desperdigadas, públicas o privadas.
De manera global hay que reconocer que el éxito de la psicología humanista y de sus ‘‘filiales’’, incluso en ambientes cristianos, es debido en gran parte a nuestro pecado de omisión como cristianos. Tenemos una literatura espiritual de exquisita riqueza, pero no hemos elaborado suficientemente la pedagogía correspondiente que armonice naturaleza y gracia en el desarrollo del hombre. No nos hemos fijado suficientemente en todo lo que ayuda al hombre a conocerse, a formarse, a abrirse a los demás, a salir de sí, a compartir sus riquezas. Esta laguna está, en buena parte, por colmar. Soy consciente de ello, aunque aquí se ponga el acento sobre las desviaciones y deficiencias de ciertos métodos en circulación.
Para poner el dedo en la llaga de lo que llamaremos la hipertrofia del Yo –que constituye el peligro inherente a estos métodos de análisis– hay que examinar más de cerca sus fines y sus caminos para alcanzarlos.

2. El primado del Yo
a) ¿Qué fin se persigue?
La intención primera y permanente de estos métodos es permitir al individuo interesarse por sí mismo, construirse, reencontrarse consigo mismo, sacar lo mejor de sí mismo, su verdadero yo auténtico. Con este fin se esforzará por liberarle de la alienación a los otros, del condicionamiento social. Es preciso, se dice, desalienarse de todo saber y aprender la fidelidad a la experiencia real. Se trata, por último, de dejar a cada cual el derecho y la responsabilidad de organizar su propia vida y de actuar según su propia conciencia y sus intuiciones personales. Una buena relación consigo mismo no puede, según se piensa, más que favorecer la relación con los demás y con un absoluto interior por descubrir.
Con este fin, se sigue diciendo, es preciso partir de la ‘‘experiencia positiva del ser’’ que remite a un ‘‘más’’ indeterminado cuyo nombre provisional se escribe con minúscula, esperando quizá escribirlo con mayúscula, ella misma bastante indeterminada, como Justicia, Consciencia, Dios, Verdad, Amor.
Contrariamente a la visión personalista hoy dominante, estos teóricos del yo no ven al ser humano como ‘‘un ser con los demás, constituido permanentemente por los intercambios que establece con su medio ambiente humano. La idea de una reciprocidad activa y constructiva está singularmente ausente.
Se reconoce una prioridad absoluta a la interioridad individual: es en cada uno donde se encuentra la verdad del ser; ni el prójimo y aún menos las estructuras parecen contribuir a la identidad de las personas. Los otros tienen como función primera ‘‘permitir’’ que mis riquezas emerjan.
Esta filosofía refleja, en parte, el individualismo liberal del siglo XIX, receloso respecto a la sociedad y cuyo ideal es el libre desarrollo de cada individuo.
Con esta óptica, se comprende el exiguo lugar que tiene la acción sobre las estructuras, tanto más al sostener con gran ingenuidad que ‘‘el contagio’’ de los individuos liberados de ese modo no dejará de transformar ‘‘prójimo a prójimo” el conjunto del cuerpo social.
Esto significa, de entrada, ignorar una conquista capital de las ciencias humanas: el peso considerable y la originalidad de las estructuras tanto en la dinámica social como en el crecimiento de las personas.
b) ¿Cómo llegar a él?
Para alcanzar el fin deseado, hay que desnudar el Yo profundo, en tanto que centro autónomo y que no se identifica ni con la razón, ni con la voluntad, ni con la libertad. Para tener acceso a él, a modo de inmersión submarina, es necesario llegar a analizar sus propios estados interiores, calificados con el término de ‘‘sensaciones’’.
Para liberar y poner ‘‘al hombre en pie’’, la vía de acceso privilegiada es el conjunto de las sensaciones o ‘‘estados interiores’’, a menudo manifestados corporalmente. A partir de su recepción y su análisis, se descubre, según se cree, ‘‘el corazón’’ del ser.
El análisis de las sensaciones actuales nos deja acceder primero al yo, centro autónomo, piloto de la persona. Más al centro, aún, se accede al ser o al Yo. El análisis de las sensaciones descubre los aspectos positivos del conjunto yo-Yo profundo.
La introspección individual es camino de acceso a la verdad. Cuando se practica en común con la ayuda de un guía, esta inmersión en sí mismo se desarrolla con frecuencia en un ambiente preciso y con la ayuda de esquemas que determinan en parte los descubrimientos a los que se quiere llegar. La eventualidad de una manipulación del sujeto, en esta circunstancia, no se puede excluir. El guía no se despoja, aún sin saberlo, de su propio ser profundo y, lo quiera o no, él influencia a los demás. Es importante saberlo para que el juego sea correcto.
La imagen del hombre que va a desprenderse, a la manera de ciertas sabidurías orientales, es de tipo concéntrico: hay un núcleo, ‘‘el fondo del ser’’, tan indescriptible, se dice, como Dios mismo y único lugar de verdad y de amor. Alrededor de este centro gravitan los elementos secundarios que son el cuerpo, la razón, la voluntad. Desde el momento en que se accede a este punto, dicen, todo se organiza y se armoniza por sí mismo: el cuerpo y sus impulsos parecen definitivamente sosegados y un equilibrio duradero será su fruto.
c) Recorrido por los autoanálisis
Para comprender, en concreto, los resultados de este tipo de método, si es íntegramente practicado, sólo hay que recoger, según vamos leyendo, algunas frases estándar que se encuentran una y otra vez en estos autoanálisis.
- ‘‘Ayudar a la gente me hace sentir mejor. ’’
- ‘‘¿He sido yo mismo hoy?’’
- ‘‘Ahora me atrevo a realizar actos que me pertenecen plenamente. ’’
- ‘‘Puedo dejar vivir a mi corazón sin pedirle permiso a nadie. Tengo derecho a vivir y a ser feliz. ’’
- ‘‘Un acto es bueno en la medida en que me construye. ’’
- ‘‘Mi ideal: ser yo mismo y curarme por medio del psicoanálisis. ’’
- ‘‘Ya no puedo vivir sin la formación que me hace feliz. ’’
- ‘‘Ser únicamente yo mismo, no igual que los demás. ’’
- ‘‘Debo atenerme a mis sensaciones y a sus fluctuaciones y navegar por el río de mis sensaciones. ’’
Y todavía:
- ‘‘Lo que importa no es lo que sé, sino lo que siento’’
Volveremos sobre ello.
3. Egocentrismo y altruismo
a) Egocentrismo
No se puede negar que el amor de sí mismo tiene su lugar y su legitimidad con la condición de estar correctamente situado. El legítimo amor de sí mismo está incluido, en efecto, en el mandamiento del Señor que invita a sus discípulos a amar a los demás ‘‘como a sí mismo’’. Buscar la propia realización personal está, pues, plenamente justificado. Que el hombre realice el ‘‘esfuerzo de existir’’ y de desplegar sus dones y talentos está en la línea del Evangelio.
El problema comienza cuando el Yo se convierte en el centro de la vida y en criterio de referencia moral. Debemos guardarnos de la hipertrofia que un filósofo denunciaba como ‘‘el mito de la propia realización’’. Experimentar un sentimiento de autocomplacencia, de satisfacción, de bienestar no indica que se trate de mi verdadero y auténtico bienestar. Tanto más cuanto la actualización del Yo y su realización no se corresponden automáticamente con la totalidad de la persona, con el ‘‘personalismo integral’’ que debe tener en cuenta todas las dimensiones del ser humano: dimensión religiosa, duración, continuidad, inserción social.
b) Altruismo
La concentración en sí mismo, tal como es sobreentendida, proclamada o vivida en ciertas escuelas de formación, desconoce, en su base, el altruismo auténtico. Amar al otro porque experimento satisfacción al amarlo, es quedar prisionero de un egoísmo que se ignora. La reflexión de Sartre diciendo que ‘‘la caricia al otro es siempre también una caricia a sí mismo’’ puede tener su parte de verdad existencial, pero detenerse ahí es desconocer y prohibir el verdadero don de sí y su gratuidad.
Semejante búsqueda de uno mismo nos hace, de hecho, alérgicos al otro. El yo se convierte, en sentido literal, en autónomo, es decir que se erige a sí mismo en ley. Se ha señalado que ‘‘el puro impulso vital’’ no coincide automáticamente con el ‘‘impulso vital puro’’.
Ello supone también desconocer la diferencia radical entre la abdicación de sí y la abnegación de sí. Renunciar a sí mismo no es destruirse: puede ser, por el contrario, la forma más elevada del don de sí.
En Otra cosa que ser, el filósofo francés Lévinas resumía su pensamiento con este programa de vida: ‘‘Para el otro, a pesar de sí, a partir de sí’’. Resumen que se querría ver de buena gana escrito en los centros de terapia psicológica.
Y eso vale no solamente a nivel interhumano, sino también cuando el hombre es confrontado con el Otro (con mayúscula), es decir, con Dios.
En tanto vaya a Dios desde mi ‘‘falta de ser’’ no le encontraré jamás como el Otro en Sí-mismo, sino sólo como el otro respecto a mí. El camino para la adoración de Dios queda bloqueado si uno no se distancia de sí mismo. Por otra parte, nuestro verdadero encuentro con Dios tiene que ver con nuestro encuentro con el prójimo.
El amor de Dios y el amor a nuestros hermanos están ligados: no se les puede disociar impunemente.
Una vez leí, no sé donde, estas líneas que merecen una reflexión:
‘‘I looked for my soul, but my soul I could not see.
I looked for my God, but my God eluded me.
I looked for my brother, and I found all three .’’(3)
Es una invitación a no separar lo que Dios ha unido.
Para concluir este capítulo, quisiera citar aquí una página del profesor Rezsohazy, de la universidad de Lovaina, que con el título de Los neo-individualistas describe la amplitud que ha tomado en el mundo actual este fenómeno de la hipertrofia del yo. Sus líneas servirán de telón de fondo a mi exposición.
‘‘Este resurgir del individualismo puede ser comprendido sin duda como una protesta contra una sociedad de masas anónimas y no de seres humanos que tienen cada uno su dignidad personal y su identidad propia. Protesta también contra la prevalencia de reglas estrictas que prescriben las cosas que hay que hacer en vez de dejar a la gente el cuidado de pavimentar libremente los caminos de su destino.
Pero esta facultad de elección ardientemente reivindicada implica una búsqueda previa y el descubrimiento de un modelo de felicidad hacia el que dirigirse. Ahora bien, la búsqueda del hombre contemporáneo no es ni religiosa, ni filosófica, ni está inspirada por doctrina social alguna.
No es ni la salvación eterna, ni una edad de oro o una ansiada sabiduría lo que le atrae, sino la seguridad psíquica, el éxito social, la impresión momentánea del bienestar personal.
Esta búsqueda narcisista descrita por Christopher Lasch (4) se manifiesta en diversos campos, desde la literatura y el arte hasta el movimiento feminista. Llega a ser trágica por el miedo a envejecer y a morir. ¿No hay en ella una expresión de desesperación de una civilización incapaz de hacer frente a su futuro?
Aunque los progresos de las tendencias neoindividualistas contienen gérmenes evidentes de decadencia, no es posible pararlas por decreto. Pienso que la inversión se realizará cuando la prioridad absoluta concedida a la búsqueda de sí haya demostrado claramente los perjuicios sociales que causa: la anemia creciente de las familias, el debilitamiento de las solidaridades naturales, la multiplicación de los signos de huida ante las pruebas o las responsabilidades de la existencia.
El fondo de la cuestión está en controlar la tensión entre la aspiración de cada uno de nosotros a la felicidad propia y la demanda de nuestros hermanos y hermanas de amarles como a nosotros mismos. Conseguir esta síntesis es conseguir el triunfo en la propia existencia. En términos históricos, cuando una civilización ha encontrado el equilibrio, alcanza la cima de su itinerario.’’ (5) 
Capítulo IV
Mi experiencia vital, ¿criterio supremo?
1. Subjetivismo
Se nos dice que lo fundamental, al principio de estos análisis del yo, es lo vivido. Todos están invitados a concentrarse en su experiencia actual y a hacer de ella una exploración metódica y profunda. Esta inmersión con escafandra hay que retomarla siempre. Se avanza en este descubrimiento por docilidad activa a las sensaciones sucesivas que permiten al Yo progresar. El análisis termina cuando la sensación nos ha proporcionado todo su contenido. Lo vivido prima, tal es la afirmación más importante.
Estamos, pues, sumergidos en un subjetivismo sin salida. Es el triunfo afectivo de mis sentimientos que toman el relevo de mis elecciones, de mis decisiones y de mis fidelidades sucesivas.
Digamos que se puede sentir esto o aquello, pero si el corazón no está educado, puede sentir cualquier cosa. Resulta, pues, esencial que el arraigo de la inteligencia y de la sabiduría cristianas acompañen y profundicen la espontaneidad y la libertad del sentimiento.
Importa mucho no confundir la escucha y la voz del Espíritu que habla al corazón con lo que ‘‘sentimos’’. La interioridad es una dimensión importante de toda experiencia espiritual, pero no se confunde con cierto ‘‘intimismo’’ que puede cobijar no pocas ilusiones.
Lo que es muy grave es que en estas fluctuaciones del Yo, no hay sitio para un compromiso de fidelidad, ya sea en la vida consagrada o en el matrimonio. ¿Por qué ligarse de por vida cuando mañana, o dentro de diez años, mi Yo no será ya el mismo? ‘‘Jamás tendremos el alma de esta noche’’ escribía Anna de Noailles con desesperanza.
2. Fidelidad provisional
La fidelidad a los compromisos pasados –conyugales o religiosos– parece no tener casi peso en una trayectoria donde las sensaciones del momento son determinantes y donde el Yo es el árbitro supremo.
Con semejante concepción de la libertad y del tiempo estamos sobre arenas movedizas. En esta óptica optimista –el papel del pecado está minimizado o ausente– la libertad cristiana se limita a dejar surgir lo que subyace en el ser profundo. La moral se reduce al consentimiento con el propio ser. El criterio de rectitud ética es el sentimiento de ir en el sentido del propio Yo. Es difícil negar que más allá de una adecuada rehabilitación de la conciencia personal –que el Vaticano II ha subrayado– estamos frente a un subjetivismo ético tanto más temible cuanto está fundado, en primer lugar y por encima de todo, sobre los sentimientos individuales.
Es preciso poner en guardia también contra la concepción del tiempo subyacente en semejante pedagogía. Esta misma concepción es sospechosa. Con toda una corriente de la cultura contemporánea –corriente típica de épocas de crisis-, se busca la concentración exclusiva en el presente: el hoy es la única realidad fecunda e interesante. Es el régimen del ‘‘vive el día a día” y, para el cristiano, de la docilidad al Espíritu reducido a su acción puntual.
En la medida en que la experiencia de la duración es una de esas en que se siente más vivamente la responsabilidad humana, se comprende que pretendan neutralizarla. Pero un cristiano no puede olvidar jamás que el cristianismo es una religión histórica, con tiempos fuertes y un punto final, incompatible con una concepción ‘‘puntillista” del tiempo.
Semejante reacción respecto al tiempo es además peligrosa por desmovilizadora. Una confianza ciega en la irradiación de personas y grupos ‘‘liberados’’ corre el riesgo de comportar una depreciación y una devaluación anticipada de todo proyecto pastoral o apostólico que necesita continuidad. Y eso vale para múltiples sectores.
3. El primado de la experiencia
¿Será verdad que la experiencia es la autoridad suprema y que mi propia experiencia es la piedra de toque de toda validez? ¿Y que ninguna idea, venga de mí o de otro, no tiene el mismo perfil de autenticidad que mi experiencia?. ¿Será verdad que debo volver sin cesar a mi experiencia para alcanzar cada vez más la verdad que se desarrolla gradualmente en mí? Tantas preguntas previas requieren un examen crítico.
Se afirma con naturalidad que el análisis del yo corresponde a la pura psicología y sólo debe tener en cuenta sus propias leyes, es decir, partir sólo de lo real. ‘‘Mi maestra para pensar es la realidad’’. Este modo de afirmar peca en conjunto de irreal. Habría que precisar inmediatamente de que gafas nos servimos para observar lo real. Y no restringirlo a la experiencia vital personal olvidando ciertos aspectos –societario, institucional, etc.– que forman también parte de él.

Partiendo de este postulado, se proclama la autoridad soberana de la experiencia. Apelar a la experiencia para autojustificarse, es naturalmente prohibir a priori todo análisis crítico por parte de los demás. Para resultar válido sería preciso no sólo haber realizado la experiencia de autoanálisis en grupo y en privado sino pasar por una larga serie de experiencias escalonadas durante años (ciertas series suponen cerca de una veintena de sesiones experimentales).
Esta exigencia desorbitada no sólo descalifica a priori toda crítica, sino que descalifica todo examen crítico de tipo racional. Se da una negación implícita del papel de la razón para guiar al hombre que continua siendo hasta nueva orden un ‘‘animal racional’’, según la antigua definición de Aristóteles, incluso si la razón no es la única vía para abordar la realidad. No se trata de preconizar una reducción racionalista, pero no se puede excluir la razón so pretexto de que sólo la experiencia es una guía válida.
Y no sólo la razón no puede ser descartada, sino que, so pena de falta de realismo, hay que reconocer que hay una filosofía subyacente en estos análisis y argumentos que quieren parecer únicamente psicológicos. No se logra nunca un hecho psicológico en estado ‘‘químicamente puro’’.
Querer situarse fuera de toda referencia a una filosofía, teología o ideología, es recaer en la corriente de la filosofía pragmática, cuya figura más señera es William James, que transplantaba indebidamente la verificación, ley de las ciencias positivas, a campos que por definición escapan de ella.
No puedo comprenderme sin situarme como ‘‘ser en el mundo’’, sin una referencia metafísica, consciente o no.
El psicologismo nace en la medida en que es sentido como explicación completa y total de las vivencias o en la medida en que concede una importancia excesiva a la explicación psicológica específica. A juzgar por el entusiasmo de algunos, se puede afirmar que esta clase de error no es ilusoria. Ahora bien, como escribe el profesor A. Vergote, de la universidad de Lovaina, en Psicología religiosa, la psicología religiosa “considera a la religión en tanto que afecta a la personalidad y a la sociedad. Esta especificidad de la comprensión psicológica tiene una contrapartida: no es jamás total. La psicología sigue abierta al menos en dos sentidos: hacia lo psicológico y hacia lo metafísico. Frecuentemente ha cedido a la tentación de encarnar en sí misma su intención de explicación. Por principio heurístico, tiende a ser total, a no dejar lugares en blanco… Llevada de su deseo de ser fundamento último, excede fácilmente sus límites y, contra su propia vocación, tiene tendencia a hacerse metafísica o fisiología. ’’(6)
Los participantes asiduos a este tipo de análisis, si son cristianos, deberían hacer un ‘‘análisis en profundidad’’ sobre los límites de su andadura, sobre lo que ‘‘sienten’’ al respecto.

NOTAS:
(1) Revista Humanités chrétiennes, 1982.
(2) The Dorsey Press, Homewood, Illinois, Estados Unidos, 1982
(3) ‘‘Busqué mi alma y no la encontré.
Busqué a mi Dios, pero se me escapó.
Busqué a mi hermano y encontré a los tres. ’’
(4) El complejo de Narciso, trad., Paris, Laffont, 1981.
(5) Bélgica libre, junio 1984.
(6) Ed. Dessart, Bruselas, pp. 15-16.



Capítulo V
El verdadero Yo en la óptica cristiana

1. La óptica cristiana
Antes de hablar del verdadero yo, precisemos el término desde la óptica cristiana.
El cristiano debe mirarse a sí mismo, con la mirada de Otro, para descubrir su verdadero yo. Esta mirada es la de Cristo, que vive en él.
Hoy el drama de la Iglesia es que demasiados cristianos no saben ya en qué consiste ‘‘ser’’ cristiano. ‘‘Reconoce, cristiano, tu dignidad’’, decía el Papa San León Magno a su pueblo. La invitación es siempre apremiante. Recristianizar a los cristianos es lo que urge en el momento presente.
El concilio Vaticano II fue un concilio pastoral, preocupado por adaptar la Iglesia a las necesidades pastorales de nuestro tiempo. Pero presuponía, como dato de partida, una Iglesia compuesta por cristianos auténticos, o al menos esforzándose por serlo. Ahora bien, desde la distancia, los hechos nos obligan a poner en cuestión este presupuesto inicial. Al hablar de un cristiano, ¿de qué y de quién hablamos?
La pregunta es penosa: los cristianos, en su conjunto, ¿son verdaderamente creyentes hoy, con una fe personal, comprometida y válida?
El cristianismo por herencia, que ayer se apoyaba en el nacimiento y en la educación recibida, debe convertirse actualmente cada vez más en un cristianismo de elección, fundado sobre una decisión personal, tomada con conocimiento de causa, en la edad adulta.
No se reprocha generalmente a los cristianos el ser cristianos, sino el serlo demasiado poco. Una Iglesia simplemente practicante no basta; debe ser testigo. Necesitamos anunciar a Jesucristo en el mundo contemporáneo, testimoniar nuestra fe en Él. ‘‘Al que me confiese ante los hombres, ha dicho el Señor, yo le confesaré ante mi Padre. ’’
Tenemos necesidad de cristianos que crean en Jesús, Hijo único del Padre, que proclamen su fe en la Resurrección y en la acción operante del Espíritu Santo y que encarnen esta fe en sus vidas, en todas sus dimensiones.
Necesitamos cristianos que sepan descubrir en la fe su verdadera identidad humana a la luz de Jesucristo. Pascal ha dicho con una insólita profundidad: ‘‘No solamente no conocemos a Dios más que a través de Jesucristo, sino que no nos conocemos a nosotros mismos más que a través de Jesucristo. No conocemos ni la vida ni la muerte más que por Jesucristo. Fuera de Jesucristo no sabemos lo que es nuestra vida ni nuestra muerte, ni Dios, ni nosotros mismos .’’ (1)
Eso es lo que nosotros llamamos la óptica cristiana.
2. El hombre a imagen de Dios
Toda pedagogía concerniente al crecimiento del hombre está condicionada, para el cristiano, por la imagen que lleva en él del hombre según el pensamiento de Dios.
Le importa saber prioritariamente, qué es el hombre, tal como salió de las manos del creador, tal como existe en la realidad histórica concreta, tras la ruptura de la primitiva Alianza, tal cual es llamado a vivir según su vocación específica sobrenatural. Antes de zambullirse en sí mismo, debe levantar la mirada a Dios y preguntarle.

Recuerdo un comentario hecho por Chesterton acerca de un libro titulado Lo que pienso de Dios. He olvidado el nombre del autor, llamémosle Sr. Jackson. Con su inimitable humor, Chesterton escribía más o menos esto: ‘‘el Sr. Jackson acaba de escribir un libro titulado Lo que pienso de Dios. No dudo que será interesante conocer lo que el Sr. Jackson piensa de Dios, pero sería más emocionante todavía saber lo que Dios piensa del Sr. Jackson.’’
Tal es para el cristiano la opción y el paso inicial. Tal opción se opone de lleno a las líneas que escribía recientemente un pedagogo belga llamado Arnauld Clausse: ‘‘el hombre no está hecho según ninguna imagen, le pertenece crearse sin cesar… Así pues, conviene considerar la inteligencia, no ya como una facultad de comprensión o de contemplación, sino como un instrumento de acción… a quien le corresponde crear nuevas verdades .’’ (2)
En contra de este relativismo total, cerrado a toda dimensión de trascendencia, salido directamente de la negación de Dios, quisiera citar aquí algunas líneas de un excelente artículo del Padre S. Decloux SJ, asistente general de los jesuitas, sobre las repercusiones en la vida religiosa de las teorías de los que Paul Ricoeur llamaba ‘‘los maestros de la sospecha’’ (Marx, Freud, Nietzsche) y que tienen como inspirador común a Feuerbach.
‘‘El verdadero debate, escribía, es comprender cuál es el verdadero misterio del hombre, preguntarse si no sería preciso invertir la afirmación de Feuerbach y decir que el verdadero misterio de la antropología es la teología. Aún no se ha descubierto al hombre, no se sabe lo que se dice cuando se habla del hombre ni lo que se espera para el hombre si no se ha visto que la verdadera dimensión del corazón humano es finalmente Dios. Lo que el hombre no puede tener no significa nada sino se trata de Dios. Lo que el hombre puede amar no significa nada sino se trata de Dios. Lo que el hombre puede querer no es nada, sino es precisamente Dios.
El debate es, pues, a fin de cuentas, un debate entre antropologías. Se trata de elaborar una antropología cristiana donde el hombre descubra cuál es su verdadera dimensión, su verdadera profundidad: no sólo la profundidad absoluta de la que nos hablaba Nietzsche, sino otra cosa diferente a este absoluto cuya medida soy yo mismo, absoluto que sería mortal, totalmente objeto de discusión.
Pero si este absoluto es Dios, entonces nos vemos arrastrados al interior de nuestra esperanza en el misterio pascual de Cristo. Lo que vivimos en la historia no es otra cosa que ser llevados con Él al interior de este misterio. La realidad de lo que somos, que debe aparecer frente a Dios, que nos ha sido revelado ya en la luz de Dios y por su Palabra, es la realidad que el Hijo nos ha hecho conocer al hablarnos del Padre y dándonos su Espíritu .’’ (3)
3. El hombre herido, pecador
¿Quién soy yo? La respuesta no es sencilla pues hay en mí diversos aspectos que debo asumir simultáneamente y que la fe cristiana me ayuda a situar.
Yo soy un ser rico en dones, pero también una criatura frágil, precaria, herida por el pecado. Para ponerme y mantenerme en pie, necesito en primer lugar ponerme de rodillas ante Dios. Somos a la vez grandeza y miseria.
Nosotros no aceptamos ni el optimismo naturalista que ignora el pecado, ni el pesimismo innato y radical. Ni Jean-Jaques Rousseau para quien el hombre es naturalmente bueno y a quien la sociedad deforma y es preciso dejar para que despliegue sin trabas todo su potencial; ni Lutero y el pesimismo de los que, siguiéndole a él, ven al hombre como congénitamente viciado y únicamente justificado por la fe en la gracia salvadora de Dios. Ni Charybdis, ni Scylla: la navegación debe hacerse una vez más entre los dos escollos.
La misma palabra pecado no se entiende más que a la luz de la fe. ‘‘En la acepción precisa de la palabra, ha escrito el cardenal de Lubac, el pecado es una noción bíblica y cristiana; supone no sólo la autoridad de algunas leyes trascendentes, sino una relación personal del hombre con un Dios personal … El pecado no es el simple rechazo de una ley, incluso divina, sino el rechazo de la llamada de Dios a compartir su vida .’’ (4)
Únicamente la fe abre nuestros espíritus y nuestros corazones a la verdadera dimensión del pecado; suprimir la conciencia de él, so pretexto de optimismo hacia el hombre naturalmente bueno, es tocar una dimensión de la religión cristiana que vive de la alianza entre Dios y el hombre. Sería desconocer también todo el misterio de la Cruz: viendo a Jesús morir en el Calvario se descubre lo que es el pecado a los ojos de Dios, es decir su carácter deicida. La verdadera responsabilidad de esta muerte que va a vencer toda muerte no hay que buscarla entre los judíos o los romanos de la época, sino en el pecado de la humanidad pecadora. No se comprende el pecado más que bajo esta luz.
Habría que citar aquí muchas páginas de Mons. Bussini, obispo auxiliar de Grenoble, especialista en exégesis, cuyo libro lleva como título El hombre pecador ante Dios. (5)
Subrayo algunos pasajes:
‘‘No adquirimos el sentido del pecado más que cuando recibimos la revelación de la fidelidad de Dios para con nosotros’’ (p. 36)
‘‘No hay pecado, hablando con propiedad, más que cuando un hombre se cierra libremente al Amor preveniente de su Creador. ’’ (p.49)
‘‘Cada pecador es miembro de una humanidad pecadora. Por su pecado personal, colabora en esta obra colectiva que es el pecado del mundo. Es además solidario de la humanidad pecadora antes de todo compromiso personal por su parte. Por esto, se encuentra originariamente en un estado de alejamiento de Dios y de servidumbre interior del cual no podría salir si Jesús por su Cruz y su Resurrección no nos hubiera dado libre acceso a su Padre.’’ (p. 85)
‘‘Por el hecho de esta solidaridad entre todos los hombres, la humanidad no se reduce a una suma de individuos yuxtapuestos. Constituye un ‘‘nosotros’’ que tiene su originalidad y su consistencia propias. La libertad y la responsabilidad personales no desaparecen sin embargo; muy al contrario. Por los lazos que unen originariamente a todos los hombres, estoy emplazado para ratificar o desaprobar lo que pasa entre ellos.’’ (p. 99)
Lo esencial del pecado original es la imposibilidad innata en que se encuentra el hombre sin Cristo para orientar su existencia con una opción fundamental conforme a la voluntad de Dios. Esta incapacidad es como el germen de los pecados personales. ’’ (p. 114)
‘‘Se trata, pues, de una herida de nuestra libertad que la debilita sin suprimirla. Jesús por su muerte ha contrarrestado la desobediencia originaria e invertido la desastrosa situación en la que se encontraba la humanidad. ’’
Reconocemos que sin Cristo estaríamos en un estado de alienación y de esclavitud del que no podríamos emanciparnos por nosotros mismos. Creemos que el Evangelio es ‘‘poder de Dios para la salvación de todo el que cree’’ (Rm 1, 16).
Todo esto forma parte integrante de nuestra fe cristiana y es incompatible con el naturalismo pelagiano que se respira actualmente y que es una negación del cristianismo y del misterio de la Cruz redentora.
Hoy ya no nos atrevemos a decir que hay un mundo por el que Jesús no ha orado, un mundo que está en contradicción con el Evangelio. Ya no nos atrevemos a hablar de pecado: se lo reduce a un ‘‘error’’ o un ‘‘fracaso’’. Tolstoi, en una de sus novelas, traducía la expresión ‘‘remisión de los pecados’’ por ‘‘liberación de los errores’’. He oído un rosario en el mismo sentido en una gran asamblea donde ‘‘ruega por nosotros pecadores’’ se había convertido en ‘‘ruega por nosotros tus hijos’’. Este malestar frente al pecado, frente al confiteor suprime de hecho en las conciencias la idea misma de redención y de salvación.
El optimismo cristiano no tiene su origen en la convicción de que el hombre es bueno si la sociedad no le deforma, sino en la fe en Dios que regenera al hombre, opera en él una conversión que cambia su corazón y lo abre a toda la amplitud del Amor de Dios que obra en la persona que lo recibe.
No se comprende la Liturgia Eucarística o los ritos sacramentales si se suprime el aspecto de ‘‘redención’’, el aspecto de ‘‘curación’’ que le son inherentes. Una religión ‘‘inocente’’, ‘‘eufórica’’, no es una religión realista ni cristiana. Ésta es una religión pascual porque ha atravesado el Viernes Santo en su Maestro.
Sólo los santos comprenden cuál puede ser la realidad del pecado a la luz de la Cruz. Saben lo que es el pecado porque entreven mejor que nosotros lo que es la santidad de Dios que Jesús mismo nos ha dado como modelo de referencia.
En ¿Un nuevo Pentecostés?, yo escribía estas líneas por desgracia siempre actuales:
‘‘Vivimos en un mundo donde el término ‘‘Jesús Salvador’’ ha llegado a ser problemático. Para saberse salvado, hay que notarse salvado de algo. ¿De qué? La fe nos dice que Jesús ha venido a salvar a su pueblo de la Ley: todo San Pablo proclama la liberación del legalismo asfixiante que aprisionaba al hombre en una red de prescripciones formales y rituales reivindicando, frente a estas servidumbres, la libertad verdadera de los hijos de Dios.
La fe enseña también que Jesús ha venido a salvarme de mí mismo, del pecado, de la muerte, de los poderes del mal. Todo esto se encuentra desprovisto de sentido para quien proclama la autosuficiencia del hombre, la inexistencia del pecado, la nada después de la muerte y que coloca las potencias del mal entre los mitos. Jesús, cuyo nombre quiere decir Salvador, no puede ser reconocido como tal si no sabemos de qué nos ha salvado.
‘‘Renuncio a ser salvado gritaba la otra noche en la televisión un orador que se decía cristiano, yo quiero ser liberado’’. Esto es olvidar que salvación y liberación se sostienen estrechamente: salvando al hombre del pecado, raíz de todos los males personales y colectivos, Jesús pone la base de todas las liberaciones necesarias; la liberación del oprimido, la lucha contra la violencia y la injusticia forman parte de los bienes de la salvación. Todo el Antiguo Testamento lo proclamaba ya." (6)
Toda pedagogía cristiana, cuyo fin es el crecimiento del ser humano, que desconozca u olvide este triple aspecto del hombre, no podría ser más que una pedagogía truncada y peligrosamente eufórica, sin raíces en lo real.
4. El hombre salvado, liberado
Se ha hablado mucho en ambientes cristianos del deber de la Encarnación, como consecuencia del misterio mismo de la Encarnación del Hijo de Dios, pero se ha subrayado poco que la misma Encarnación fue una Encarnación redentora, Jesucristo vino a la vez para ser plenamente uno de nosotros, hombre entre los hombres; pero vino también para salvar al ser humano de sí mismo.
El Papa Juan Pablo II, desde su primer contacto con la muchedumbre en la plaza de San Pedro, tras su elección, lanzó un llamamiento inolvidable: ‘‘No tengáis miedo de Jesucristo: Él es el Redentor del hombre. ’’
El eclipse del sentido del pecado ha arrastrado a los cristianos a olvidar el aspecto redentor de la misión de Cristo.
Tenemos que redescubrir lo que significa ‘‘ser agraciado’’. El término gracia, en efecto, tiene un doble significado: la gracia que eleva la naturaleza y la gracia en el sentido de ‘‘conceder gracia’’, lo que hace aparecer una nueva dimensión, la del pecado perdonado.
No se trata solamente de una gracia que eleva y transforma la naturaleza, sino más bien de una conversión del corazón, de nuestro ser profundo que Dios restaura.
Para ser ‘‘transfigurada’’, la naturaleza pecadora debe ser ‘‘rehabilitada’’.
Si la unión de la naturaleza y de lo sobrenatural se produjo en el misterio de la Encarnación, la unión de la naturaleza y de la gracia no puede ser consumada más que en el misterio de la Redención.
5. El hombre amado por Dios.
El cristiano, por definición, es alguien que cree en el amor de Dios. ‘‘Nosotros hemos creído en el Amor’’ (Jn 4, 16). El cristiano cree que es amado por Dios de una manera personal, única, indefectible.
Toda la Escritura proclama la perseverancia, la fidelidad de Dios en el Amor. Esta fidelidad la vive Dios en el pasado y en el presente, no sólo como un compromiso intenso con el hoy de los hombres, sino también como continuidad apasionada en el Amor liberador.
Demasiados cristianos no se atreven a creer en este amor de Dios por ellos, en este amor primero, perseverante, que no abandona jamás y que envuelve toda la existencia humana. La razón de esta incredulidad es, frecuentemente, que no han encontrado en la familia o en su camino creyentes que fuesen para ellos reflejo de la fidelidad divina.
Un capellán de jóvenes decía recientemente cuánto le había impactado el hecho de que tantos jóvenes tengan hoy dificultades para creer que Dios les ama personalmente. Experimentan angustia, inquietud por el futuro, inseguridad.
Saberse amado por Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con un triple y único amor, eso conmueve, orienta una vida, abre horizontes nuevos.
La fe nos revela, además, que no sólo somos amados por Dios, tal como somos, sino que Dios quiere ser, en nosotros, esta ‘‘fuerza de amar’’ que nos hace vivir el amor del prójimo, que estamos invitados a amar con el amor de Dios, con el corazón mismo de Dios.
‘‘Cuando améis, dice el poeta, no debéis decir: Dios está en mi corazón, sino más bien: estoy en el corazón de Dios’’ (Khalil Gibran, El Profeta).
Es ahí donde se sitúa mi certeza vital: está en Él, no en mí. Esa certeza me pone al abrigo de mis vaivenes.
Capítulo VI
Problemas doctrinales subyacentes
en relación con Dios
Al recorrer determinados discursos de tipo humanista para uso de los cristianos, encuentro un cierto número de problemas subyacentes que se refieren a Dios, a la Trinidad, a la Iglesia y que no están desprovistos de ambigüedad. Quisiera analizar algunos puntos particularmente importantes desde el punto de vista doctrinal.
Previamente hay que reconocer que existe un sitio para una relación humana natural que intenta ir al encuentro de Dios desde el hombre. Este fue el error fundamental de Freud: no haber visto en Dios más que una ilusión, una imagen interiorizada del padre humano – compasivo o vengador, según las experiencias de cada uno, que desemboca en una ‘‘neurosis colectiva’’: la religión. En los años 1950, Víctor Frankl hizo justicia en contra del maestro, mostrando que existe universalmente un inconsciente espiritual, una voluntad de sentido que apuntan hacia Dios y que todo hombre es por naturaleza un ser religioso (homo religiosus). Se puede, a partir del ser humano, trazar una ruta hacia Dios en el plano de la teodicea –que es búsqueda de Dios por la sola razón, pero que no es aún teología– que es búsqueda a la luz de la fe. El Dios que se busca a tientas por la sola razón no puede velar el rostro verdadero que, más allá de nuestras aproximaciones, queda por descubrir.
El paso de la teodicea a la teología de la Revelación –cuando nos dirigimos a los cristianos– exige un vocabulario riguroso y precisión. La conexión de un cohete que parte de abajo –la razón– con otro que viene de arriba –la fe– no es cosa fácil: no se puede errar en la cita.
1. Dios, ¿qué Absoluto?
En primer lugar, ¿qué significa exactamente, en el contexto humanista, la relación del hombre con el Absoluto?, ¿de qué ‘‘Absoluto interior’’ se trata?
La experiencia natural de Dios ‘‘descubierto en lo más profundo de uno mismo’’ puede dar lugar a no pocas ambigüedades:
- No basta a cada uno ver claro dentro de sí para decir que ha encontrado allí a Dios.
- ‘‘Estar bien consigo mismo’’, no es aún descubrir a Dios. ¡No faltan santos que estaban a disgusto consigo mismos!.
- Ser dócil a las fuerzas vitales que surgen en mí, no significa forzosamente acceder a Dios. San Pablo, y con él las Sagradas Escrituras, parece primar otra vía ‘‘natural’’ para el descubrimiento de Dios en la contemplación de sus maravillas, en la creación de un múltiple esplendor.
- De todas formas, Dios está más allá de mi Yo profundo, más allá del nombre que le atribuimos, más allá del lugar que nosotros le asignamos.
Cuando decimos descubrir en el trasfondo del ser la realidad del Absoluto interior que nos arrastra hacia un más allá de nosotros mismos, hacia un ‘‘más’’, hacia una plenitud de ser y de vida, hacia un más allá de nosotros mismos homogéneo a nosotros, haciéndonos presentir el infinito de nuestro ser, ¿cómo hay que entender esta realidad que se dice a la vez inmanente y trascendente? ¿Se trata aún del Dios ‘‘distinto’’ de su criatura, plenamente inmanente sin duda, pero gracias a una auténtica trascendencia?
La visión cristiana de Dios no se encierra, rechaza su homogeneidad con el ser humano y sus límites. Los escritos inspirados proclaman una trascendencia muy distinta del Dios de la revelación.
No es viviendo mi ser como, en el mismo empeño, puedo entrar en un conocimiento intuitivo de Dios. Liberar mi ser no es liberar a ‘‘Dios’’ en mí. Todas estas fórmulas, cuanto menos ambiguas, necesitan ser aclaradas.
El Dios esperado, como la realización del deseo del hombre en lo que concierne a su plenitud personal, no se identifica con el Dios de la fe y de la Revelación que hace irrupción en nuestra historia, nos interpela y nos desconcierta.
Cuando se prima el aspecto de inmanencia de Dios, no hay que perder de vista nunca su trascendencia: los dos aspectos son complementarios y simultáneos.
Para el creyente se trata, según dicen, de ‘‘vivir a Dios’’: la expresión restringe singularmente la dimensión de alteridad y subestima gravemente la diferencia o la alteridad de Dios. Como consecuencia, la función de Dios quedaría reducida a ‘‘colmar’’ las necesidades profundas de la criatura.
Es verdad que hacer sitio a la alteridad obliga a la humanidad a la penosa prueba de cuestionarse a sí misma, así como a descubrir su pecado, experiencia incómoda que, según parece, se desea evitar incluso al cristiano.
Hay que señalar, finalmente, que el concepto de Absoluto es singularmente amplio y vago si designa todo lo que, desde el interior, mueve al individuo hacia un ‘‘más’’ (¡y no hacía un Otro!). Nos parece azaroso poner a Dios, incluso provisionalmente, en la misma categoría de Absoluto que el Amor, la Justicia, la Libertad, etc. Se crea el equívoco, y este método no tiene nada que ver con una verdadera apologética del límite. Supone sacrificar la originalidad del Dios de Jesucristo, irreductible a los demás ‘‘absolutos’’. No se puede debilitar el rostro de Dios.
El Dios de nuestra fe no es un Padre sin exigencias que sólo sería llamada y atracción. En Él, Verdad y Amor no son sino uno, indisolublemente.
Proceden las mismas restricciones en el plano puramente filosófico, esta ‘‘mística del yo y del ser’’ no está esclarecida ni sostenida por una metafísica precisa de la causalidad y de la participación del creado en el Increado. Si es referido a Dios (Padre) como el origen fundador del ser creado, éste no aparece realmente acabado por Dios causa final y eficiente, Creador del ser en su radicalidad.
Semejante seudo-mística natural del ser es, en un último análisis, una mística pervertida. Si dejamos desplegarse la misión del ser, ésta le lleva a replegarse sobre su condición natural. El desarrollo del ser profundo (percibido en la afectividad del yo), se convierte en la medida teórica y práctica de la vocación humana. Lo sobrenatural es reinterpretado y remitido a la afectividad del yo.
La ‘‘misión de ser’’ donde se consuma el yo creado no desemboca en la espera ‘‘de lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó y que Dios ha preparado para los que lo aman’’ (1 Co 2,9).
2. Cristo, Salvador del hombre
Deberíamos volver a leer aquí los magníficos llamamientos dirigidos por Juan Pablo II a los hombres para que no tengan miedo de Jesucristo, a que lo acepten como el verdadero Salvador, como la salvación del hombre que Él solo conoce en su ser profundo.
Hablar de la salvación del hombre por el hombre es un lenguaje equívoco y abusivo donde la dimensión ‘‘gracia’’ está ausente.
No se reconoce el lenguaje cristiano cuando se afirma que la misión de las pedagogías o de la psicología es mostrar el camino de la salvación a los hombres y a la sociedad y que se va a ayudarles a dejarse salvar, gracias a la colaboración de otros hombres, previamente salvados y convertidos en salvadores de sus hermanos. Se incurre, por lo menos, en una extralimitación del lenguaje.
En una lectura cristiana, la salvación es ante todo la santificación operada por el don de la gracia divina. Es ese don el que nos salva. Ciertamente, la gracia llama a una especie de ‘‘traducción’’ de los valores espirituales en todos los campos de la existencia, y entre otros en el campo de la psicología. Esta traducción puede, con matices y precisiones delicadas, ser llamada ‘‘salvación’’, pero en un sentido segundo y analógico. Igual que sucede con la liberación socio-política.
Una mística naturalista pervertida que desconoce el sentido profundo del término ‘‘salvación’’ desconoce asimismo la mediación de Cristo Salvador.
No es suficiente hablar de Cristo como un ejemplo: nuestra fe reconoce en Él a Aquel por quien, con quien y en quien recibimos el Espíritu santo y tenemos acceso al Padre. No se silencia impunemente su mediación sacrificial y sacerdotal. Es todo el misterio pascual lo que está en juego.
La Cruz y la obediencia hasta la muerte de Cruz son como el paso ‘‘obligado’’ de este mundo a Dios. Y a partir de este silencio, todo el misterio sacramental de la Iglesia –que es mediación continuada de Jesucristo– se difumina y se expone a desaparecer si no para la presente generación, para los jóvenes de mañana que no vivirán ya sobre el patrimonio del pasado.
Ciertamente, se puede encontrar, por un recurso al ser, la presencia del Creador. Pero para los cristianos, el camino del encuentro no es ‘‘esta interioridad’’ como tal, no es éste camino del ser sino la comunión de vida en la gracia divina.
Jesucristo es el Camino. No lo es solamente el ser creado. No se puede aceptar esta especie de ‘‘reducción’’ de la vida en Dios a la vida del ser humano como tal.
Reconducir, como a lo esencial, la misión de Jesús, y consecuentemente la de la Iglesia, a ofrecer a la humanidad el servicio de proveerla de un suplemento en la ‘‘formación del ser’’, de ayudar a las personas a conocerse, a ser lo que son, a actuar como sienten que deben hacerlo: es, en las antípodas del cristianismo, invitarnos a seguir un nuevo camino de salvación.
Afirmar que la verdadera religión es aquella cuyo mensaje revela de la mejor manera el hombre a él mismo y le permite realizarse mejor, con fidelidad a lo mejor de sí mismo, es ver sólo al ser humano en tanto que humano e ignorar su dimensión cristiana.
¿En qué quedan entonces los legados positivos que hemos acogido en la fe de Cristo?
¿En qué queda la realidad de la gracia, del pecado original, de la redención, de Jesucristo, de la Iglesia, de los sacramentos, de la vida eterna y definitiva?
Se podría seguir detallando largamente. Toda la obra de la salvación, cuando es evocada en el contexto de un naturalismo afectivo, ¿es algo más que una ‘‘lectura cristiana’’ del análisis de Rogers?
Ahora bien, para un cristiano, la comunión de vida con Dios, por la gracia, nos transforma, nos transfigura para hacernos deiformes. Nos marca en toda nuestra personalidad. El hombre ‘‘plenamente tal’’, es el elegido para el cielo.
3. La controversia pelagiana
Pelagio, monje laico irlandés (nacido hacia el 360, muerto en el 430), dejo huellas profundas. La controversia pelagiana fue la primera gran controversia que conoció el occidente cristiano. Dominó en cierto modo toda la teología occidental. Se ha podido decir que las discusiones en torno al protestantismo y al jansenismo no son, en buena parte, más que una reedición de las que tuvieron lugar en el norte de África, a comienzos del siglo V. Es en esta y por esta controversia como Occidente ha puesto en cuestión el significado mismo del cristianismo y del sentido de la Redención.
En efecto en el naturalismo de Pelagio, Cristo no tiene prácticamente su sitio como Salvador. Según Pelagio, el hombre es bueno por naturaleza: sólo tiene que acabar la obra divina de la creación. Tenemos que ser conscientes, dice, de nuestra capacidad para observar los mandamientos divinos. Para Pelagio, la naturaleza es lo primordial, Cristo no tiene más que un papel accesorio en relación con la naturaleza. El hombre se salva viviendo según la naturaleza. El cristianismo no sería en consecuencia más que una religión natural, más perfecta y mejor que otras, entre las religiones del mundo. Pelagio dice explícitamente que Cristo ha venido para hacer mejor al hombre. (7)
Todo esto cuestiona la doctrina de la Iglesia sobre el pecado original, el bautismo de los niños, el sentido mismo de la Redención del hombre.
A la pregunta: ¿es posible al hombre vivir sin pecado y observar todos los mandamientos divinos? Pelagio respondía: “No solamente este ideal es realizable … sino que es obligatorio’’.
En sentido inverso, la teología antipelagiana de San Agustín proclama por una parte la posibilidad absoluta, ‘‘metafísica’’ de observar los mandamientos divinos y, por otra, la imposibilidad ‘‘histórica’’ de hacerlo. Problema delicado es mantener el justo medio entre los extremos: unos cederán al optimismo pelagiano borrando todo lo que dice San Pablo sobre la universalidad del pecado en el mundo (Rm 1, 3), otros caerán en el pesimismo radical y declararán a la naturaleza humana totalmente corrompida e irresistiblemente inclinada al pecado. La Iglesia, a través de los tiempos, nos ayuda a mantener, en su justa proporción, el papel de la naturaleza y de la gracia, pero debe según proceda acentuar su complementariedad en función de los unilateralismos.
En el momento actual, el viento sopla hasta tal punto en el sentido del pelagianismo, que existe la obligación de subrayar el papel de la gracia redentora.


Capítulo VII
Problemas doctrinales subyacentes
en relación con el hombre
1. ¿De qué naturaleza humana se trata?
La escuela naturalista responde que la naturaleza fundamental del ser humano, cuando funciona libremente, es constructiva, válida y digna de confianza. Podemos fiarnos, aseguran, de sus reacciones: serán positivas, dinámicas, por el solo hecho de que el hombre llega a ser profundamente él mismo.
Rogers, que es el maestro de esta corriente de pensamiento –incluso si hay algunas variantes entre sus discípulos– sostiene que el ser humano tiene la capacidad latente, si no manifiesta, de comprenderse a sí mismo y de resolver sus problemas con suficiencia, con la suficiencia y eficacia necesarias para un funcionamiento adecuado.
Se constata entre sus partidarios una voluntad deliberada y constante de ocultar la dimensión de egoísmo y agresividad presente tanto en los individuos como en los grupos que los reúnen.
Sin embargo el recordatorio permanente de las ‘‘riquezas’’ de cada uno, la invitación a maravillarse ante uno mismo y ante los demás están en contradicción tanto con la experiencia cotidiana como con la antropología contemporánea más asentada.
Estamos lejos del Evangelio de Cristo que no enseña esta clase de confianza absoluta, ni de optimismo integral. La Escritura proclama que los Poderes del mal actúan en la humanidad, que todo hombre es pecador y tiene necesidad de redención. El hombre aparece en ella con su grandeza, pero también con su debilidad, su herida original, herida que se nota en toda su persona y afecta, de alguna manera, a todas sus acciones. Los protestantes hablan de ‘‘corrupción’’; los católicos dicen ‘‘herida’’; ningún cristiano encomiará el optimismo integral que está en la base del nuevo evangelio, desconocido en la tradición eclesial.
Rogers, por otra parte, era muy consciente del carácter revolucionario y anticristiano de sus ‘‘descubrimientos’’. Escribió estas líneas inequívocas:
‘‘Uno de los conceptos más revolucionarios que haya salido de nuestra experiencia clínica es el reconocimiento creciente de que el centro, la base más profunda de la naturaleza humana, las capas más internas de su personalidad, el fondo de su naturaleza ‘animal’, todo ello naturalmente positivo, está fundamentalmente socializado, dirigido hacia el porvenir, racional y realista.
Este punto de vista es tan extraño a nuestra civilización actual que no espero que sea aceptado, y es de hecho tan revolucionario en sus implicaciones que no debería ser aceptado sin una profunda investigación. Pero, incluso si pasa la prueba, será difícil de admitir.’’ (8)
2. ¿Qué significa ser plenamente uno mismo?
La plenitud a la que todo ser humano aspira consiste, se dice, en ser uno mismo plenamente: tierno, servicial, cooperativo, pero también, eventualmente, perezoso, sensual, hostil. Del libre juego de estas tendencias resultará la armonía total del ser: el proceso sólo puede ser positivo, constructivo, realista, digno de confianza. Vivir, se nos dice, es progresar. El crecimiento del individuo se hace de una manera naturalmente armoniosa. La vida, fuerza positiva, está dotada de un poder de contagio más poderoso que el mal. Sería, pues, nocivo querer encuadrarla o fundirla en reglas rígidas.
En la base de esta ‘‘lectura’’ del ser humano, hay un cierto vitalismo, marcado sin duda por el evolucionismo del siglo XIX para el cual todo está animado por una ‘‘vida’’, movimiento ascendente, inexorablemente productor de plenitud y de triunfo armonioso.
Esta perspectiva confía como única misión a la libertad –y a la ‘‘formación’’ que comporta– el ‘‘dejar ser’’ a las fuerzas vitales en expansión continua. Provoca una visión predominantemente pasiva y quietista de la construcción del hombre, de la sociedad y de la Iglesia. El peligro es grande, en este contexto, de que ciertas personalidades autoritarias aprovechen tal docilidad.
Lo ‘‘nuevo’’ se supone benéfico. Ni la estabilización ni, todavía menos, ciertas regresiones parecen tener existencia en el universo humanista, sino sólo como accidentes insignificantes. El mal y su problema son, si no completamente ignorados, al menos fuertemente relativizados. La muerte, el sufrimiento y la culpa están casi ausentes en semejante planteamiento.
No se comprende cómo semejante teoría puede ayudar a los grupos y a los individuos a construirse de modo duradero y a afrontar eficazmente la existencia cotidiana.
Esta filosofía, en todo caso, no es la que los cristianos encontrarán al leer los Escritos inspirados. En ellos la existencia cristiana no se presenta como una realidad cuya armonía total reserva un sitio apropiado a la disponibilidad y a la cooperación, así como, eventualmente, a la pereza, a la sensualidad y a la hostilidad.
Nos podemos incluso preguntar si la norma de autorregulación y plenitud del Yo es la única soberana en psicología.
En un compendio de Psicología religiosa genética, el profesor A. Vergote, escribe a propósito del adulto:
‘‘Dos elementos concurren a caracterizar esencialmente al adulto: la libertad creadora y el reconocimiento de lo real y de los demás. Es decir que el adulto es precisamente el hombre que llega a liberarse en cierta medida de sus determinismos psicológicos, a superar su universo interior, hecho de impulsos y de requerimientos afectivos. El adulto, puede decirse, ha franqueado la barrera del psicologismo… La religión adulta consuma la ruptura entre Dios y los movimientos psíquicos del hombre. Ha superado la religiosidad psicológica.’’ (9)
3. ¿Qué autonomía?
Tomando distancias con relación a todos los condicionamientos que han tenido o siguen teniendo un papel en su vida, se pretende que cada persona llegue a conducirla de manera autónoma bajo su propia responsabilidad. Es preciso que, progresivamente, vaya adquiriendo confianza en sus intuiciones y, por tanto, ‘‘en sí misma’’. Estas personas descubrirán, según afirman, que ‘‘hacer lo que ellas sienten como bueno’’ aparece finalmente como una guía de conducta válida y digna de confianza para alcanzar un comportamiento verdaderamente satisfactorio. Y ello en oposición a los que se apoyan sobre principios directores, sobre un código establecido por un grupo o una institución, o sobre el criterio de los demás.
Estas afirmaciones, muy normativas a su manera, ¿respetan las reglas de un simple análisis psicológico.
Para el cristiano, Cristo ha instituido un modo de vida que tiene sus principios de dirección y de conducta resumidos en la moral evangélica. La comunidad de fieles cuenta también con ministerios de dirección, al servicio de las diversas formas de ideal cristiano fundado en el Evangelio. La autonomía –que es de hecho requerida en un adulto– debe permanecer ‘‘abierta’’ a lo que viene de Cristo a través de la Iglesia, mientras que aquí se encierra sobre sus propias ‘‘intuiciones’’ y, en consecuencia, sobre ‘‘ella misma’’.
4. ¿Qué plenitud de vida?
El proceso hacia la vida plena implica, se dice, el ensanchamiento y el desarrollo de todas las posibilidades del ser. Implica el valor de existir y de arrojarnos de lleno a la corriente de la vida. Esta vida plena no es una vida estática, fijada, rígida. No inquieta el hecho de que se cambie de un día para otro, de que cambien también los sentimientos y de que no tengamos siempre una conducta consecuente. Se trata por tanto de una verdadera aventura hacia lo desconocido.
La fe cristiana tiene otro registro. Cuando los Escritos inspirados hablan de una plenitud de vida, se trata de la vida en comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu. Esta plenitud de vida es un don de vida que madura en toda persona transformada en “deiforme” por la gracia. Es una aventura en Dios, siguiendo su designio eterno, que consiste en llevarnos a esa plenitud definitiva, gloriosa y eterna de la vida de los elegidos. Aquí se encuentra el verdadero misterio de los cristianos. 

Capítulo VIII
El crecimiento del hombre cristiano
I. El problema
La vocación del hombre es a la vez, para nosotros, vocación cristiana del hombre y vocación humana del cristiano. A partir de esta visión central es como debemos analizar el crecimiento del hombre cristiano y respetar los imperativos que ello comporta.
1. La exigencia de perderse
Un obispo escocés amigo, en el curso de un retiro para jóvenes, hacía esta síntesis de nuestros deberes hacia nuestro Yo con estas palabras: ‘‘conócete a ti mismo, ámate a ti mismo, olvídate de ti mismo”. Este es en efecto el triple imperativo que se ajusta simultáneamente a todos los aspectos que deben respetarse.
Necesitamos conocernos a nosotros mismos: este era ya el consejo de Sócrates a sus discípulos; el conocimiento de sí, bien entendido, es una forma legítima del amor por uno mismo. El Señor dio a sus discípulos el mandamiento de amar al prójimo como “a sí mismo”. Ello quiere decir que existe un amor hacia nosotros mismos legítimo y necesario que debemos respetar y desarrollar.
Pero este amor a nosotros mismos no supone el repliegue sobre sí: al contrario, requiere hacer valer los dones recibidos y fructificar los talentos. Hay una falsa humildad que constituye una mentira, y una afirmación de sí que puede ser verdad, valor y servicio.
El deber de amarse implica el de cultivarse, el de desplegar las propias riquezas interiores. Es conocida la frase de Louis Lavelle: ‘‘el mayor don que se puede hacer a los demás no es comunicarles nuestra riqueza, sino revelarles la suya’’. Paradójicamente es dándose como uno se encuentra y se abre a las posibilidades crecientes del don de sí.
Pero el Señor ha pronunciado también otras palabras, aparentemente contradictorias, poniendo en el corazón del amor de sí la exigencia misma de perderse.
‘‘El que quiera guardar su vida, la perderá; el que pierda su vida por mi causa, la guardará’’ (Mt 10, 39).
San Pablo se hará eco de ellas invitando a los cristianos de Roma a ‘‘sepultarse’’. Escribirá: ‘‘Por el bautismo en la muerte de Cristo, hemos sido sepultados con Él para que llevemos una vida nueva…’’ (Rm 6, 3-5).
Estas expresiones son fuertes: el cristianismo se vive a partir de este radicalismo que nos ‘‘descentra’’ de nosotros mismos, descarta un Yo que se repliega sobre sí mismo, deja un vacío para que, en este hueco, Otro distinto pueda entrar e injertar Su Vida en nosotros. Esta renuncia a uno mismo no contradice en nada al amor de sí, al despliegue de sus potencialidades; le da otra finalidad, infinitamente más alta y más amplia. Es una abertura al infinito a partir de una muerte para sí mismo. Hay que tener simultáneamente ante los ojos y el corazón esta doble exigencia: la desaparición del Yo, el estallido del yo-mónada del que hablaba Leibniz, y la acogida al Otro, es decir, al Espíritu de Jesús que quiere ‘‘espiritualizarnos’’ en profundidad.
En última instancia encontramos, tras este rodeo, el grito triunfal de San Pablo: ‘‘No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí’’. Tal es la paradoja cristiana que hay que vivir: el olvido de sí está en el corazón de la vida y de la caridad, así como de la auténtica plenitud del verdadero yo. ‘‘Una vida es grande, se dice, cuando su pensamiento dominante ha sido para los otros’’. Resulta preciso recordarlo si se quiere trazar correctamente el camino de todo crecimiento humano y, a fortiori, cristiano.
Me viene a la memoria el recuerdo de una lectura. Se trataba de un joven estudiante americano que había colocado encima de su mesa de estudio una piedra que llevaba esta inscripción: ‘‘You are third’’ (eres el tercero). Presionado por sus compañeros para que desvelase el sentido de estas palabras, terminó por confesar que se trataba de un regalo de su madre; le había pedido que no se separara jamás de él para que no olvidase nunca que en la vida existían: primero Dios, a continuación los demás y, finalmente, el Yo, en tercer lugar.
Con este triple imperativo ante los ojos podemos avanzar nosotros también con toda seguridad en la exploración de nosotros mismos: el camino está despejado y señalizado.
2. La exigencia de apertura
Subrayar la inmanencia de Dios en el hombre y elaborar una apologética del umbral, a partir de lo que vive en el hombre, es, ya lo hemos dicho, una vía legítima de acceso a Dios. El método puede reivindicarse desde una celebre frase de San Agustín: ‘‘Nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti. ’’
Encuentro dentro de mí aspiraciones ‘‘naturales’’ a la felicidad, a vivir y a amar siempre, más allá del tiempo y del espacio. Y es normal que a partir de ahí se ponga en práctica una pedagogía para conducir el hombre a Dios, respuesta final y plena a sus aspiraciones. Esta pedagogía está en armonía con una antropología cristiana.
Sabemos que toda la obra filosófica de Blondel estaba animada por esta búsqueda de Dios en el corazón del hombre y en su actuar. Y antes que él, en el campo pastoral, el cardenal Deschamps, arzobispo de Malinas y contemporáneo del concilio Vaticano I, había elaborado una línea similar que Blondel cita como precedente. Esta manera de actuar tiene su sitio para despertar la necesidad de infinito y de absoluto a partir de las aspiraciones del hombre y para orientarlo hacia Dios. Pero una introducción no puede cerrarse en sí misma, ni siquiera provisionalmente.
Se sitúa en el umbral y prepara la fe. La fe misma viene por otra parte. Nace de una Palabra recibida y transmitida de parte de Dios. Esa Palabra nos interpela a cada uno. Es esa llamada que pide respuesta, acción de Dios que pide adhesión a esta Palabra. Es ella la que nos juzga y no mi subjetividad: mi experiencia, mis sentimientos, mis preferencias. Dios nos ha abierto su corazón en su Palabra, y nuestra vida cristiana está hecha de correspondencia a este Amor, a esta alianza ofrecida gratuitamente.
3. La exigencia de la integración naturaleza-gracia
El yo del cristiano no está compuesto de dos capas superpuestas: por una parte la naturaleza y por otra la gracia.
Históricamente no existe un orden puramente natural en que el hombre no haya sido llamado a una vida ‘‘supra-humana’’, a la comunión con un Dios-Trinidad.
La hipótesis de un orden que hubiera sido puramente natural –orden de la creación– puede imaginarse como posible, pero no se ha verificado de hecho. Desde el origen el hombre ha sido constituido en el orden sobrenatural; es desde esta perspectiva como hay que armonizar lo que depende de la naturaleza humana como tal y lo que depende de nuestra elevación sobrenatural, de nuestra vocación plenaria.
Hablando del hombre, elevado al orden sobrenatural, Karl Rahner escribió:
‘‘La promoción del hombre a lo sobrenatural es el cumplimiento absoluto –aunque gratuito– de un ser que no puede ser ‘definido’, es decir ‘delimitado’ a la manera de los seres no humanos, porque es espíritu y trascendencia hacia el ser absoluto.’’ (10)
Se trata de respetar, en el hombre real, el todo del hombre. Se trata del hombre nuevo en Jesucristo y de una vida sobrenatural inherente a su vida humana, aunque trascendiéndola. Lo sobrenatural es este elemento divino, inaccesible al esfuerzo del hombre, pero que se une al hombre, lo eleva y se funde con él para divinizarle, llegando a constituir como un atributo del ‘‘hombre nuevo’’, atributo siempre ‘‘innaturalizable’’ pero profundamente presente en él.
De esta relación de reciprocidad en la unidad, no podemos hacer abstracción en la realidad de la vida.

II. Escollos que deben evitarse
Si se quiere vivir plenamente la integración necesaria de los procesos natural y sobrenatural en el transcurso de nuestro crecimiento, hay que respetar ciertas exigencias, evitar ciertos escollos.
1º escollo: el neutralismo
Es conocido el título de un libro de J. Maritain: Distinguir para unir. Lo que vale en filosofía sigue siendo verdad en el terreno pedagógico: hay que distinguir los planos y a la vez procurar unirlos continuamente en el hombre concreto que es uno.
Desde el comienzo, para determinar el proceso a seguir, debo saber quien es ese Yo que voy a analizar. Si se trata de un bautizado, no puedo poner entre paréntesis su ser cristiano. No se puede poner en marcha, para el cristiano, un método ‘acomodaticio’, válido para creyentes y no creyentes. El neutralismo no es aceptable, lo mismo que la escuela neutra no resulta conveniente normalmente para la educación de niños cristianos.
En pedagogía tampoco se hace abstracción impunemente de la metafísica y de la teología. Ya Proudhon decía que en el fondo de todo problema político se encuentra un problema teológico.
Esto vale también para la psicología, que no puede transformarse subrepticiamente en psicologismo y mucho menos en religión. El peligro no es en modo alguno imaginario. Un profesor de psicología de la universidad de Nueva York, Paul C. Vitz, ha escrito un libro lúcido sobre este tema, titulado: Psychology as Religion, teniendo como subtítulo: The Cult of self Worship. Sólo podemos alegrarnos de que semejante crítica emane del propio medio profesional.
Para el cristiano, lo humano sin Jesucristo no es humano según Dios. No basta decir: hacemos abstracción de esa dimensión, analizamos con nuestros propios instrumentos. Para un cristiano, este análisis estaría falseado ya de partida por quedar mutilado, esto es, cortada su referencia vital con el único mediador entre Dios y los hombres. Él nos ha dicho: ‘‘Yo soy el Camino, La Verdad y la Vida.’’ Esta Palabra sigue siendo verdadera también para el que quiere encontrar el camino para conocerse (a la luz de Dios), para conocer la verdad profunda sobre sí (bajo la mirada de Dios que es el único que conoce y escruta las profundidades del hombre), para descubrir la verdadera vida que no se revela al término de mi introspección sino que emana de la fidelidad a las exigencias de vida y de muerte a mí mismo que nos enseña el Evangelio. Esta fidelidad no podría más que ser traicionada si seguimos como guía los simples sentimientos o aspiraciones del Yo, con todo lo que eso comporta de subjetivo, fluctuante y efímero.
2º escollo: el humanismo ‘‘prioritario’’
El humanismo ateo no es, evidentemente, compatible con la fe cristiana, pero es una forma más sutil de humanismo que debe ser analizado por los cristianos, para no sucumbir a él. Yo lo llamaría de buen grado Humanismo prioritario, entendiendo por tal una opción que podría enunciarse con esta fórmula; primero hay que humanizar, después evangelizar o cristianizar. El “primero” y el “después” constituyen el núcleo del problema. ¿Dónde hay que poner el acento? ¿Soy primero hombre –(‘‘hombre, sé humano, es tu primer deber’’, J. J. Rousseau)– y después cristiano? ¿O soy prioritariamente cristiano por mi bautismo y –en tanto que cristiano– conducido a ser plenamente hombre, como fruto mismo de mi cristianismo?
¿Qué es lo primero, según la lógica cristiana, sobreentendiendo siempre que los dos aspectos están indisolublemente unidos?
Esta cuestión resurge periódicamente y es preciso ponerla en claro. Antaño dio lugar a la controversia entre Montuclard y el movimiento de ‘‘Juventud de la Iglesia’’; también subyace en la teología de la liberación. Reclama, por tanto, un examen atento para no sacrificar ningún valor, sino para reconocer el orden de prioridad teológica. Esto no excluye una simultaneidad práctica sino que la esclarece y ordena en la fe.
Querer ‘‘humanizar primero y evangelizar después’’, sería recaer en un género de naturalismo humanista que no hace justicia a todas las exigencias del cristianismo.
Consagré, hace tiempo, un capitulo de La Iglesia en estado de Misión a mostrar el anticristianismo latente en semejante opción, tanto en el plano pastoral como misionero.
Lo que es verdad en estos planos, sigue siendo válido en el plano personal: no hay sitio para un ‘‘humano primero, después cristiano’’. Esto sería en último término desconocer el carácter mismo del Cristo encarnado, plenamente hombre y plenamente Dios. Esto sería olvidar que nadie ha sido más humano que Jesucristo y que el humanismo integral brota de Él como la flor de su raíz. El deber de humanizar y el de evangelizar se imponen simultáneamente, pero – y esto es importante – hay que subrayar que la simultaneidad es compatible con un ritmo diferente de realización.
‘‘Se trata, escribía yo, de captar bien los dos ritmos diferentes que marcan la acción religiosa, según que se mire en sí misma o en sus repercusiones temporales, en su encarnación’’.
‘‘El olvido de esta distinción es causa, según parece, del conflicto entre las distintas tendencias. Al ‘‘primero social’’ no se puede oponer el ‘‘religioso primero’’, como si se tratara de situarlos al mismo nivel y clasificarlos por orden de anterioridad en el tiempo. Es necesario señalar claramente el carácter inmediato o rápido de la cristianización de los hombres, en contraste con la lentitud de la humanización. Eso no depende de la voluntad de los hombres, sino de la naturaleza de las cosas. Un niño es bautizado: de repente la gracia lo invade; si muere la noche de su bautismo, queda determinado para la eternidad en su dimensión de hombre religioso, ha entrado desde ese mismo momento en la plenitud de Cristo. Tal es la acción de la gracia que traduce el amor impaciente de Dios. Pero para crecer, instruirse, llegar a ser hombre, le harán falta a este niño años, según el comportamiento normal de los factores humanos.
‘‘Un hombre comulga: una simple Hostia, recibida con fe, ha bastado para producir el efecto sacramental inmediato. Al contrario, para nutrirse en el plano humano, se requiere una lenta asimilación de alimentos. Un pecador se convierte: el descubrimiento de Dios o su conversión puede haberse producido como un relámpago. ‘‘De repente, somos alguien’’, exclamaba Claudel. El arrepentimiento trasforma, del pecado a la gracia, con un solo movimiento del corazón, pero la reparación del mal cometido o la lucha contra las costumbres arraigadas podrá durar toda una vida.
‘‘Estos ejemplos hacen comprender que, cuando Cristo se adueña de un hombre, la impronta sobrenatural será instantánea, pero la influencia de esta impronta sobre todo su ser y sobre el medio donde se inserta necesitará una lenta progresión en lucha con la acción combinada de los factores naturales tanto personales como sociales.
‘‘Nuestro Señor mismo ha comparado el Reino de los cielos a la levadura que se mezcla con tres medidas de harina y fermenta la masa. Una vez que se ha captado esta lentitud, debida no a Dios, sino a las causas segundas ordinarias, se puede acentuar sin temor el necesario vínculo entre la evangelización y la humanización del mundo. El desfase en la manifestación de los efectos, que ésta produce sobre aquélla, no desconcierta y se percibe mejor su armonía profunda.’’ (11)
Este doble ritmo, que debe respetarse simultáneamente, ayudará a evitar todo humanismo prioritario y a hacer justicia a las exigencias bautismales del cristiano en busca de formación. 

NOTAS:
(1) Pascal, Pensamientos sobre la verdad de la religión cristiana, Gabalda II, 476, nº 548
(2) Una doctrina socialista de la educación, pp. 122-124
(3) Revista Vida Consagrada, 1978, 4, pp. 224-225
(4) Cardenal de Lubac, Pequeña catequesis sobre naturaleza y gracia, Ed. Fayard, col. ‘Comunion’, París, 1980, pp. 92 y 120.
(5) Ed. Cerf, Paris, 1978
(6) ¿Un nuevo Pentecostés?, Ed. Desclée de Brouwer, París, 1974, pp. 140-141.
(7) Carta a Dimitrio, C, III, 4 xxx, 18.
(8) Carl Rogers, El desarrollo de la persona, Ed. Dunod, París, pp. 74-75.
(9) A. Vergote, Psicología religiosa, Ed. Dessart, Bruselas, 4 ed., pp. 319-320.
(10) Karl Rahner s.j., Cuestiones teológicas actuales, Ed. Desclée deBrouwer, París, 1965, Tomo II, p. 36.
(11) La Iglesia en estado de Misión, prefacio del cardinal Montini, Ed. Desclée de Brower, Paris, 4ª ed., 1958, cap. II, pp. 32-58


Capítulo IX
Métodos de crecimiento
en el análisis cristiano


Nadie pone en duda la utilidad de conocerse para valorar mejor sus propias riquezas y capacidades. Sentado esto, existe un espacio para los métodos de aproximación e investigación de uno mismo. El problema es descubrir en qué medida una determinada aproximación es tributaria, o no, de una filosofía naturalista subyacente.
Por analogía, pensamos en las discusiones sobre las teologías de la liberación que, a veces, se distinguen mal, al menos por su vocabulario, de un análisis sociológico marxista. Un error sólo es peligroso por la parte de verdad que contiene: tenemos pues que despejar con cuidado las ambigüedades y no creer que escapamos de la teología o la filosofía subyacentes, declarando que nos limitamos a hacer psicología pura.
Analizaremos cada método, sea cual sea, desde los ángulos de la finalidad que persigue, su integración en la síntesis cristiana y, especialmente, la praxis sacramental que “acompaña” al cristiano a lo largo de su vida.
1. El método desde el punto de vista de la finalidad
Para alcanzar la plena dimensión humana y para determinar el camino que se debe seguir para avanzar, todo método de crecimiento debe tener en cuenta el fin perseguido y discernir las vías y métodos en función del mismo.
¿Hacia dónde se dirige el cristiano?, ¿Cuál es la finalidad última hacia la cual va a dirigir su esfuerzo de desarrollo?, ¿Cómo es esta humanidad que pretende conseguir respecto a sí mismo y al mundo?
No podemos suscribir una visión de tipo humanista utópica e irreal que quiere que el hombre tienda a realizar aquí abajo una especie de súper-humanidad. Cuando leo que un método tiende a ‘‘realizar los nuevos Cielos y la nueva Tierra a la que aspiran los hombres y promete Dios’’, me veo obligado a rechazar este sueño utópico, irreal y que el Señor nunca prometió. Esto sería mesianismo temporal. Si una visión así dominara el horizonte, falsearía el camino: el término de nuestro caminar cristiano no es ése. No podemos equivocarnos de ideal. Ni J. J. Rousseau, ni Pelagio son compatibles con las enseñanzas de nuestra fe.
En cuanto al método mismo, sería también naturalismo presentar el trabajo de nuestro crecimiento como una estrategia que sólo depende del propio esfuerzo. No podemos dar la impresión, aunque sea a título provisional y metodológico, de que somos nosotros los que alcanzamos la madurez por nuestras propias fuerzas, por los acompañamientos que tenemos y por nuestros repetidos autoanálisis.
El realismo cristiano nos obliga también a tener en cuenta, en todas las etapas de nuestra evolución espiritual, la realidad del Mal que obstaculiza nuestro camino.
Hablando claro, hay que reconocerse pecador en su pobreza cotidiana y pedir humildemente a Dios, haciendo camino, que nos guarde de todo mal, incluidas las Potencias del Mal.
Tendría que repetir aquí lo que he intentado explicitar en ‘‘Renovación y Poder de las tinieblas’’ (1). Tenemos miedo de hablar del Mal, con mayúscula, por temor a parecer anacrónicos. Y sin embargo no se puede leer el Evangelio sin que nos llame la atención la presencia del Maligno en oposición a Jesús.
‘‘El enfrentamiento, decía yo, es constante, aunque no siempre esté en primer plano. Se observa claramente ya en el umbral de la Vida pública del Salvador. El relato de las tentaciones de Jesús en el desierto es como el prefacio de la misión que el Salvador iba a cumplir, es la llave del drama que iba a tener lugar en el Calvario… La presencia hostil del Enemigo se adivina solapada, a cada paso, y, cuando Jesús expira en la Cruz, el evangelista señala, no por obsesión del detalle, sino por su densidad teológica, que las tinieblas cubrían el cielo de Jerusalén. ’’
Si Cristo ha vencido a la muerte, al pecado y a las Potencias del Mal, sólo nos resta hacer nuestra, progresivamente, esta victoria.
2. El Método bajo el punto de vista de la integración
¿Cómo vivir la necesaria integración entre la naturaleza y la gracia?
Corresponde a una antropología teológica orientarnos sobre este tema.
Es Dios quien proporciona la verdadera ciencia sobre el hombre en su Palabra y a través de la Iglesia, ‘‘maestra en humanidad’’, como decía Pablo VI. La formación humana, psicológica y relacional debe darse dentro de la formación específicamente cristiana, inscrita en ella y no yuxtapuesta.
Es a partir de una visión unificada y no desmembrada del hombre como se debe recibir a Cristo. La inteligencia que proporciona la fe se refiere al misterio de Dios y al misterio del hombre.
Allí donde la fe flaquea y la tibieza espiritual se instala, el equilibrio simplemente humano se deteriora. Corremos entonces a buscar en las ciencias humanas lo que ya no encontramos en las fuentes del Espíritu. Con todos los riesgos: lucha interior, ambigüedad del lenguaje y de los conceptos, búsqueda dudosa de una ‘‘tercera vía’’ entre un esfuerzo espiritual debilitado y una concepción estrictamente naturalista que no asume verdaderamente la vocación cristiana.
Sería desastroso creer que la formación dada por la Iglesia no es capaz de asegurar la formación global de las personas y que la gracia no tiene suficiente alcance para evangelizar el psiquismo, la relación y el deseo, y que hay que buscar en consecuencia por otro lado.
Más que a abandonar, Dios nos invita hoy a sacar a la luz todas las virtualidades creadoras y recreadoras de su Palabra y de la gracia.
La experiencia de la Renovación pentecostal nos muestra claramente que a partir de la gracia bautismal y de sus repercusiones a lo largo de la vida, Dios construye y reconstruye sin cesar a las personas y a las comunidades.
La experiencia de la Palabra recibida en el Espíritu muestra que esta Palabra de Dios, dotada de una potencia de movilización y regeneración incomparables, es capaz de levantar y poner en marcha las vidas más hundidas y comprometidas. ‘‘Di una sola palabra y quedaré sanado’’.
La experiencia en la Renovación muestra que la Iglesia está dotada por el Espíritu de capacidad para llegar al corazón del hombre, tocarle profundamente en su interior y en sus heridas, sanarle mediante la íntima reconciliación de su ser, transformando a veces de repente, el horizonte de su vida. Lo que psicólogos y psiquiatras –a un alto precio de tiempo y dinero– no pueden tan a menudo llegar a resolver ¿por qué el Señor se complace en curar de raíz, por la gracia? ¿Por qué da el Señor estas señales en nuestro tiempo, sino para mostrar a sus hijos que es y sigue siendo el Padre de la misericordia y que Jesús es el Salvador de todo hombre y de todos los hombres?
3. El método bajo el punto de vista de la integración sacramental
El test de la buena armonización pedagógica entre naturaleza y gracia constituye el lugar reservado a la mediación de Cristo, continuada por el Espíritu, en la vida sacramental del cristiano que camina.
Habrá que examinar, por tanto, qué lugar ocupan, en el desarrollo humano y espiritual, los sacramentos, que son los canales de vida del Espíritu Santo en la obra de la Iglesia. Creer en el Espíritu ‘‘vivificador’’ es creer, concretamente, en su acción vivificante a través de los sacramentos. Si la Iglesia es Jesucristo, continuado en y por el Espíritu Santo, su acción transformadora del hombre es esencial. Si en el pasado hemos pecado de sacramentalismo, es decir de una práctica demasiado rutinaria de los sacramentos, la tentación de hoy sería primar las celebraciones comunitarias paralitúrgicas, en razón de su atmósfera de plegaria espontánea y cálida con el riesgo de relegar a un segundo término la Celebración eucarística.
La actitud hacia cada sacramento será, por lo tanto, un test esencial para juzgar la rectitud cristiana de nuestro caminar.
Este peligro nos invita a plantearnos algunas preguntas que pueden servir para el test:
¿Cómo se sitúa actualmente el cristiano con relación al bautismo, a la Eucaristía y al sacramento de la penitencia? Limitamos nuestro breve análisis a estos tres sacramentos que son vitales para toda vida cristiana.

El bautismo
¿Dónde está la fe en el bautismo de los niños, que debe administrarse en las primeras semanas después del nacimiento, como lo pide el nuevo código de derecho canónico y la tradición?
Constatamos que existe una práctica cada vez más extendida de retrasar el bautismo para dejarlo a la libre elección del niño hasta la edad que le convenga. Esta práctica denota un descenso de la fe en la realidad sacramental del bautismo, punto de partida de toda vida cristiana.
He intentado decir en una página de ¿Un nuevo Pentecostés? por qué los padres deben optar por el bautismo temprano de sus hijos y no dejarse seducir por los argumentos de un seudo-liberalismo.
‘‘Demostrémoslo primero, decía yo, poniéndonos en el punto de vista de los padres y después, más profundamente, en el punto de vista de Dios que viene al encuentro del niño al comienzo de su vida.
Situándome en el punto de vista de la responsabilidad paterna compruebo que, de una forma completamente natural, los padres deben asumir responsabilidades en lugar del hijo. Lo han traído a este mundo y enseguida deciden por él lo que más le conviene. Desean darle desde el primer momento lo mejor de su ternura y de su experiencia vital y los cuidados que juzguen necesarios sin contar con él. Su amor vigilante y atento precede al del niño constantemente y está por encima de cualquier otro: he aquí la grandeza de su amor, que es gratuito.
Sin saberlo, tal vez, imitan con ello el amor de Dios que nos ama constantemente, el primero, sin esperar ni nuestra iniciativa, ni nuestra gratitud.
Desde esta perspectiva, Jesús dirá en el evangelio: ‘‘No sois vosotros los que me habéis elegido, soy Yo quien os ha elegido a vosotros’’ (Jn. 15,16).
Nuestro compromiso cristiano es una respuesta a esta elección, a este amor inicial de Dios.
¿No supone ello una invitación que se nos hace a seguir el mismo camino, en lo que concierne al bautismo?
Dios desea dar al niño desde el principio lo mejor de sí mismo, es decir, su vida íntima, ya que esto es el bautismo: introducir al niño en su intimidad, asociarle al misterio de la muerte y la resurrección del Señor, abrirle a la gracia del Espíritu Santo.
Esto supone una verdadera riqueza, desapercibida al principio, pero es importante que la toma de conciencia respecto a ella se vaya haciendo gradualmente, en la experiencia de una vida cristiana, alimentada por la Eucaristía.
Retrasar el bautismo es privar al niño de todo este camino de gracia. So capa de libertad se le privaría de lo que, en el momento de la libre elección, es de un valor incalculable: la experiencia cristiana vivida. Dejando al niño fuera de esta experiencia, se le “condiciona”, quiérase o no y la omisión pesará en demasía sobre su elección ya que no se respira impunemente un aire religiosamente enrarecido en el hogar y nocivo en el exterior. Sólo salvaremos en apariencia la libertad del niño ya que le privaremos de lo que mañana podría motivar más profundamente su libre elección .’’(2)
La Eucaristía
Una cuestión análoga se plantea sobre la inserción de la Eucaristía en la vida y en el ritmo de crecimiento de todo cristiano.
Se ha dicho, y con razón, que la Iglesia hace la Eucaristía y que la Eucaristía hace a la Iglesia. En efecto, la Eucaristía es el sacramento por excelencia que nos asocia literalmente a la muerte y vida de Jesús y nos conduce con Él y a Él, a un misterio de adoración, de gratitud, de imploración y de perdón.
Es también misterio de comunión con el Cuerpo y la Sangre del Señor, convertidos en comida y bebida para nosotros. No puede prescindirse sin daño de esta fuerza de vida.
Tampoco haríamos justicia a toda la importancia y riqueza de este misterio, si no lo prolongáramos en la intimidad de la oración silenciosa que reconoce la Presencia del Señor en nuestros tabernáculos, Presencia que ‘‘fluye del sacrificio y lleva a la comunión sacramental y espiritual’’, como expresa un documento romano. (3)
La profundidad de nuestra vida cristiana es tributaria de esta inserción vital, no sólo en el plano individual, sino también a nivel comunitario. Porque es la Eucaristía la que constituye realmente a la asamblea en el Cuerpo de Cristo. La Eucaristía no establece únicamente un vínculo entre la Resurrección y cada uno de nosotros: ‘‘compartida’’ nos hace seres para compartir. No sólo crea una moral social, sino que va mucho más allá y nos abre a una concepción esencial de la solidaridad humana: es el ‘‘Sacramento del hermano’’.
El sacramento de la Reconciliación
Aquí también naturaleza y gracia deben unirse. Para devolver al hombre su plena salud psicológica y ponerle en pie, existen técnicas humanas. Estas tienen su lugar, pero también sus límites. Para el cristiano, la gracia de la renovación y de la restauración del hombre pasa por el sacramento de la penitencia que va más allá de nuestras sabidurías humanas.
En una serie de alocuciones, Juan Pablo II ha analizado con atención los diversos aspectos y etapas que conducen al perdón regenerador del Señor en el sacramento de la Reconciliación. Hablando del examen de conciencia, que precede al perdón, el Santo Padre decía:
‘‘El examen de conciencia se nos revela, no tanto como un esfuerzo de introspección psicológica o como un gesto intimista, circunscrito al perímetro de nuestra conciencia abandonada a sí misma. Es más bien y sobre todo confrontación con el mismo Señor Jesús que, Hijo de Dios, ha querido asumir la condición humana (Fp. 2, 7) para cargar con nuestros pecados (Is. 53, 12) y vencerlos con su muerte y su resurrección.
Solamente a la luz de Dios, que se revela en Cristo y que vive en la Iglesia, somos capaces de descubrir claramente nuestras faltas… De esta manera el pecador, no solamente se conoce a sí mismo por inducción, sino que se conoce también por reverberación cuando se ve como el mismo Dios le ve a él en el señor Jesús; cuando se acepta para que el mismo Dios le acepte en el Señor Jesús y haga de él ‘‘una criatura nueva’’ (Gal. 6, 15). El ‘juicio’ divino se revela como lo que es: la gratuidad del perdón." (4)
El Papa volverá después sobre otros aspectos como el beneficio inherente, natural o sobrenatural, al reconocimiento de la falta, reconocimiento que también es liberación.
Esta visión de fe invita al cristiano, en la búsqueda de su yo, a dejarse iluminar sobre él mismo por el Señor, a dejarse conducir y salvar de sí mismo por la gracia de la confesión y del perdón sacramental. Entonces sentirá que esta renovación sacramental de sí mismo opera en él, misteriosamente, como una especie de transfusión de la Preciosa Sangre del Redentor, que le otorgará una fuerza de vida inestimable, el ‘suplemento del alma’ que necesita para andar el camino.


Capítulo X
Métodos de crecimiento en el
plano del análisis psicológico
1. El papel del sacerdote y del laico como acompañantes
Todo método de autoanálisis se inserta en una formación de conjunto: en la vida de crecimiento del cristiano no se pueden separar formación humana y formación espiritual, ni en el plano individual ni en el colectivo.
De ahí, inevitablemente la pregunta de la relación entre sacerdote y laico como acompañantes. Si un laico puede en ciertos casos asumir un papel de dirección espiritual, la confesión queda en todo caso reservada al sacerdote: hay que distinguir los campos.

Existe el riesgo de aumentar el rol del presbítero y de deslizarse hacia el clericalismo, pero también se puede temer lo contrario: que el guía laico asuma un papel para el que no está cualificado o que se autodeclare directamente inspirado por el Señor. Actualmente, y de una manera general, no temo que se dé un exceso de autoritarismo sacerdotal. Quizá se produzca más bien un retraimiento excesivo del sacerdote, acomplejado o conmovido por el fervor que constata a su alrededor y del que él mismo se beneficia.
Resulta así que existen comunidades donde el sacerdote no desempeña su rol específico. Sin embargo, por su propia formación, por sus largos años de estudios filosóficos y teológicos, se encuentra normalmente preparado para enseñar espiritual y doctrinalmente, para ‘discernir’ (una palabra que encontramos muy frecuentemente) cuanto concierne en particular al reconocimiento de la autenticidad de los carismas extraordinarios. Le corresponde poner equilibro entre naturaleza y gracia y guiar por caminos seguros a los miembros de una comunidad que quiere ser religiosa y apostólica.
Sucede a veces que el sacerdote es tan sólo un miembro más del grupo, incluso no forma parte del Consejo de la Comunidad en que se deciden las orientaciones y se adoptan las grandes líneas religiosas sin él. Esto es importante sobre todo allí donde las comunidades no tienen estatutos reconocidos todavía por la Iglesia, o dependen en última instancia del fundador o animador del grupo. El presbítero está presente de una manera ‘fraterna’, pero su dimensión ‘paternal’ está ausente, lo que no es normal.
San Agustín decía a su pueblo de Hipona: ‘Soy obispo para vosotros y cristiano con vosotros’. El sacerdote debería ser reconocido a título de pastor enviado por su obispo y de hermano entre sus hermanos.
Todo esto no impide en modo alguno a un laico desempeñar con total legitimidad el papel de guía espiritual. El Oriente cristiano ha conocido y conoce todavía a los staretz, monjes laicos que atraen a los peregrinos ávidos de participar de sus dones espirituales. Todos conocemos a laicos, hombres o mujeres, cuya profunda vida espiritual es una inspiración y una riqueza para todos. Hay, pues, lugar para una ósmosis, para un intercambio espiritual mutuamente enriquecedor.
En caso de divergencia, cuando se pone en entredicho el plano espiritual y el doctrinal, corresponde normalmente al sacerdote discernir en primera instancia y, en caso de dificultad, aceptar o promover el recurso ante aquél de quien es mandatario: el obispo.
Lo que ha dado credibilidad en el transcurso de los siglos a los santos que no eran presbíteros –pienso en un Francisco de Asís que era tan sólo diácono o en un San Ignacio de Loyola que fue ordenado sacerdote tardíamente– es su preocupación por recurrir al obispo o a Roma para autentificar su misión.
Todo ello no se produce generalmente sin sufrimiento, pues los hombres son siempre hombres. Pero eso va implícito en nuestra fe en la Iglesia ‘una y apostólica’ que reconoce a los obispos como sucesores de los apóstoles, a quienes incumbe el deber de orientar a los fieles y de discernir los carismas del Espíritu.
2. Introspección no es repliegue sobre sí
Dirigir el crecimiento propio, según la expresión ya consagrada, tiene un sentido legítimo, a condición de que no se caiga en la tentación del narcisismo y que se recuerde la palabra del Señor de que nadie puede añadir un codo a su propia estatura por sus propias fuerzas. Uno no se ve crecer a sí mismo y la introspección, en largas sesiones y análisis de vida, es una manera muy aleatoria de conocerse al estar sujeta a muchas ilusiones.
Por lo demás este método resulta muy caro para ser accesible a todos: ello es un indicio de que las vías normales del propio desarrollo deben ser más sencillas y menos elitistas y quedar al alcance de todos.
Debemos examinarnos, pero sin que llegue a ser una obsesión, ni un pasatiempo costoso, ni una ocasión de replegarse sobre sí en detrimento de las llamadas a atender las miserias espirituales o materiales en un mundo necesitado.
Hay muchas maneras de aprender a conocerse, por ejemplo a través de amigos sinceros que os dirán la verdad sobre vosotros mismos, como también a través de las críticas incluso malintencionadas. El refrán fas est ab hoste doceri (‘conviene dejarse instruir por el enemigo’) resulta válido incluso en psicología. En las grandes empresas se pagan incluso altas retribuciones a los expertos-consejeros que vienen a estudiar in situ la gestión de un negocio y a señalar los defectos y las deficiencias de la empresa… incluidos los del jefe. Esto es realismo del bueno y una excelente inversión.
3. La relatividad de cada método
El juicio que nos merezca un determinado método depende también, en buena medida, de la manera como se presente a sí mismo. Si se ofrece como el método autosuficiente, “sin el cual Dios queda manco”, en lugar de, más modestamente, como una vía de aproximación entre otras (no siendo la introspección más que uno de los caminos de acceso a sí mismo) hay muchos motivos para temer una demasía en la valoración.
La verdadera ciencia confiesa el relativismo de sus propios medios. La humildad tiene su lugar también en este campo y no se puede prescindir de ella impunemente.
Uno se siente incómodo ante tal método que se declara universal ‘al servicio de una intuición sobre la manera de emerger y crecer del Hombre en el hombre y de emerger la Sociedad del Hombre en medio de las sociedades actuales’. Las mismas mayúsculas son equívocas.
El fenómeno de la desmesura es una tentación que se encuentra regularmente cuando la Ciencia (con mayúscula) se convierte en cientismo y la psicología en psicologismo y llegan a ser sin saberlo religiones seudo-místicas.
4. Los acompañantes
La competencia psicológica requerida debería determinarse según las reglas ordinarias de la cualificación profesional. En todos los campos las leyes rigen la distribución de los diplomas según criterios reconocidos de carácter científico y objetivos. No basta que una persona haya seguido un cierto número de sesiones para estar cualificado para dirigir a los demás. Se debe exigir un examen con normas objetivas y criterios rigurosos.
Es preciso, también, que el acompañante no sea, él mismo, una persona con problemas, cargado consigo mismo, con sus propias heridas y cicatrices.
Si se trata de aplicar el método para uso cristiano, hay que tener en cuenta, además, todo lo que se ha dicho sobre la integración naturaleza-gracia. Eso supone la exigencia de una cualificación religiosa, garantizada también por la autoridad eclesial competente.
5. Los acompañados
En este lado también se impone la adopción de precauciones. Cada método, se ha dicho con razón, no es aplicable más que si los sujetos que se someten a él no tienen problemas serios de equilibrio personal. Pero, ¿quién controla y vigila el paso por la aduana antes de la entrada en la sesión?
Por otra parte, ¿cómo discernir el punto de saturación e impedir que los sujetos que, en las primeras fases obtienen efectos beneficiosos, queden intoxicados de alguna manera por su prolongación indebida?
Un método, para ser válido, tiene necesidad de ser practicado en condiciones adecuadas. Es bastante corriente que los programas digan: el método no conviene a personas con problemas, ya se trate de problemas personales, de depresión, de inestabilidad psicológica o de problemas de tipo social, de parejas en crisis, de casos sociales, etc. La cuestión es, ¿quién hace la criba y según qué criterio?, o ¿se abre de hecho el acceso a todo el que venga? La misma pregunta vale para la constitución de los grupos. Las puestas en común, en el transcurso de las sesiones, estarán condicionadas por las personas que el azar reúne y ello también puede ser fuente de problemas. Debemos estar atentos a la necesaria selección inicial, antes incluso de que el método se ponga en marcha.
Hay que saber también que si, en teoría, todo el mundo es libre de compartir o no sus problemas personales, de hecho, si el clima de la reunión lo propicia, se llega fácilmente a la confidencia, a una apertura que puede ser contraproducente, sobre todo si el grupo tiene una composición mixta. Todo ello merece examen y atención.
Finalmente, una vez puesto en marcha el método, ¿cómo salvaguardar la libertad psicológica de quienes se someten a él y evitar los peligros de infantilismo, de servidumbre, de brain washing (lavado de cerebro), la ilusión de libertad, sutilmente manipulada por la influencia inconsciente del acompañante?
Se juzga el valor del método según el grado de liberación que genera, incluso respecto al método mismo. ‘Es preciso que él crezca y yo disminuya’ decía el precursor de Jesús, Juan Bautista. Estas palabras siguen siendo un test de autenticidad para todo educador o formador. Es conocida la frase de Montaigne: ‘hay que situar al niño en la acera’ y ayudarle a caminar sin apoyo. El método de introspección debe “ser testado”, hablando con rigor, a la luz de este criterio: ¿crea dependencia o servidumbre psicológica? o, por el contrario, ¿favorece la libertad, la expansión, la responsabilidad personal de quien lo adopta a título provisional para aprender a prescindir de él?
6. ¿Cómo juzgar un árbol por sus frutos?
Hay frutos que parecen excelentes, frutos dudosos, frutos malos. Hay frutos que están a la vista pero que no perduran. Hay frutos que se reconocen enseguida y otros que necesitan tiempo para madurar.
Hay frutos individuales que pueden ser buenos pero que llegan a ser perjudiciales para la colectividad. Hay frutos que pueden ser buenos a cierto nivel y positivos bajo determinado ángulo, pero resultan nocivos a la vez por lo que omiten. El error puede consistir en no mostrar más que un aspecto de la verdad. Cuando se trata de formación humana y cristiana, nunca será suficiente la atención que se preste al pleno equilibrio, al ajuste de los aspectos parciales y complementarios.
Si la persona que se somete a tal método de terapia psicológica es muy equilibrada y posee, además, una formación religiosa y espiritual sólida, un determinado método puede ser beneficioso para esa persona, en condiciones favorables y por tiempo limitado, porque se inserta en un conjunto que la relativiza y corrige las omisiones o excesos. Hay que determinar los frutos del árbol también en función de toda la savia que lo nutre.
Así pues, para juzgar objetivamente un método, es preciso tener en cuenta los ‘frutos dudosos’ o nocivos que resultan de él para el conjunto de los ‘clientes’ no tan formados y para quienes el mayor efecto perjudicial será el peligro de una servidumbre psicológica, de narcisismo, de autosuficiencia naturalista. Estos peligros no tienen nada de imaginario.

Capítulo XI
En la confluencia de la naturaleza
y de la gracia

1. El cristiano, ser social
Las páginas que preceden han querido subrayar la necesidad de armonizar y conjuntar naturaleza y gracia en el crecimiento del hombre, considerado en sí mismo. Me gustaría acabar esta visión general destacando la dimensión social del cristiano y algunas de las implicaciones que ello comporta pastoralmente en el plano de la convergencia de la naturaleza-gracia.
Todos reconocemos que el hombre es un ser social, un ser en relación, pero aún no hemos deducido suficientemente las consecuencias, tanto en lo que concierne a su formación integral como a su comportamiento como cristiano ‘‘colectivo’’. Salimos difícilmente de la era del individualismo, en la que el yo profundo sólo se abre a los demás con reticencia y superficialmente. Nos codeamos con los demás, coexistimos, pero no estamos realmente en comunión los unos con los otros.
Desde el punto de vista del cristianismo “que se vive”, todavía hay un largo camino por recorrer, antes de que salgamos de este estado de coexistencia, de inhibiciones y de complejos que hacen que nuestras relaciones sean tan frecuentemente ficticias y superficiales. La palabra clave para el futuro de toda renovación cristiana en profundidad, se basa, me parece a mí, en las expresiones ‘‘compartir’’ y ‘‘entrar en una comunión verdadera’’ los unos con los otros.
El cristiano es un ser en ‘‘comunión’’. Está invitado a decir el Padre nuestro en plural y a traducir en términos de fraternidad las exigencias de su fe. El culto idolátrico e hipertrófico del Yo, debe ser sustituido por el sentido del ‘‘Nosotros’’ cuando nos dirigimos a Dios o cuando tendemos la mano al hermano. El Señor nos ha fijado como ley el encuentro eucarístico que es por excelencia el misterio de comunión con Él mismo y con los otros en Él.
Hacia este ideal debe tender el cristiano de los nuevos tiempos si quiere vivir la plena lógica de su fe. Perdiéndose en el misterio del Cuerpo místico encontrará su dimensión y el pleno desarrollo del por qué ha sido creado.
Un cristiano no puede vivir su cristianismo solo. Tiene necesidad de vivirlo con otros cristianos que ‘‘compartan’’ su fe, en el sentido propio del término. Debe poner su fe en común, en intercambio recíproco, en ósmosis. Vae soli: ‘‘No es bueno que el hombre esté solo’’, se dice en las primeras páginas del Génesis cuando Dios creó a Eva como compañera de Adán (Gn. 2, 18).
Si el hombre es un ser social, el cristiano lo es doblemente por su creación y por su bautismo que le introduce en un cuerpo para hacer Cuerpo con Él.
Esta realidad ontológica debe llegar a ser realidad psicológica.
‘‘Incluso el Papa tiene necesidad de hermanos” –escribió el Patriarca Athenágoras– y ello para su propio equilibrio y para su desarrollo humano y sobrenatural. Esta ley del compartir es vital para todos y en todo tiempo, pero especialmente en el nuestro, cuando los soportes sociológicos de una sociedad cristiana prácticamente han desaparecido, cuando todos los valores son cuestionados y la religión privatizada y aislada de la vida pública.
El éxito de los sensitivity groups al estilo de Rogers, con todas sus ambigüedades, debidas entre otras causas a la liberación sin garantía, nos advierte de la necesidad de compartir y comunicarse que anida en el corazón del hombre.
Desde este punto de vista, el fenómeno de la proliferación de sectas al que asistimos, -donde los miembros son en gran parte cristianos decepcionados que han abandonado la Iglesia-, merece ser estudiado muy de cerca. Es un aviso que invita al examen de conciencia.
Hay que constatar que una gran parte del atractivo de las sectas se debe a la sensación que experimentan sus miembros de estar verdaderamente integrados en un grupo, a escala humana, reconocidos y llamados por su propio nombre y unidos a otros. Esto revela la aspiración ‘‘comunitaria’’ presente en el corazón de todo ser humano; la traducción de esta necesidad puede variar en sus múltiples expresiones, pero el hecho en sí mismo es un dato que no se puede pasar por alto.
Debemos desear una pedagogía en la que, unidas naturaleza y gracia, se integren los logros de las ciencias humanas para un mejor conocimiento del hombre y del engranaje interhumano. Constituiría un enriquecimiento precioso que los diferentes métodos de análisis y de descubrimiento de uno mismo, de apertura recíproca, pudieran ajustar sus conclusiones sobre ‘‘el hombre en relación’’ desde una perspectiva cristiana. Sería también una victoria sobre el individualismo que atenaza la vida de demasiados cristianos.
Si la proliferación de sectas es un signo alarmante, el nacimiento de numerosas comunidades cristianas de características nuevas (no previstas aún por el código canónico) es por el contrario esperanzador, con la condición de que el equilibrio quede también aquí asegurado.
No es deseable que la formación de una comunidad cristiana se organice de tal manera que exista una heterogeneidad derivada de la formación humana y relacional por un lado y la teológica y espiritual por otro.
Para un bautizado, especialmente si está llamado a poner su vida íntima al servicio del Reino, toda la formación debe darse a la luz de la revelación divina y de la Palabra de Dios. Toda ciencia y conocimiento del ser humano debe desarrollarse a partir de Dios. Dios es parte integrante de la vida del hombre.
Si la visión del mundo y del hombre dirigida en particular a la formación de los jóvenes no es una visión que parte de la Revelación, todo el camino posterior, sea de naturaleza psicológica, moral o religiosa, corre el riesgo de quedar marcado por un desequilibrio original. El mismo lenguaje corre el peligro de reflejar una ambigüedad fundamental.
Se puede explicar esta dificultad original por el hecho de que si la visión cristiana del hombre y del mundo procede por inclusión, la de las ciencias humanas opera por reducción. Yuxtapuestas en una formación, corren el riesgo de generar una cierta confusión en los puntos de vista y en los valores.
La visión cristiana del ser humano creado a imagen de Dios, no excluye –lejos de ello- la toma en consideración de múltiples factores (biológicos, psico-sociológicos, etc) que pueden explicar y determinar los comportamientos individuales y colectivos. La capacidad de comprensión y de integración de la visión bíblica se extiende a toda la realidad vivida por el hombre.
Por el contrario, las ciencias humanas no operan por integración, sino más bien por reducción. La lectura experimental que hacen del fenómeno humano debe, por exigencia del carácter científico de su trayectoria, excluir de su campo de investigación la dimensión trascendental del hombre.
Si se evoca una vivencia de orden religioso, se toma en consideración de la misma forma que cualquier otra actividad del espíritu. Sobre la realidad o no realidad del ‘‘referente’’ las ciencias no pueden y no quieren saber nada. Lo que cuenta es la vivencia del individuo y no la existencia objetiva o imaginaria de las referencias.
Este comportamiento, totalmente legítimo y conforme con las reglas de la investigación científica, genera sin embargo una mentalidad que llega a ser fácilmente exclusiva.
Las ciencias humanas como tales, describiendo el funcionamiento de la religión para individuos y grupos y desvelando los comportamientos conscientes e inconscientes de la inclinación religiosa del hombre y sus manifestaciones, no pueden reconocer en ello más que una experiencia del ‘‘Yo’’. A partir de un acercamiento reduccionista del hombre, toda la realidad religiosa aparece inevitablemente como el material resultante de una construcción de uno mismo por sí mismo, sin otra finalidad que la realización del deseo y del Yo.
El verdadero discernimiento espiritual debe integrar la realidad global del hombre. En la encrucijada de la naturaleza y de la gracia, la vida cristiana debe ser discernida con una sola mirada, plenamente humana y plenamente teologal a la vez, es decir, como recibida de Dios.
2. La familia núcleo comunitario fundamental
Si el individualismo es una amenaza para la vitalidad cristiana, lo es más radicalmente aún, para la vida y la supervivencia de la familia humana.
Se ha dicho y repetido que la familia es la célula social por excelencia y es verdad. Pero, justamente, es aquí donde asistimos a un primer y radical desgarro del tejido social. La familia está amenazada en todos sus aspectos, sacudida desde sus raíces, en el mismo centro de la vida conyugal, fiel y fecunda, basada en un amor mutuo y auténtico que implica también el olvido y el dominio de sí mismo. (5)
Vivimos en un clima de deriva moral, en el que el individualismo es ley. Una familia cristiana aislada, enfrentada a todas las Potencias del Mal, necesita tener solidaridad con otras familias cristianas para enfrentarse a las exigencias de su fe y de su vida. El Señor ha dicho que allí donde dos o tres estén reunidos en su nombre, allí estará Él. Esta promesa también es válida allí donde dos o tres familias se reúnan con vistas a vivir juntos su vida cristiana. El hombre y la mujer, por lo demás, no forman una dualidad, sino una unidad y podemos aplicar el texto, incluso en su enunciado matemático a algunas familias reunidas en Su Nombre en una misma búsqueda.
Haciendo alusión al Espíritu del mal, destructor de la unidad conyugal y familiar, no pretendo negar los considerables progresos que se han hecho para una mejor comprensión del amor y de sus componentes. Hemos salido felizmente de los excesos del jansenismo, pero el deseo de reaccionar ha hecho frecuentemente que perdamos de vista los valores que se deben mantener e incluir en la ecuación. Lo propio de las Potencias de las tinieblas, es desequilibrar, desintegrar y desestabilizar. Todo lo que vaya en este sentido constituye un terreno ideal para su acción disolvente.
En esta perspectiva hay que leer el magnífico comentario que sobre el Padre nuestro hace el Cardenal Danneels, escrito con ocasión de la visita del Papa a Bélgica. Comenta el final del Padre nuestro: ‘‘Líbranos de todo mal’’ con estas palabras:
‘‘El mal tiene muchas caras, Señor, y nos rodea por todas partes: el egoísmo individual y colectivo, el cada uno para sí, las divisiones, la violencia en los corazones y en las estructuras, la ausencia de reglas en un mundo que va a la deriva.
Este mal que habita en nuestro corazón, no es una fuerza ciega, sino un poder refinado, inteligente y calculador, es el príncipe de las tinieblas, el Maligno, que desde siempre siembra la división en los corazones, las casas y los continentes enteros. Padre, líbranos del Maligno’’
3. Bajo la influencia del Espíritu Santo
Para que un cristiano explore su yo de forma válida, hay que poner en práctica una buena psicología; pero para que esta acción sea positiva, es indispensable y vital un mínimo de teología o simplemente de fe. A la luz de Jesucristo, viviendo en él, se descubrirá a sí mismo y comprenderá el sentido de la renuncia, de la obediencia, de la fidelidad de por vida y de algunas otras virtualidades que no tienen ninguna significación si Cristo no es el Camino, la Verdad y la Vida del hombre. Estas consecuencias nos llevan lejos.
Repitámoslo: cuando se trata de trazar los caminos que se deben seguir para el crecimiento espiritual del cristiano, es muy importante distinguir lo que compete a la psicología y lo que compete al campo de su fe cristiana. El camino que sigamos para profundizar en la vida interior no se debe identificar con el camino espiritual. En un debate que enfrentó al P. Varillon con Marcel Legaut, y que fue publicado con el título Dos cristianos en camino, el P. Varillon pidió a Marcel Legaut que no empleara indistintamente las palabras ‘‘interioridad’’ y “espiritualidad”, ‘‘vida interior’’ y ‘‘vida espiritual’’. Escribe:
‘‘Creo que se evitarían muchas confusiones si se precisase: la vida interior es la vida con uno mismo, la reflexión, la meditación, la profundización humana tal como podría llevarla a cabo un ateo. Jean Rostand, por su culto sincero a la verdad, tenía vida interior, un gran amor implica una vida interior.
Pero el fondo de uno mismo no es Dios. Dios es un Otro, el Completamente Otro. La vida espiritual es la vida con ese Otro, el Espíritu Santo, en la luz del Espíritu Santo, in Spiritu Sancto.
Mi interioridad más interior es el Espíritu Santo. Él está en mí ‘‘más yo mismo que yo.’’ (6)
Todo esto reviste una importancia capital.

Me gustaría invitar al lector cristiano a invocar la influencia del Espíritu Santo cuando vaya a acometer cualquier trabajo de introspección y de crecimiento.
En Pentecostés, la liturgia de la Iglesia pone en nuestros labios una oración que implora el poder transformador del Espíritu sobre nosotros:
‘‘Riega la tierra en sequía,
Sana el corazón enfermo,
Lava las manchas,
Infunde calor de vida en el hielo,
Doma el espíritu indómito,
Guía al que tuerce el sendero. ’’
Humilde y magnífica oración, llena de esperanza, pues nos lleva más allá de nosotros mismos y nos conduce a nuestra plenitud final en el corazón de Dios.
4. Un símbolo
Al dar el título de ‘‘Un símbolo’’ al capítulo final, viene a mi memoria una imagen: uno de los paisajes más apacibles y emotivos de Irlanda que yo conozco. Se trata de un lugar turístico que, a primera vista, parece un lago por la tranquilidad del lugar: en verdad estamos en la confluencia de dos ríos, cuyas aguas se mezclan y se confunden de tal manera que parecen inmóviles. El lugar se llama: “La confluencia de las aguas” (The meeting of the waters).
La imagen tiene un valor simbólico: traduce a su modo lo que he intentado decir a lo largo de estas páginas: naturaleza y gracia, por voluntad de Dios, son una sola cosa; y en nuestra formación personal no podemos separar jamás lo que Dios ha unido en el hombre: lo humano y lo divino. Es aquí donde la plenitud humana y la gloria de Dios se unen. Y es aquí donde radica toda la esperanza y el mensaje de estas páginas.
NOTAS:
(1) Cardenal Suenens, Renovación y Poder de las Tinieblas, Ed. Los cuadernos de la Renovación, 31, calle de l’ Abbé Gregoire, Paris, 1982, pp. 15-16
(2) Cardenal Suenens, ¿Un nuevo Pentecostés? Ed. Desclée de Brower, París 1974, pp. 152-154.
(3) Introducción de Inestimabile Donum, nº 20, 1980.
(4) Cf. Documentación Católica, 6 mayo 1984. pp. 466-467.
(5) Cf. Cardenal Suenens. Amor y dominio de sí mismo. Ed. Desclée de Brower. París, 1960.
(6) P. 68

Índice

Prefacio …………………………………………………....………. 1
Capítulo I Entre dos escollos………………………………….... … 2
Capítulo II El culto idolátrico del Yo y la fe cristiana……........….. 7
Capítulo III El culto hipertrófico del Yo………………………..... 12
Capítulo IV Mi experiencia vital, ¿criterio supremo?.................... 20
Capítulo V El verdadero Yo en la óptica cristiana…...……....….. 25
Capítulo VI Problemas doctrinales subyacentes en relación con Dios. 34
Capítulo VII Problemas doctrinales subyacentes en relación con el hombre……………………………………………........................... 41
Capítulo VIII El crecimiento del hombre cristiano.............................46
Capítulo IX Métodos de crecimiento en el análisis cristiano……...... 54
Capítulo X Métodos de crecimiento en el plano del análisis psicológico………………………………………………………........62

Capítulo XI En la confluencia de la naturaleza y de la gracia………. 68